Un Hotel en otra Dimension
Todo empezó de manera bastante inocente en octubre de 1979, cuando dos
parejas de Dover, Inglaterra, emprendieron juntas unas vacaciones, con
intención de viajar por Francia y España. Terminó en un viaje que les
llevó a otro mundo.
Geoff y Pauline Simpson y sus amigos Len y Cynthia Gisby subieron a un
barco que les llevó a través del Canal de la Mancha a la costa de
Francia. Allí alquilaron un coche y siguieron hacia el norte. A eso de
las 9:30 de aquella primera noche del 3 de octubre, empezaron a cansarse
y buscaron un sitio donde pernoctar. Salieron de la autopista cuando
vieron un motel de lujoso aspecto.
Len entró y encontró en el vestíbulo a un hombre que vestía un extraño
uniforme de color ciruela. El hombre dijo que no había habitaciones
libres en el motel, pero que había otro, más pequeño, siguiendo la
carretera hacia el sur. Len le dio las gracias y él y sus compañeros
continuaron adelante.
Durante el camino, les chocó la rareza de la estrecha carretera
empedrada y de los edificios ante los que pasaban. También vieron unos
carteles anunciadores de un circo. «Era un circo muy anticuado -recordó
más tarde Pauline-. Por esto nos interesó tanto.»
Por último vieron los viajeros un edificio largo y bajo con una hilera
de ventanas brillantemente iluminadas. Algunos hombres estaban en pie
delante de aquél y, cuando Cynthia habló con ellos, le dijeron que
aquello era una posada, no un hotel. Los amigos continuaron por la
carretera hasta que vieron dos edificios; uno de ellos era un cuartel de
la Policía y el otro una casa anticuada de dos pisos y con un rótulo
que decía «Hotel». En su interior, todo era de madera sólida. No había
manteles sobre las mesas, ni señales de comodidades modernas como
teléfonos o ascensores.
Las habitaciones no eran menos extrañas. Las camas tenían sábanas
gruesas y ninguna almohada. No había cerraduras en las puertas, sino
solamente pestillos de madera. El cuarto de baño que tuvieron que
compartir las parejas tenía instalaciones anticuadas.
Después de cenar, volvieron a sus habitaciones y se durmieron.
Se despertaron cuando se filtró la luz del sol a través de las ventanas,
que no tenían cristales y sí, solamente, postigos de madera. Volvieron
al comedor y tomaron un sencillo desayuno con un café «negro y
horrible», recordó Geoff.
Cuando estaban sentados allí, una mujer en traje de noche de seda y
llevando un perro debajo del brazo se sentó delante de ellos.
Aquello era extraño -dijo Pauline-. Parecía que acababa de venir de un
baile, pero eran las siete de la mañana. Yo no podía dejar de mirarla.
Entonces entraron dos caballeros.
-No se parecían en nada a los gendarmes que vimos en otros lugares de
Francia -observó Geoff-. Sus uniformes parecían muy antiguos.
Estos eran de un azul muy oscuro y los oficiales llevaban capas sobre los hombros. Sus sombreros eran grandes y con picos.
A pesar de estas rarezas, las dos parejas lo pasaron bien y, cuando
volvieron a sus habitaciones, los dos maridos tomaron separadamente
fotografías de sus esposas de pie junto a las ventanas cerradas.
Al salir, Len y Geoff hablaron con los gendarmes sobre la mejor manera
de llegar a la autopista de Aviñón y a la frontera española. Los
oficiales parecieron no comprender la palabra autorouet y los viajeros
presumieron que habían pronunciado mal la palabra francesa. Las
instrucciones que les dieron fueron muy deficientes; irían a parar a una
vieja carretera apartada varios kilómetros de su camino. Decidieron
emplear el mapa y seguir una carretera más directa.
Después de cargar el coche, Len fue a pagar la cuenta y se sorprendió
cuando el director le pidió solamente diecinueve francos. Presumiendo
que había un error, Len le explicó que eran cuatro y que habían cenado
allí. El director asintió con la cabeza. Len mostró la factura a los
gendarmes, los cuales le dijeron sonriendo que la cuenta era correcta.
Pagó en dinero efectivo y salió antes de que pudiesen cambiar de idea.
A su regreso, después de pasar dos semanas en España, las dos parejas
decidieron detenerse de nuevo en aquel hotel. La estancia había sido
agradable y los precios ciertamente no tenían rival. La noche era fría y
lluviosa, y la visibilidad, escasa; pero encontraron el desvío y
observaron los carteles del circo que habían visto la otra vez.
-Indudablemene, es ésta la carretera -declaró Pauline.
Lo era, pero no había ningún hotel junto a ella. Pensando que se habían
equivocado, volvieron atrás hacia el motel donde el hombre del traje de
color ciruela les había dado la dirección. El motel estaba allí, pero no
había nadie vestido de aquella manera, y el recepcionista negó que
semejante individuo hubiese trabajado nunca allí.
Las parejas recorrieron tres veces la carretera en ambas direcciones
buscando algo que ahora empezaban a comprender que ya no estaba allí.
Había desaparecido sin dejar rastro.
Se dirigieron hacia el norte y pasaron la noche en un hotel de Lyon. La
habitación con dos comodidades modernas, el desayuno y la cena les costó
247 francos.
A su regreso a Dover, Geoff y Len hicieron revelar sus respectivos
rollos de películas. En ambos casos, las fotografías del hotel (una
tomada por Geoff y dos por Len) estaban en la mitad del rollo. Pero
cuando recogieron las fotos, faltaban las tomadas en el interior del
hotel. No había negativos estropeados. Cada película tenía el número
completo de fotos. Era como si aquéllas no hubiesen sido tomadas, salvo
por un pequeño detalle que observó un reportero de televisión de
Yorkshire: «Había indicios de que la cámara había tratado de hacer
correr el rollo en mitad de la película. Unos agujeros producidos por
ruedas dentadas en los negativos perjudicaban éstos».
Las dos parejas guardaron silencio sobre su experiencia durante tres
años, contándola solamente a los amigos y la familia. Un amigo encontró
un libro en el cual se decía que los gendarmes llevaban los uniformes
descritos antes de 1905. En definitiva, un reportero del periódico de
Dover se enteró y publicó el relato del suceso. Más tarde, una emisora
local de televisión transmitió una versión dramatizada de la
experiencia.
En 1985, un psiquiatra de Manchester, Albert Keller, hipnotizó a Geoff
Simpson para ver si podía recordar el peculiar acontecimiento. Bajo
hipnosis, no añadió nada nuevo a lo que conscientemente recordaba.
Genny Randles, escritora británica que investigó el extraño episodio, se
pregunta: «¿Qué ocurrió realmente a los cuatro viajeros en la Francia
rural? ¿Fue un resbalón en el tiempo? Si fue así, una se pregunta por
qué el director del hotel no se mostró sorprendido ante su vehículo y su
indumentaria futurista y por qué aceptó moneda de 1979, que ciertamente
habría parecido extraña a cualquiera que hubiese vivido en aquel tiempo
pasado.»
Los viajeros -tal vez viajeros en el tiempo- no se lo explican -sólo sabemos que ocurrió- dice Geoff.
Teletransportados
La extraña historia empezó de una manera bastante vulgar el 3 de junio
da 1968. El doctor Gerardo Vidal y su esposa, de Maipú, Argentina,
habían ido a Chascomus para asistir a una reunión de familia. Otra
pareja de Maipú, también parientes de la familia, asistió igualmente.
Los vecinos viajaban en coches separados y, a hora avanzada de la tarde,
ambas parejas emprendieron el regreso a casa. Pero, al ver que los
Vidal no llegaban, sus vecinos volvieron atrás en su coche, temiendo que
hubiesen sufrido un accidente. En el trayecto de 120 kilómetros hasta
Chascomus, no vieron rastro de los Vidal ni de su coche. De nuevo en
Maipú, llamaron a los hospitales sin obtener ninguna información.
Cuarenta y ocho horas más tarde, el señor Rapallini, en cuya casa se
había celebrado la reunión, recibió una llamada a larga distancia desde
Ciudad de México. Era el doctor Vidal, que dijo que su esposa y él
estaban bien y que volverían en avión a Buenos Aires. Pidió a su
pariente que fuese a recibirles en el aeropuerto.
Amigos y parientes estaban esperando cuando la pareja descendió del
avión, llevando la misma ropa que vestían cuando habían salido de la
fiesta. La señora Vidal, que parecía muy excitada, fue llevada
inmediatamente a un hospital privado, aquejada, según una noticia de
Prensa, de una «fuerte crisis nerviosa».
El doctor Vidal contó una historia increíble sobre lo que les había
ocurrido en los dos días anteriores. Dijo que, durante su vuelta a casa,
habían entrado en una espesa niebla; tan espesa que no podían ver nada.
Y entonces, súbitamente, se hizo de día.
Estaban en una carretera desconocida. Y cuando el médico se apeó de su
coche, descubrió que toda la pintura había sido eliminada de la
carrocería de su automóvil.
Paró a un motorista para preguntarle dónde estaban, y el hombre le dijo
que en las afueras de Ciudad de México. Más tarde, cuando fue la pareja
al Consulado de Argentina, se enteraron de que habían transcurrido dos
días desde que habían entrado en la niebla.
El incidente causó sensación en Argentina.
«A pesar del halo de fantasía que parece envolver la historia de los
Vidal -observó el periódico La Razón-, hay ciertos detalles que no dejan
de preocupar incluso a los más incrédulos: el ingreso de la esposa de
Vidal en una clínica de Buenos Aires; la demostrada llegada de la pareja
en un avión en vuelo directo desde México; la desaparición del coche;
la intervención del Consulado; la seria actitud de la Policía de Maipú
en relación con el suceso, y la llamada telefónica desde México a la
familia Rapallini.» Todo esto hace que sea un relato que la gente debe
esforzarse en comprender.