Existió una vez, en las lejanas tierras árticas, en una era ya olvidada, una doncella descendiente de los
imponentes dragones nórdicos.
imponentes dragones nórdicos.
Vivía en una casa alejada de todo, en un lugar con un clima tan bajo que ningun otro humano podría sobrevivir, así que vivía totalmente sola.
Era una casita de leña sin ninguna clase de lujo, solo para protegerla de los vientos torrenciales que solían azotar la sima de la montaña. Aún así, y debido a todo el tiempo libre que tenía, la casa estaba bellamente decorada, ella misma había hecho las decoraciones con un cuchillo. Había tallado sobre la madera la imagen de una cascada, y cerca a su cama habían ramificaciones de rosas de todo tipo, menos los tulipanes.
Constantemente limpiaba las ventanas, así podía ver el paisaje, aunque, en realidad no había mucho que ver. Todo el lugar era blanco, al menos la parte visible, aunque atrás de la casa había un lago congelado y varios robles cristalizados. La nieve se había apoderado de la mayoría de la montaña, sin embargo, no pasaba mucha a ese lugar, solo ocasionalmente, en las noches más frías.
Los robles se habían congelado generaciones más atrás, su madera era maciza y muy fuerte, así que permanecían vivos sin nada que los derrumbase. Las hojas se caían eventualmente, y aún así, siempre volvían a crecer; las hojas eran de vidrio y cuando caían se rompían por todo el lugar; los árboles, por ende, tenían a su alrededor una peligrosa trampa que, más de una vez, había lastimado a la doncella que, llena de curiosidad, había tratado de internarse en el bosque.
No había ningún ser viviente en todo el lugar, ninguno, además de ella; era la luna su única amiga, por lo cual, derramaba lágrimas gélidas cada mañana, causada por su inmensa soledad. Solía esperar paciente, durante las incontables horas, a que llegara el devastador anochecer, pues podía hablar con la luna hasta el amanecer. Una vez llegado, entre lágrimas se despedían, y el ciclo volvía a comenzar, cada día era irremediablemente igual; en un tiempo tan lejano que aún los días no tenían nombre, y el invierno reinaba durante todo el año, era el amo y señor de la tierra; todo era de él y de su mortífero abrazo helado.
Cerca del lago solían crecer tulipanes azules, que eventualmente, cuando las gotas de rocío aparecían lentamente, se congelaban, muy despacio. Ella siempre estaba sentada en el alfeizar, miraba con una leve sonrisa como, uno por uno se iba cubriendo de hielo, eran ellos lo único que alegraban sus días; por lo cual, a pesar de la desolada realidad que había tenido que vivir, aún seguía sonriendo de vez en cuando, y secando sus lagrimas casi congeladas.
De vez en cuando salía de la casa para ir a ver las rosas, pero nuevamente, volvía a lastimarse, pues el césped también estaba hecho de cristales rotos, aún así, ella con gusto derramaba la sangre en el lugar, para sentir la vida cerca aunque fuese por un momento. Su sangre escarlata teñía todo el lugar, y se diluía lentamente; la sangre se deslizaba hasta llegar al lago, y entonces él también se pintaba de un tenue color rojizo.
Después de aquellos días en los que, agobiada por su inagotable soledad, iba a ver a los tulipanes; tenía que esperar pacientemente a que todas sus heridas cerraran, alejada también de la luna y de la ventana, sumida aún más en el oscuro vórtice que consumía su alma inmortal.
Así pasaban los días, los meses y los años; ella, agotada, seguía mirando en la ventana. Sus ojos grises, siempre agotados, siempre llenos de lágrimas, las cuales de vez en cuando se deslizaban por su piel pálida como el entorno que la rodeaba, su cabellera solía moverse con el viento, tapando su rostro de vez en cuando; era roja pues se había teñido con la sangre que incontables veces derramó cerca de los tulipanes congelados. Congelados como su alma y su corazón; congelados como el aire que respiraba sin otra razón que la inercia, congelados como las nubes que ocultaban a las estrellas, congelados... como el tiempo que llevaba sobre sus hombros inmortales.
A veces, del cielo caía granizo; aquél granizo golpeaba la tierra como meteoros, y destruía el césped y las hojas de los robles, y rompía muy lentamente los tulipanes congelados. Ella observaba desde la ventana, sintiendo que se partía su corazón, cuando, irremediablemente uno a uno se rompía hasta volverse polvo que volaba en la atmósfera. Ella lloraba lágrimas de sangre cada vez que esto sucedía, pues, sentía que hasta las flores la abandonaban. La luna oía sus sollozos, y cada vez que pasaba esto, ella lloraba también, pintada de carmesí. Así ha transcurrido por siempre su vida de soledad, desde los tiempos antes de la luz hasta la actualidad.
Se dice que cuando la luna se levanta teñida por el carmín, está consolando a la princesa, que llora amargas lágrimas de sangre por los tulipanes que se rompen al unísono con su corazón.