Fueron castigadas las almas que crearon vida más allá de los límites establecidos.
Todos recordaban ese día. El vacío del alma cuando al amanecer se escucha
cómo, desgarrador, el grito de un nuevo ser viendo la luz del sol. Los motivos,
desconocidos por ese entonces, que habían llevado a dos razas completamente
opuestas, a juntarse. Cuando Lilith fue creada, nunca imaginó el trabajo que
llevaría a cabo. Cuando Samael descendió y fue llamado “el ángel caído” ella cayó
con él. Muestran como si suya fuera la culpa de la convicción de Eva hacia Adán
para procrear y tener a Caín.
Samael había aliviado el dolor de sus plumas, el pesar de su alma. Había llevado a
cabo una reconstrucción de ella misma cuando más perdida se hallaba. Lilith no
había hecho más que dejarse cuidar, convencerse de que aquello no estaba mal, de
que no había nada de malo por estar junto a uno de tus hermanos, en confianza.
Porque nunca hubo nada de malo en conocerse como nadie, en no guardar
secretos. Ella le comentaba todas las ideas que le rondaban la cabeza y él las
escuchaba y almacenaba para sí mismo.
Acariciaba las suaves alas de él mientras dormía a su lado, mientras lo veía soñar.
Tocaba su torso desnudo con la punta de los dedos para verlo estremecer. Y aún
con los ojos cerrados, ella sabía que no habría nada en el mundo comparable a él.
Cada amanecer era nuevo para ambos, cada sentimiento, roce, caricia, significaba
un poco más.
Él la besó. Puso sus labios de modo sutil sobre los de ella, sin esperar una
respuesta de ningún tipo. Ningún ángel había amado antes de aquella manera. Y
ella reaccionó de la misma forma, con un suave beso, dulce, convincente, tierno.
Las caricias en la piel, el uno del otro, se convirtieron en susurros entre pieles. De
sentir el roce de sus cuerpos, el deseo inconcebible entre ellos, la pureza y la
belleza del mundo unidos en dos entes, en dos seres.
Ya había sido desterrado cuando, esa mañana, había ido a buscar a Lilith. Ya
conocía el secreto del deseo y la pasión, el aislamiento había sido llevado a cabo
por ese motivo, porque había conocido el deseo carnal hacia su compañera. Hacia
su amiga. El destierro original había sido creado a partir de un pensamiento que se
escuchó demasiado alto. Una vez se amaron en cuerpo y alma ya no hubo marcha
atrás.
Del gen de Samael nació un niño. Un niño sonrosado, lleno de sangre y vísceras,
un niño como nunca antes se había visto, un nacido, no un creado. Lilith
observaba como su vientre se había ido abultando desde el cielo, sin tener motivo
ni razón. Sólo supo que Samael había sido desplazado. No sabía a dónde, no supo
como buscarlo. Y cuando él la encontró, ella depositaba en parte de ese planeta
que habían creado para ellos, un cesto angelical. Un cesto que contenía vida.
Dulce vida nacida de una pasión prohibida.
“Lilith” Susurró su voz. “Lilith, ¿qué es esto?”.
“Parece que te oyera, Samael, parece que pudiera notar tu aliento contra mi cuello de
nuevo, parece que volvieras a ser parte de mi. Parece que volvieras a estar, y que
luego volverás a irte, como has hecho. Samael, esto, esto es tuyo. Es tuyo y es mío.
Es algo que hemos creado.”
Y se fue sin mirarle dos veces. Volvió al reino de los cielos, donde nadie se percató
de su ausencia, tal vez debido a largos meses de encierro que todo el mundo
atribuyó a la pérdida de su mejor aliado.
Samael volvió a esconderse entre las tinieblas, sin dejar de observar al dulce
montón de vida que se movía a pocos metros de él.
“Samael, ¿qué has hecho?” Preguntó la misma voz que tiempo atrás lo había
enviado a ese exilio.
“No he hecho nada, padre, amar. Y de ese amor ha salido esto.”
El cesto se movió, como hacía todo. La luz blanquecina que envolvía el cuerpo del
ser que habitaba ahí dentro brilló más al salir de él.
“Creas vida, Samael, tus actos crean vida. Y yo ya no me haré responsable de la vida
de los actos de los que me traicionan. ¿Quién era ella?”
Y esas fueron sus últimas palabras. Samael movió las alas lo más rápido que pudo
para llegar de nuevo a las nubes, para llegar de nuevo al reino. Justo a tiempo de
escuchar el grito desgarrador que acabó con la vida de Lilith.
Tal fue su desesperación que empezó una destrucción lenta de lo que habían
creado y mantenido los ángeles durante sus años de existencia. Primero crió y
mantuvo con vida al engendro, al recién llegado, a la nueva raza. Y con él, fue
ganándose al resto de los ángeles de la creación. Procreaban entre sí, creaban
vida, daban más humanidad y calor, caían ante el pecado cometido cuales ángeles
desterrados de los cielos. Y según crecían y se multiplicaban los hombres, crecía la
destrucción.
Todo está escrito en el plan que tenía Samael para acabar con la existencia del
planeta, igual que destruyeron la existencia del único ser que de verdad había
amado alguna vez.
Lilith nunca tuvo la culpa de nada. Solamente de estar enamorada.