“Levante los brazos, sacúdase el pelo, saque la lengua, levante el pie izquierdo, ahora el derecho, muestre sus partes, inclínese y tosa, haga tres cuclillas…”: indica con una voz dura y prepotente el protocolo de seguridad en el reducido espacio de lo que parece ser un cubo negro.
Antes ya me habían despojado de mis pertenencias, incluso los zapatos, que tuve que sustituir rápidamente por un enorme y desgastado overol anaranjado, cinco tallas más grande que la mía y chancletas negras. En la espalda, impreso, el nombre y la sentencia.
Después la foto de recluso. Soy la número 153. Una de frente, otra de perfil y… enseguida me esposan.
Sentir el frío de ese hierro es los puños, las manos tiesas a la espalda, produce una sensación de desamparo indescriptible. Te hace sentir indefenso e impotente: quieres moverte, moverlas, estirarlas, pero no puedes.
Contra la pared y sobre una línea amarilla me conducen a la celda. Chirrian las rejas y candados y con cada sonido me hacen oler los muros, me pegan la nariz contra ellos y me agarran durísimo por el enorme uniforme, como si me fuera a escapar. Reglas de seguridad too. Así, arrastrando los pies sobre la gruesa línea amarilla me trasladan hasta la puerta gris. Abren, me empujan dentro, como un saco, un objeto, una insignificancia inanimada. Aquí termina todo contacto con el exterior.
“Póngase de espaldas a la puerta y saque las manos por la abertura”, grita el guardia impecablemente vestido de azul con las insignias del FDC y me quita las esposas. “Péguese a la litera, reclusa”…, vocifera de nuevo, imperativamente. “Ahora ya puede moverse con libertad”.
Y yo solo puedo pensar ¿qué libertad puede haber en aquella celda oscura y húmeda; de unos 15 pies de largo por siete de ancho, sin más muebles que una litera de hierro con fina colchoneta, meseta y asiento de concreto?. De metal, el inodoro, el lavamanos y el marco del pequeño “espejo” que te devuelve la mirada.
Te sientes basura. Solamente estar allí cinco minutos, ahoga, oprime, desespera, falta el aire. Todo está planificado; es un intento salvaje por anular física y psicológicamente a los seres humanos, para degradarlos, empequeñecerlos, rendirlos. Pero con los Cinco no pudieron, ni podrán y eso me reconforta.
Me consuelan los poemas, el ajedrez pequeñito con sus bien delineadas piezas y tablero de cartón: te esperanza pensar que hay hombres gigantes, mentes más y grandes contra las cuáles la crueldad y la injusticia no pueden, no hacen mella. Agarro el mochito de lápiz casi sin punta (solo puede sacarle el guardia de seguridad) y escribo; hago catarsis, hablo con alguien que no sé si leerá; pero a quién siento y admiro.Ya quiero que me saquen de aquí!!!!
El sonido metálico de las llaves me saca del ensimismamiento. “Saque las manos por la abertura, reclusa”, me ordenan. Y me ponen de nuevo las esposas; pero no basta con eso esta vez, ahora me enganchan también las cadenas; que parecen pesar una tonelada; una vuelta por la cintura y otra alrededor de cada pie, por los tobillos. Un enorme candado asegura. Ahora es casi imposible moverse y el guardia, con los pies casi en el aire y a empujones me saca de la celda y me da el pasea por las líneas amarillas.