Un hombre de unos sesenta años, bajito, con bigote, el pelo castaño con algunas canas, aspecto frágil y una chaqueta marrón a cuadros entró en el portal. "Buenos días don Ibarra", le dijo el portero del edificio, de edad similar, pero aspecto más envejecido por su calvicie, "Buenos días" le saludó también la vecina del quinto, de cincuenta y tres años de marujeo, "Buenos días, vaya mañana más fría", dijo el hombre, que se encogía de hombros ajustándose su americana. "Estábamos hablando de la mujer que desapareció anteayer, qué cosas más raras, que no encuentren aquí a esa mujer, ni que viviésemos en Madrid" le comentó su vecina, "Desde luego señora Carmen, esto no es Madrid..." dijo disminuyendo el tono de vez, "aquí es mucho más difícil desaparecer... ijim, ijim", su tos
era tan extraña que parecía una risita, el esperpento de una tos, pero el portero y su vecina, acostumbrados a haberla escuchado en otras ocasiones, no se alarmaron. El señor Ibarra entró en su casa, colgó las llaves y fue al aseo, su próstata le atormentaba, mientras se esforzaba por orinar, un gemido le incordió, un gemido que no cesaba, miró al suelo y vio a una señora obesa amordazada, entonces él la mandó callar poniendo el índice en sus labios, ella siguió gimiendo y él la pateó hasta que se calló. Quedó inconsciente, sangrando por la boca. El señor Ibarra sonrió, respiró hondo, y su orina salió con ligereza, pero causándole un gran escozor.
Puso la radio, intentó sintonizar mejor su emisora favorita, moviendo un poco la antena, cuando al fin lo consiguió se sentó en el viejo y polvoriento sofá y cerró los ojos. Soñó que seguía dando clases en el instituto, fue un sueño perfecto, una vivencia que nunca sucedió tal cual, tenía la mejor clase del instituto, conversaba con sus alumnos cordialmente, que le respetaban y llegaban siempre con las tareas realizadas, recibió el premio al mejor profesor de la ciudad, su mujer y su hija aplaudían. Al volver a casa las dos le abrazaban estaban orgullosas de él. Se levantó, había dormido unas dos horas, fue a la cocina y, como no le apetecía cocinar, se sentó en el taburete a comer patatas fritas de una bolsa. Intentó buscar algún entretenimiento, pensó qué podría hacer, pero no se le ocurría nada. Salió a la calle con su cartera en la mano, donde años atrás llevaba sus libros y carpetas, y los exámenes corregidos. Fue al cementerio. Sacó un bocadillo de mortadela que se había preparado, y se lo comió sentado frente a la lápida de una mujer y una niña. De pronto se dio cuenta de que un limpiador le observaba, entonces él derramó unas lágrimas, sacó un pañuelo de papel de su cartera y se las limpió. Miraba el reloj cada cinco minutos, con la esperanza de que pasaran más rápido. Paseó hasta el garaje donde guardaba su abollado SEAT 127. Después de sufrir para levantar la persiana, y rezar, como cada vez que cogía el coche, para que arrancase, se encaminó al centro, a buscar aparcamiento. La calle donde dejó el coche era solitaria y oscura, sólo había una farola por acera, pero estaba cerca del centro. La ventaja de su automóvil era el reducido tamaño, que le permitía aparcar en cualquier lugar. Se metió en la parte trasera, abrió su cartera y sacó un disfraz rojo. Al salir tenía toda la pinta de un Papá Noel auténtico, aunque algo bajito. Llevaba un traje imponente, y la barba, además de ocultar su rostro, le hacía parecer más real, sólo sus ojillos le delataban. Llevaba una bolsa con caramelos, y una campana, se colocó en una calle donde sí pasaba gente, pero que no era de las principales, y él, junto a los árboles decorados frente a los comercios, era el único adorno. Varios niños pasaban, cerca había un kiosco, y él les repartía caramelos, haciendo la competencia al kiosco, que estaba a un par de manzanas. Comenzó a anochecer, y paseaba menos gente. El frío se iba calando en los huesos, y él se alegró de haberse puesto el pijama debajo. De pronto encontró justo a la persona que esperaba, y en el momento preciso, una preciosa niña castaña, de unos siete años, iba sola, con una mochila. Él hizo un gesto perfectamente ensayado, echó mano a la bolsa para darle un caramelo, y fingió que no le quedaban, con cara de pena se lamentó, la niña estaba defraudada, él le prometió que en el coche tenía más, y que además estaban más buenos, y a pesar de que ella estaba recelosa, los ojos bondadosos del anciano la convencieron. La llevó hasta allí, y le preguntaba que si estudiaba mucho, le contó que él era profesor. Al llegar al coche le pidió que mirase en su maletero, que a él le dolía mucho la espalda y le costaba agacharse, ella, confiada accedió, y el Papá Noel se sacó una piedra del bolsillo y le sacudió en la cabeza, luego la echó dentro del maletero y arrancó.
El señor Ibarra llegó al portal de su edificio perfectamente vestido, se acercó al portero y le pidió que le ayudase a entrar un saco de patatas que le había regalado su cuñada, entre los dos viejos pudieron llevar el enorme saco al ascensor, de allí ya lo descargó el señor Ibarra cuando llegó a su piso.
La familia estaba sentada junta en el sofá, escuchando una emisora de música clásica en la radio, el señor Ibarra abrazaba a la mujer a su derecha, y a la niña a su izquierda, las dos amordazadas y atadas de pies y manos. La mujer lloraba, las heridas de su cara se habían secado, y se le habían formado cortezas. La niña ya estaba despierta, y, extrañada, no sabía bien lo que pasaba. En su mente una frase de su madre se le repetía una y otra vez "No te acerques a hombres extraños, ni aceptes nada de lo que te ofrezcan", ella conocía bien esas palabras, cada día las escuchaba antes de salir, pero no pensó que Papá Noel fuese un hombre extraño, desconocido. De cuando en cuando les daba un apretón, de cariño, a las mujeres de su casa, de su vida. En alguna ocasión ellas dos cruzaban las miradas, y ponían rostros de terror y confusión. De pronto a él comenzó a dolerle la próstata, no había orinado desde por la mañana, sabía que tenía que vaciar la vejiga, y que no podía posponer más el momento, o sería todavía peor. Se alzó y le dio un beso a cada una en la frente, antes de marcharse les dijo "deseadme suerte", pero cuando las miraba no era capaz de distinguir sus expresiones de terror, estaba feliz porque de nuevo tenía lo que había perdido. En cuanto se fue del salón, la mujer se aproximó a la niña deslizando las posaderas. Le echó la cabeza encima como para consolarla, cerraron un momento los ojos, y después las dos comenzaron a frotarse, y a empujarse, intentando desatar alguno de los nudos. La mujer sabía que don Ibarra podía tardar varios minutos, tenían que aprovechar. Con los esfuerzos, la mujer obesa consiguió, utilizando su barbilla, quitarle a la niña la modaza, y al ver sus dientes, lamentó que no fuese más mayor, entonces le dio la espalda, y la pequeña, con la boca intentó desatarle las manos.
El señor Ibarra seguía esforzándose por orinar, y de pronto, un chorro surgió como la seda, y durante un minuto se derramó dentro de la taza. Cuando finalizó se quedó contemplando la obra de su esfuerzo, estaba feliz, decidió darle una sorpresa a sus mujercitas. Se metió a su habitación, y cuando diez minutos después salió, llevaba puesto su disfraz de Papá Noel, y en cada mano llevaba un regalo envuelto. Quiso hacer como el viejo símbolo de la navidad americana, e intentó un jo, jo, jo, pero su voz era como la de una ardilla, y emitió un "ji, ji, ji". Con la barba postiza le picaba su auténtico bigote, y lo meneó ridículamente, entró al salón y de nuevo, regalos en mano, elevó su carcajada navideña para dar la sorpresa, pero esta vez se quedó en menos todavía, "ji, ji, ....", su voz se le cortó cuando vio que sus mujeres no estaban en el sofá. Se enfureció tanto que quiso tener un hacha para poder despedazarlo todo, se habían vuelto a ir, sin preguntarle, él que lo había preparado todo por ellas, para darles una bonita sorpresa, ¿y cómo se lo agradecían? Malditas, os mataré. Miró por todo el salón, pero no había rastro de ellas. Fue a la puerta que daba a la calle, y comprobó y seguía cerrada con llave, con la llave que él tenía guardada en la mesa de su habitación, y sonrió, no se podían haber ido. "¿Dónde estáis chicas? Tengo un regalo para vosotras, de verdad, llevo mucho tiempo guardándolo". En la entrada tenía el paragüero, y cogió el suyo, era uno de esos viejos, con el puño de madera maciza, y la punta de hierro, lo agarró de la punta para atizarles con el puño, y se dirigió a la cocina. Entró, pero allí no había rastro de ellas, de pronto algo cogió sus pies y él se fue al suelo, de debajo de la mesa salió la niña que se le echó encima, y de detrás de la puerta la mujer también se echó sobre él, armada con un rodillo, pero al intentar apartar a la niña para pegarle al viejo, este aprovechó para golpear con su paraguas, y le acertó a la mujer en el cuello, se quedó echada en el suelo, intentando respirar, él, intentando mantener cogida a la niña, se consiguió poner en pie. Se había hecho daño al caer, todo su peso había ido a dar en su rodilla, se alejó se apoyó en la mesa, y respiró, la mujer se estaba recuperando, intentaba levantarse, él alzó de nuevo su paraguas y se abalanzó contra ella, pero la niña le puso la zancadilla, y él se dio contra el mármol de la encimera en plena frente, quedando sin vida y con una brecha que le cruzaba media cabeza.
Dos novios, jóvenes, paseaban abrazados en la noche, el chico castaño y no muy alto, ella morena, con el pelo rizado, y más baja que él, aprovechando hasta el último minuto el tiempo que los padres de ella le permitían permanecer en la calle, y una enorme mancha roja cayó a gran velocidad sobre el coche que tenían al lado, los dos saltaron al suelo, desde donde miraron al coche, a ver qué había sucedido, y se encontraron a un Papá Noel estampado, sangrando, y muerto, sobre el coche cuyo techo había destrozado, los cristales que habían saltado les produjeron algunos cortes, pero muy leves.
Todavía sonaban las sirenas fuera, la policía había cubierto con mantas a la niña y a la mujer, que estaban heladas de frío. "No me lo puedo creer, era el señor más encantador que he conocido, siempre educado, correcto, amable..." comentaba el portero. "Pero no hay duda de que fue él, debió de enloquecer hace años. ¿Tenía familia?", "Sí" contestó el portero "estaba casado y tenía una hija, pero hace años que se marcharon", "Creía que estaban muertas, un hombre mayor, viviendo solo...", "Pues no, ella se divorció, dicen que le dejó por otro, pero de eso hace más de diez años, tal vez veinte, y que yo sepa no ha vuelto a verlas, se fueron a Madrid... eso decía él".
Muy suavemente comenzaron a caer finas gotas de agua, y a los pocos minutos apretó, el sonido del agua cayendo sustituyó al de las sirenas, y las campanas dejaron de celebrar la navidad, para anunciar a un hombre muerto, desalmado.
era tan extraña que parecía una risita, el esperpento de una tos, pero el portero y su vecina, acostumbrados a haberla escuchado en otras ocasiones, no se alarmaron. El señor Ibarra entró en su casa, colgó las llaves y fue al aseo, su próstata le atormentaba, mientras se esforzaba por orinar, un gemido le incordió, un gemido que no cesaba, miró al suelo y vio a una señora obesa amordazada, entonces él la mandó callar poniendo el índice en sus labios, ella siguió gimiendo y él la pateó hasta que se calló. Quedó inconsciente, sangrando por la boca. El señor Ibarra sonrió, respiró hondo, y su orina salió con ligereza, pero causándole un gran escozor.
Puso la radio, intentó sintonizar mejor su emisora favorita, moviendo un poco la antena, cuando al fin lo consiguió se sentó en el viejo y polvoriento sofá y cerró los ojos. Soñó que seguía dando clases en el instituto, fue un sueño perfecto, una vivencia que nunca sucedió tal cual, tenía la mejor clase del instituto, conversaba con sus alumnos cordialmente, que le respetaban y llegaban siempre con las tareas realizadas, recibió el premio al mejor profesor de la ciudad, su mujer y su hija aplaudían. Al volver a casa las dos le abrazaban estaban orgullosas de él. Se levantó, había dormido unas dos horas, fue a la cocina y, como no le apetecía cocinar, se sentó en el taburete a comer patatas fritas de una bolsa. Intentó buscar algún entretenimiento, pensó qué podría hacer, pero no se le ocurría nada. Salió a la calle con su cartera en la mano, donde años atrás llevaba sus libros y carpetas, y los exámenes corregidos. Fue al cementerio. Sacó un bocadillo de mortadela que se había preparado, y se lo comió sentado frente a la lápida de una mujer y una niña. De pronto se dio cuenta de que un limpiador le observaba, entonces él derramó unas lágrimas, sacó un pañuelo de papel de su cartera y se las limpió. Miraba el reloj cada cinco minutos, con la esperanza de que pasaran más rápido. Paseó hasta el garaje donde guardaba su abollado SEAT 127. Después de sufrir para levantar la persiana, y rezar, como cada vez que cogía el coche, para que arrancase, se encaminó al centro, a buscar aparcamiento. La calle donde dejó el coche era solitaria y oscura, sólo había una farola por acera, pero estaba cerca del centro. La ventaja de su automóvil era el reducido tamaño, que le permitía aparcar en cualquier lugar. Se metió en la parte trasera, abrió su cartera y sacó un disfraz rojo. Al salir tenía toda la pinta de un Papá Noel auténtico, aunque algo bajito. Llevaba un traje imponente, y la barba, además de ocultar su rostro, le hacía parecer más real, sólo sus ojillos le delataban. Llevaba una bolsa con caramelos, y una campana, se colocó en una calle donde sí pasaba gente, pero que no era de las principales, y él, junto a los árboles decorados frente a los comercios, era el único adorno. Varios niños pasaban, cerca había un kiosco, y él les repartía caramelos, haciendo la competencia al kiosco, que estaba a un par de manzanas. Comenzó a anochecer, y paseaba menos gente. El frío se iba calando en los huesos, y él se alegró de haberse puesto el pijama debajo. De pronto encontró justo a la persona que esperaba, y en el momento preciso, una preciosa niña castaña, de unos siete años, iba sola, con una mochila. Él hizo un gesto perfectamente ensayado, echó mano a la bolsa para darle un caramelo, y fingió que no le quedaban, con cara de pena se lamentó, la niña estaba defraudada, él le prometió que en el coche tenía más, y que además estaban más buenos, y a pesar de que ella estaba recelosa, los ojos bondadosos del anciano la convencieron. La llevó hasta allí, y le preguntaba que si estudiaba mucho, le contó que él era profesor. Al llegar al coche le pidió que mirase en su maletero, que a él le dolía mucho la espalda y le costaba agacharse, ella, confiada accedió, y el Papá Noel se sacó una piedra del bolsillo y le sacudió en la cabeza, luego la echó dentro del maletero y arrancó.
El señor Ibarra llegó al portal de su edificio perfectamente vestido, se acercó al portero y le pidió que le ayudase a entrar un saco de patatas que le había regalado su cuñada, entre los dos viejos pudieron llevar el enorme saco al ascensor, de allí ya lo descargó el señor Ibarra cuando llegó a su piso.
La familia estaba sentada junta en el sofá, escuchando una emisora de música clásica en la radio, el señor Ibarra abrazaba a la mujer a su derecha, y a la niña a su izquierda, las dos amordazadas y atadas de pies y manos. La mujer lloraba, las heridas de su cara se habían secado, y se le habían formado cortezas. La niña ya estaba despierta, y, extrañada, no sabía bien lo que pasaba. En su mente una frase de su madre se le repetía una y otra vez "No te acerques a hombres extraños, ni aceptes nada de lo que te ofrezcan", ella conocía bien esas palabras, cada día las escuchaba antes de salir, pero no pensó que Papá Noel fuese un hombre extraño, desconocido. De cuando en cuando les daba un apretón, de cariño, a las mujeres de su casa, de su vida. En alguna ocasión ellas dos cruzaban las miradas, y ponían rostros de terror y confusión. De pronto a él comenzó a dolerle la próstata, no había orinado desde por la mañana, sabía que tenía que vaciar la vejiga, y que no podía posponer más el momento, o sería todavía peor. Se alzó y le dio un beso a cada una en la frente, antes de marcharse les dijo "deseadme suerte", pero cuando las miraba no era capaz de distinguir sus expresiones de terror, estaba feliz porque de nuevo tenía lo que había perdido. En cuanto se fue del salón, la mujer se aproximó a la niña deslizando las posaderas. Le echó la cabeza encima como para consolarla, cerraron un momento los ojos, y después las dos comenzaron a frotarse, y a empujarse, intentando desatar alguno de los nudos. La mujer sabía que don Ibarra podía tardar varios minutos, tenían que aprovechar. Con los esfuerzos, la mujer obesa consiguió, utilizando su barbilla, quitarle a la niña la modaza, y al ver sus dientes, lamentó que no fuese más mayor, entonces le dio la espalda, y la pequeña, con la boca intentó desatarle las manos.
El señor Ibarra seguía esforzándose por orinar, y de pronto, un chorro surgió como la seda, y durante un minuto se derramó dentro de la taza. Cuando finalizó se quedó contemplando la obra de su esfuerzo, estaba feliz, decidió darle una sorpresa a sus mujercitas. Se metió a su habitación, y cuando diez minutos después salió, llevaba puesto su disfraz de Papá Noel, y en cada mano llevaba un regalo envuelto. Quiso hacer como el viejo símbolo de la navidad americana, e intentó un jo, jo, jo, pero su voz era como la de una ardilla, y emitió un "ji, ji, ji". Con la barba postiza le picaba su auténtico bigote, y lo meneó ridículamente, entró al salón y de nuevo, regalos en mano, elevó su carcajada navideña para dar la sorpresa, pero esta vez se quedó en menos todavía, "ji, ji, ....", su voz se le cortó cuando vio que sus mujeres no estaban en el sofá. Se enfureció tanto que quiso tener un hacha para poder despedazarlo todo, se habían vuelto a ir, sin preguntarle, él que lo había preparado todo por ellas, para darles una bonita sorpresa, ¿y cómo se lo agradecían? Malditas, os mataré. Miró por todo el salón, pero no había rastro de ellas. Fue a la puerta que daba a la calle, y comprobó y seguía cerrada con llave, con la llave que él tenía guardada en la mesa de su habitación, y sonrió, no se podían haber ido. "¿Dónde estáis chicas? Tengo un regalo para vosotras, de verdad, llevo mucho tiempo guardándolo". En la entrada tenía el paragüero, y cogió el suyo, era uno de esos viejos, con el puño de madera maciza, y la punta de hierro, lo agarró de la punta para atizarles con el puño, y se dirigió a la cocina. Entró, pero allí no había rastro de ellas, de pronto algo cogió sus pies y él se fue al suelo, de debajo de la mesa salió la niña que se le echó encima, y de detrás de la puerta la mujer también se echó sobre él, armada con un rodillo, pero al intentar apartar a la niña para pegarle al viejo, este aprovechó para golpear con su paraguas, y le acertó a la mujer en el cuello, se quedó echada en el suelo, intentando respirar, él, intentando mantener cogida a la niña, se consiguió poner en pie. Se había hecho daño al caer, todo su peso había ido a dar en su rodilla, se alejó se apoyó en la mesa, y respiró, la mujer se estaba recuperando, intentaba levantarse, él alzó de nuevo su paraguas y se abalanzó contra ella, pero la niña le puso la zancadilla, y él se dio contra el mármol de la encimera en plena frente, quedando sin vida y con una brecha que le cruzaba media cabeza.
Dos novios, jóvenes, paseaban abrazados en la noche, el chico castaño y no muy alto, ella morena, con el pelo rizado, y más baja que él, aprovechando hasta el último minuto el tiempo que los padres de ella le permitían permanecer en la calle, y una enorme mancha roja cayó a gran velocidad sobre el coche que tenían al lado, los dos saltaron al suelo, desde donde miraron al coche, a ver qué había sucedido, y se encontraron a un Papá Noel estampado, sangrando, y muerto, sobre el coche cuyo techo había destrozado, los cristales que habían saltado les produjeron algunos cortes, pero muy leves.
Todavía sonaban las sirenas fuera, la policía había cubierto con mantas a la niña y a la mujer, que estaban heladas de frío. "No me lo puedo creer, era el señor más encantador que he conocido, siempre educado, correcto, amable..." comentaba el portero. "Pero no hay duda de que fue él, debió de enloquecer hace años. ¿Tenía familia?", "Sí" contestó el portero "estaba casado y tenía una hija, pero hace años que se marcharon", "Creía que estaban muertas, un hombre mayor, viviendo solo...", "Pues no, ella se divorció, dicen que le dejó por otro, pero de eso hace más de diez años, tal vez veinte, y que yo sepa no ha vuelto a verlas, se fueron a Madrid... eso decía él".
Muy suavemente comenzaron a caer finas gotas de agua, y a los pocos minutos apretó, el sonido del agua cayendo sustituyó al de las sirenas, y las campanas dejaron de celebrar la navidad, para anunciar a un hombre muerto, desalmado.