Me arrodillé cabizbaja y rendida
para implorarle al rey del destino
que jamás tuviera que volver a hacerlo
pero él, con su mirar, prendió la hoguera
y desató el martirio que crispó mis ojos
dejándome eclipsado por luces artificiales.
Atisbé la espada enterrada en la tumba
y gateando me acerqué hasta ella para
derrochar mis últimas fuerzas en obtener
el poder que ella sóla puede conferir
a quien se atreva a desafiar al autoritarismo
que ha impuesto el porvenir desde el terror.
Impíamente jalé desde el mango dorado
para desterrarla de la lápida cenicienta
y el cielo cerróse como el portal que
niega el paso de las almas al más allá
despertando en la esencia la vana furia
de un perro hambriento encerrado en un canil.
Las gárgolas, que presenciaban la escena
sigilosas desde la catedral, lloraban lodo
y sus guturales gemidos espantaban palomas
para dejar la plaza desierta como el alma
de quien sufrió una deserción sentimental
y ahoga sus penas con banales pócimas.
El mango ardiente del arma plateada envinagró
las llagas fervientes de mis lánguidas manos
creando un zaguán de sangre y pus que acarreó
mi petrificada mirada hasta el epitafio que rezaba:
"Las puertas de la tumba fueron abiertas por aquel
que murió asesinado por el fruto de sus entrañas."
