Hoy, diez personas se han quitado la vida en España. Mañana lo harán otras diez. Y pasado mañana otras diez.
La cifra de suicidios no deja de subir en nuestro país. Acabamos de saber que en 2013 se quitaron la vida 3.870 personas (tres hombres por cada mujer). La cifra más alta de los últimos 25 años. Los suicidios se han disparado hasta el punto de crecer un 22 por ciento en tres años. La crisis. La maldita crisis.
Pero no hablamos de ello. No lo verán en las portadas de la prensa, o en los informativos de televisión. Ni probablemente escucharán una tertulia radiofónica sobre suicidas. A pesar de que la cifra de suicidas dobla a la de los fallecidos en accidentes de tráfico, y a pesar de que se ha convertido en la primera causa de muerte no natural en nuestro país, no es noticia.
¿Deberíamos contarlo?
Quizá. Pero no lo hacemos.
Son tabú.
Tememos el efecto llamada.
¿Se suicidarían más personas si los suicidios fueran noticia? ¿Daríamos el empujón definitivo a aquellos que están pensando en suicidarse? O, por el contrario, contribuiríamos a crear una corriente de opinión social que presionaría al gobierno para que aumentara y dotara las partidas presupuestarias de prevención del suicidio.
Una de esas diez muertes de un día cualquiera de hace un par de años fue la de un compañero. Un freelance (terrible eufemismo y todavía peor forma de contratación laboral: tienen más derechos las empleadas del hogar por horas que miles de periodistas obligados a depender de encargos más o menos caprichosos y pasajeros) que llevaba muchos meses sin trabajar. Como tantos otros compañeros de los medios de comunicación tuvo que hacerse autónomo (y pagar religiosamente cada mes sus impuestos) y depender de encargos fortuitos y mal muy mal pagados (cuando se pagan). Tenía mujer y dos hijos. Imposible imaginar lo que pasó por su cabeza para dejarlos solos. Lo desesperado que se debió encontrar.
Y así, diez personas cada día.
¿Es quizá hora ya de visibilizarlos y de empezar a tomar medidas?.
No vale una visita a urgencias con un psiquiatra saturado que recete unas pastillas y chimpum. Hay que fortalecer el sistema de salud pública mental. Hay que dotarlo de profesionales y de dinero. Pero también hay que quitar el estigma sobre los suicidios (y así, además, ayudar a que los supervivientes dejen de culpabilizarse). Y hay que educar a los ciudadanos para aprender a detectar los síntomas en las personas de su entorno (igual que nos enseñan a saber si un adolescente sufre bulimia o acoso escolar).
La OMS advierte que los suicidios se están convirtiendo en un problema grave de salud pública, e insta a los gobiernos a que adopten medidas preventivas. Tras cada número, tras cada muerte, hay una familia rota para siempre, fragmentada en el dolor constante y la culpabilidad imborrable.
Quizá estemos todos equivocados y hablar del suicidio ayude a prevenir otros casos. Quizá hay que comenzar a dar la cara también en esto.