COMO SE ORIGINO LA RAZA HUMANA

Zecharia Sitchin nos explica que Anu, rey de los anunnaki en el planeta Nibiru, vino a la Tierra en una visita provocada por una emergencia debida a la necesidad de obtener oro. Cuarenta años (del planeta Nibiru) después del primer aterrizaje, los anunnaki que trabajaban en las minas de oro se amotinaron y se negaron a seguir trabajando. Y tomaron a Enlil, uno de los hijos de Anu, como rehén cuando fue allí para resolver la crisis. Milenios más tarde estos acontecimientos quedaron registrados y se los contaron a los terrestres, para que supieran cuales habían sido los orígenes. Se convocó un Consejo de Dioses y Enlil insistió en que Anu viniera a la Tierra a presidirlo. En presencia de los líderes reunidos, Enlil detalló los acontecimientos y acusó a Enki, otro de los hijos de Anu, de haber dirigido la rebelión. Pero, cuando los amotinados relataron su historia, Anu sintió simpatía por ellos, ya que eran astronautas, no mineros; y su trabajo había terminado por hacerse insoportable. Pero, ¿cómo iban a sobrevivir en Nibiru si no extraían el oro? Enki planteó crear unos trabajadores terrestres, que se hicieran cargo de los trabajos más duros. Ante la sorprendida asamblea explicó que había estado llevando a cabo experimentos con la ayuda de Ninti/Ninharsag, la médico jefe. Y añadió que en el este de África existía un hombre-simio, con el que sorprendentemente existía compatibilidad genética. Según Enki, lo que hacía falta era efectuar mejoras genéticas a este ser, dándole algunos de los genes de los anunnaki. Entonces, se convertirá en una criatura a imagen y semejanza de los anunnaki (de los “dioses”), capaz de utilizar herramientas y lo suficientemente inteligente como para obedecer e interpretar órdenes.

Y así fue como se creó el LULU AMELU, el «trabajador mezclado», por medio de la manipulación genética y la fertilización del óvulo de una mujer-simio en una probeta de laboratorio. Pero los híbridos no podían procrear y las mujeres anunnaki tenían que hacer de diosas del nacimiento en cada ocasión, por lo que Enki y Ninharsag fueron perfeccionando a los híbridos hasta que lograron el modelo perfecto, y le llamaron Adam, «el de la Tierra». Con estos esclavos creados pudieron producir oro en abundancia. Los siete asentamientos se convirtieron en ciudades, y los anunnaki, que en aquel tiempo eran solo 600 en la Tierra y 300 en las estaciones orbitales, se acostumbraron a una vida cómoda. 


La noción de que la humanidad fue creada por algún tipo de manipulación genética extraterrestre es la base actual de las historias de la creación, encontradas en los registros Sumerios antiguos y en posteriores escritos Hebreos. Esta idea es planteada en detalle en la obra de Zacarías Sitchin, quien utiliza los registros sumerios para argumentar que el moderno Homo-Sapiens fue creado por seres del espacio exterior llamados “Nefilim“. Basándose en las tablillas sumerias, Sitchin cree que los Nefilim crearon a los humanos mediante la modificación genética del Homo-Erectus. El Homo erectus era un homínido extinto, que vivió entre hace 1,8 millones de años y 300.000 años, durante el Pleistoceno inferior y medio. El Pleistoceno es una división de la escala temporal geológica y representa una época geológica que comienza hace 2,59 millones de años y finaliza aproximadamente 10.000 años a.C., precedida por el Plioceno y seguida por el Holoceno. Es la sexta época de la Era Cenozoica y la más antigua de las dos que componen el Período cuaternario. El término pleistoceno deriva del griego πλεῖστος (pleistos “lo más”) y καινός (kainos “nuevo”). El Pleistoceno se corresponde con el conocido como Paleolítico arqueológico. El Pleistoceno abarca las últimas glaciaciones, hasta el episodio Dryas Reciente incluido. El final del Dryas Reciente ha sido fechado aproximadamente en el 9600 a.C. El Dryas Reciente o Joven Dryas (en inglés Younger Dryas) fue una fase de enfriamiento climático que duró unos 1300 años, y que podemos situar a finales del Pleistoceno, entre 12.700 y 11.500 años atrás, curiosamente coincidente con la época de la posible desaparición de la Atlántida. Toma su nombre de la flor alpina Dryas octopetala. Hay indicios del impacto del cometa Clovis hace unos 12.900 años en América del Norte que, según una hipótesis reciente, podría haber iniciado el enfriamiento del Dryas Reciente.

El Dryas Reciente significó un rápido regreso a las condiciones glaciares en las latitudes más altas del Hemisferio Norte. Esto contrasta con el calentamiento del deshielo que tuvo lugar en el periodo anterior. Estas transiciones duraron aproximadamente una década. Las informaciones obtenidas de isótopos térmicamente fraccionados de nitrógeno y argón provenientes de núcleos de hielo de Groenlandia, indican que esta isla era unos 15 C más fría que en la actualidad. En las islas Británicas, los fósiles de escarabajos indican un descenso de las temperaturas medias anuales de 5 C y las condiciones periglaciares prevalecían en las tierras bajas y los glaciares en las tierras altas. Desde entonces, no ha habido ningún periodo de cambio climático abrupto tan grande, extendido o rápido. Los Homo erectus clásicos habitaron en Asia oriental (China, Indonesia). En África se han hallado restos de fósiles afines que con frecuencia se incluyen en otra especie, el Homo ergaster. También en Europa, diversos restos fósiles han sido clasificados como Homo erectus, aunque la tendencia actual es la de reservar el nombre Homo erectus para los fósiles asiáticos. El volumen craneal era muy variable, aumentando a lo largo de su dilatada historia. Tenía una capacidad mayor que la del Homo habilis y que la del Homo georgicus encontrado en Dmanisi. Los primeros restos que se encontraron del Hombre de Java muestran una capacidad craneal de 850 cm3, mientras que los que se encontraron posteriormente llegan a los 1100 cm3. Poseía un marcado toro supraorbitario y una fuerte mandíbula sin mentón, pero de dientes relativamente pequeños. Presentaba un mayor dimorfismo sexual que en el hombre moderno. Era muy robusto y tenía una talla elevada, hasta 1,80 m de medida. La industria lítica que producía pertenece principalmente al Achelense y probablemente dominaba el fuego.

La idea de que la humanidad es el producto de una ingeniería genética, conducida por extraterrestres provenientes de alguna parte, fuera de nuestro pequeño planeta, desafía tanto a la evolución darwiniana como al creacionismo basado en un Dios creador. El cristianismo proclama que un supuesto todopoderoso Dios creó a nuestros primeros padres del “barro”, de manera parecida a como el alfarero moldea la arcilla. Sólo cuando Adán y Eva rompen con las reglas de su creador son sujetos al dolor, la enfermedad y la muerte. Por desobedecer a este Dios también condenaron a su descendencia, o sea a toda la humanidad, a ser pecadores. El cristianismo deriva su relato sobre Adán y Eva del primer libro de la Biblia Hebrea o Antiguo Testamento: el Génesis. Si interpretamos la Biblia literalmente, asumiendo que se trata de un documento histórico e infalible, se nos presenta un Dios (Jehovah o Yahvé) que se muestra como celoso, colérico y vengativo. El temor del “Señor” (Jehovah) aparece enfatizado constantemente a través del Antiguo Testamento. Se espera de Él que recompense a aquellos que lo adoran y que mantienen la observancia de la ley ritual, gratificando sus deseos mundanos con posesiones materiales y poder. No se puede dejar de notar que este Dios se asemeja grandemente a los caprichosos dioses sumerios y, posteriormente, a los dioses griegos. De acuerdo al Génesis, este Dios tan “humano” desconocía que los seres humanos habían echado a perder su creación al comer la “fruta prohibida“. Después de esto, habiendo expulsado a la primera pareja humana del Paraíso, amenazó a sus descendientes con su cólera hasta el día en que ahogó al mundo entero con un diluvio. Este Dios Jehovah, como el historiador Gibbon observa en su obra “The Decline and Fall of the Roman Empire” (Declinación y caída del Imperio Romano) es un “ser propenso a la pasión y al error, caprichoso a su favor, implacable en su resentimiento, celoso de su supersticiosa adoración, y confinando su providencia parcial a una simple persona y a su transitoria vida“.


Hay algunas referencias de la vida disoluta en los mitos sobre el Olimpo de los dioses griegos, que son los mismos que los dioses sumerios. Y algunos, a pesar de las instrucciones de Enlil, tomaron por esposas a las hijas del hombre y tuvieron hijos con ellas. De ello hay también referencias en el Génesis. Y hasta aquí esta breve introducción mitológica sobre el posible origen del Homo sapiens sapiens, que puede ser útil para entender lo que indicamos en este artículo. Pero ahora veamos la historia del hombre en la Tierra, basada en el estudio de los fósiles y en la «historia convencional». La pequeña ciudad de Altdorf, cerca de Nuremberg, Alemania, no aparece en la mayoría de las enciclopedias e índices geográficos, que incluyen solamente la ciudad homónima y más conocida que hay en Suiza, donde Guillermo Tell disparó una flecha contra una manzana colocada en la cabeza de su hijo. A pesar de ello, la distingue un hecho aún más notable. Se trata del lugar donde el hombre moderno concibió la sospecha de que su origen podía remontarse a millones de años atrás. La idea hubiera bastado para horrorizar al responsable de ello, Johann Jakob Scheuchzer, ya que era un cristiano devoto que creía que todas las palabras de la Biblia son literalmente ciertas. Y fue, al tratar de probarlo, cuando desencadenó lo que se convertiría en la paleontología moderna, la ciencia de los organismos antiguos extintos. Johann Jakob Scheuchzer(1672 – 1733) fue un médico y naturalista suizo, conocido sobre todo por su interpretación de los fósiles como vestigios del diluvio universal. Hijo de un médico municipal, Scheuchzer nació en Zúrich. Comenzó sus estudios de medicina en Altdorf, y luego en Núremberg en 1692, para, en 1693, partir hacia Utrecht, donde obtiene su doctorado en 1694. Ese mismo año sigue los consejos de August Quirinus Rivinus, rector de la Universidad de Leipzig, y organiza una expedición a los Alpes, recolectando flora. Finalizados sus estudios, no se producen vacantes en los cuatro médicos oficiales de Zúrich, por lo que, a fin de mejorar su currículo, trabaja en sociedades científicas y en las academias de la ciudad. En 1695, al morir Johann Jakob Wagner, el médico del Orfelinato de Zúrich y que había sido el autor de una primera Historia naturalis Helvetiae (Zúrich 1689), ocupa su empleo. Al mismo tiempo es director de la Biblioteca Municipal y de la Cámara de Artes y de Ciencias naturales, por lo que se decide a explorar su pequeña patria, haciéndolo a partir de 1714. Equipado de un vasto y detallado catálogo, conteniendo más de 220 preguntas, se informa de conocimientos en toda Suiza sobre la naturaleza y las condiciones meteorológicas de las localidades donde habita cada especie. Sobre todo trabaja en la educación popular, refutando las leyendas populares.

Colin Henry Wilson (nacido el 26 de junio de 1931 en Leicester), es un escritor del Reino Unido, así como un destacado filósofo. Los principales temas de su obra son la criminalidad y el misticismo. Nacido y educado en Leicester, Reino Unido, dejó los estudios a los 16 años. Cuando tenía 24 años, publicó The Outsider (1956), que examina el papel del proscrito social en varias obras literarias y figuras culturales, donde examina a Albert Camus, Jean-Paul Sartre, Ernest Hemingway, Hermann Hesse, Fyodor Dostoyevsky, William James, T. E. Lawrence, Vaslav Nijinsky y Vincent Van Gogh, y donde Wilson discute su percepción de la alienación social en su obra. El libro fue un éxito de ventas y ayudó a popularizar el existencialismo en Gran Bretaña. Sin embargo, el elogio de la crítica fue breve. Colin Wilson también ha escrito obras sobre temas metafísicos y ocultistas. En 1971 publicó The Occult: A History, realizando una exégesis de Aleister Crowley, G. I. Gurdjieff, Helena Petrovna Blavatsky, la cábala, la magia primitiva, Franz Anton Mesmer, Gregor Rasputin, Daniel Dunglas Home y Paracelso, entre otros. También escribió una biografía especialmente objetiva de Crowley: Aleister Crowley: The Nature of the Beast, así como biografías de Gurdjieff, C. G. Jung, Wilhem Reich, Rudolf Steiner, y P. D. Ouspensky. Originalmente Colin Wilson se concentró en el desarrollo de lo que llamaba la “Facultad X”, que incrementaba la percepción y proporcionaba habilidades como la telepatía o la percepción energética. En sus obras posteriores sugiere la posibilidad de la existencia de vida tras la muerte y de los espíritus, que personalmente analiza como miembro del “Ghost Club”. En 1996 escribió “From Atlantis to the Sphinx”, que en español se publicó con el título “El Mensaje Oculto De La Esfinge”, en el que me he basado principalmente para escribir este artículo.

De 1705 a 1707 Scheuchzer escribirá un resumen de los resultados de sus estudios enSeltsamen Naturgeschichten des Schweizer – Lands wochentliche Erzehlung, donde refuta la opinión de que ciertos organismos vivos eran pura obra del demonio. Escribe en 1701, para la educación popular, el primer libro de Física en lengua alemana, titulado Physica, oder Natur-Wissenschaft. De una importancia particular fueron sus primeras mediciones de altitud, sirviéndose de instrumentos barométricos en vez de usar los clásicos cálculos trigonométricos poco fiables. Por sus estudios de cristales de montaña, fue, junto con el médico municipal de Lucerna, Moritz Anton Kappeler, y su alumno Henri Hottinger, fundadores de la cristalografía moderna. Y sus observaciones sobre la meteorología le permitió extraer regularmente reportes meteorológicos. Pero, ¿qué es la Paleontología? La Paleontología (del griegopalaios = antiguo, onto = ser, logía = tratado, estudio, ciencia) es la ciencia que estudia e interpreta el pasado de la vida sobre la Tierra a través de los fósiles. Se encuadra dentro de las Ciencias Naturales, posee un cuerpo de doctrina propio, y comparte fundamentos y métodos con la Geología y la Biología, con las que se integra estrechamente. Entre sus objetivos están, además de la reconstrucción de los seres que vivieron en el pasado, el estudio de su origen, de sus cambios en el tiempo (evolución y filogenia), de las relaciones entre ellos y con su entorno (paleoecología, evolución de la biosfera), de su distribución espacial y migraciones (paleobiogeografía), de las extinciones, de los procesos de fosilización (tafonomía), o de la correlación y datación de las rocas que los contienen (bioestratigrafía). La Paleontología permite entender la actual composición (biodiversidad) y distribución de los seres vivos sobre la Tierra (biogeografía), antes de la intervención humana. También ha aportado pruebas indispensables para la solución de dos de las más grandes controversias científicas del pasado siglo, tales como la evolución de los seres vivos y la deriva de los continentes. Y, de cara a nuestro futuro, ofrece herramientas para el análisis de cómo los cambios climáticos pueden afectar al conjunto de la biosfera. Tal como ya hemos dicho, Paleontología es la ciencia que se encarga del estudio de los fósiles, y es a través de estos que se puede obtener información acerca de las distintas eras geológicas. Permite conocer la flora y fauna de cada era. Como vamos a hacer referencias a las eras geológicas, hacemos un pequeño resumen. La Era Azoica, que significa “sin vida”, es la más antigua. En ella no aparecen fósiles de plantas ni de animales. La Era Arcaica se calcula duró hasta hace unos 500 millones de años. En ella se produjeron grandes plegamientos y cataclismos que dieron origen a algunas de las principales cadenas de montañas. La actividad volcánica fue muy intensa en América y surgieron las cordilleras en Canadá. Los científicos creen que al final de este período aparecieron las primeras bacterias y algas en el mar.


Luego tenemos la Era Primaria o Paleozoica, que significa “vida antigua”. En los primeros tiempos la vida estaba limitada al mar. Dominaban los invertebrados y también las medusas, gusanos, moluscos, caracoles y corales. Hace aproximadamente 350 millones de años aparecieron los primeros vertebrados: se trataba de peces cuyo cuerpo estaba cubierto por una coraza ósea. En este período brotaron los primeros vegetales terrestres, como helechos y coníferas, y aparecieron los insectos, los primeros animales que abandonaban el mar, y los anfibios o batracios. Le sigue la Era Secundaria o Mesozoica, que es la edad de los dinosaurios y se extiende desde unos 200 millones hasta 70 millones de años antes de nuestros días. Comenzó con una intensa actividad volcánica y se formaron los bosques petrificados de Arizona. Luego Europa fue invadida por los océanos, lo mismo que grandes extensiones de América y África. Aparecen los primeros reptiles, que en esta edad alcanzaron extraordinario desarrollo y tamaño gigantesco, como los dinosaurios. Algunos reptiles aprendieron a volar, corno el ranforrinco, que era semejante al murciélago. Al final de la era evolucionaron las plantas con flores, llamadas angiospermas, y se diversificaron por todo el mundo. Se extinguieron los dinosaurios y comenzó la gran diversificación de los mamíferos. A continuación tenemos la Era Terciaria o Cenozoica, o edad de los mamíferos, se extiende hasta un millón de años antes de nuestros días. La intensa actividad orogénica dio origen a cordilleras tan importantes como los Andes, los Alpes y el Himalaya. Es la edad de los mamíferos, que si bien aparecieron en la era anterior, adquirieron en ésta mayor relevancia y una gran área de dispersión. También surgieron los tipos actuales de árboles. Por último tenemos la Era Cuaternaria, que es la actual. Los glaciares cubrieron la cuarta parte de la superficie terrestre, y el clima era muy frío. En esta era se supone que aparece el hombre, que convivió con animales feroces y corpulentos como el mamut, el mastodonte, el tigre de dientes afilados, entre otros. Su aspecto era semejante a los simios, ya que así lo demuestran las mandíbulas y otros restos encontrados. Al final de la última glaciación, hace unos 30.000 años, apareció el hombre de Cro-Magnon u Horno Sapiens, que habitaba en cuevas, y que lenta pero constantemente va creando su cultura e imponiéndose al medio quo le rodea. Cinco mil millones de años e infinitos acontecimientos que ningún mortal puede abarcar constituyen la maravillosa historia terrestre.

Y, ¿qué es un fósil? En geología, fósil es un término usado para describir cualquier evidencia directa de un organismo con más de 10.000 años de antigüedad. Un fósil puede consistir en una estructura original, por ejemplo un hueso, en el que las partes porosas han sido rellenadas con minerales, como carbonato de calcio o sílice, y depositados por aguas subterráneas. Este proceso protege al hueso de la acción del aire y le da un aspecto de piedra. Un fósil puede ser también una sustancia diferente, como la madera, cuyas moléculas han sido reemplazadas por materia mineral. El término puede ser aplicado en un sentido más amplio a cualquier residuo de carbono que permanezca con la misma forma que el organismo original, el cual habría experimentado probablemente un proceso de destilación; este es el caso de muchos fósiles de helechos. Los moldes naturales formados tras la disolución por las aguas subterráneas de las partes duras de algunos organismos también son fósiles; las cavidades resultantes se rellenan más tarde de sedimentos endurecidos que forman réplicas del original. Otros tipos incluyen huellas, restos intactos conservados en terrenos congelados, en lagos de asfalto y en turberas, insectos atrapados en la resina endurecida de antiguas coníferas, que en la actualidad se denomina ámbar, y excrementos fosilizados conocidos como coprolitos, que suelen contener escamas de peces y otras partes duras de animales devorados. Los estromatolitos son montículos formados por láminas de roca que contienen grandes cantidades de fósiles primitivos y los restos más antiguos de la existencia de vida en el planeta. Se consideran signos de actividad microbiana, concretamente, de sedimentos y sustancias que fueron utilizadas y transformadas por numerosos microbios. Los fósiles suministran un registro del cambio evolutivo a lo largo de 3.000 millones de años en la escala de tiempos geológicos. Aunque los organismos multicelulares han podido ser abundantes en los mares que existían en el precámbrico -hace 4.600 millones de años- eran exclusivamente criaturas con cuerpos blandos, incapaces de crear fósiles. Por lo tanto, la vida precámbrica apenas ha dejado rastro. El registro fósil se enriqueció mucho más cuando aparecieron las cubiertas duras y los cuerpos con esqueleto al comienzo de la era paleozoica, hace 570 millones de años. Los geólogos del siglo XIX utilizaron esta riqueza fósil para establecer una cronología de los últimos 500 millones de años.


En la actualidad se ha planteado la utilización de los fósiles estromatolitos como única prueba de una actividad biológica prehistórica. Según un informe publicado en la revista Nature, estos fósiles tienen una antigüedad de 3.500 millones de años, primera fecha que dan los geólogos para la existencia de vida en la Tierra. Según un artículo que acompaña al informe, se han encontrado restos de microbios en los estromatolitos de hace 3.500 millones de años, demostrando así que existía vida en la Tierra hace tantos millones de años. Sin embargo, se plantean algunas dudas sobre el hecho de que todos los estromatolitos contengan pruebas de esa vida. En el año 1705 Scheuchzer estaba dando un paseo con un amigo llamado Langhans. Ambos jóvenes eran estudiantes y habían subido a la Colina de la Horca, en cuya cima se alzaba el patíbulo de la ciudad, y se habían detenido para contemplar el paisaje que les rodeaba, con sus campos de lúpulos iluminados por la luz dorada de crepúsculo. Entonces una roca grande que había a sus pies llamó la atención de Scheuchzer. La roca era de color gris, pero en ella se veían claramente varias vértebras de color negro. Scheuchzer la señaló. “-¡Mira! ¡He aquí la prueba de que la inundación de que habla la Biblia realmente tuvo lugar! Esta espina dorsal es humana”. Langham inspeccionó la roca con expresión de desagrado: “Estoy seguro de que es algún pobre diablo al que ahorcaron hace siglos. ¡Por el amor de Dios, déjala en el suelo!”. Y de un manotazo hizo caer la roca que Scheuchzer acababa de recoger y que cayó dando botes colina abajo, chocó con otra y se hizo añicos. Scheuchzer profirió un aullido de angustia y salió corriendo tras ella. El choque había esparcido fragmentos de roca gris por una zona muy amplia y Scheuchzer tuvo que escarbar en el polvo durante unos cuantos minutos antes de encontrar dos de las vértebras ennegrecidas. Respirando con dificultad, volvió a subir con ellas hasta el patíbulo: “¡Mira, huesos humanos! Y tú has visto que estaban dentro de la roca. ¿Cómo podrían los huesos de un ahorcado meterse dentro de una roca? Estos huesos han estado aquí durante millones de años, desde la inundación de Noé”.”¿Por qué son negros?”.“Porque son de uno de los pecadores a los que Dios pensaba destruir, como a los habitantes de Sodoma”.

Sin hacer caso de las protestas de su amigo, Scheuchzer metió las vértebras en los espaciosos bolsillos de su levita. Era su levita de doctor y le gustaba ponérsela cuando salía a pasear, porque a menudo recogía fragmentos de huesos viejos o de pedernal, para sumarlos a su colección de cosas sueltas que supuestamente probaban la veracidad de la Biblia. Cinco años más tarde, convertido ya en   principal médico de Zurich y canónigo de la Iglesia, Scheuchzer escribió un folleto con la intención de probar que la inundación bíblica había ocurrido realmente. Señalaba que se habían encontrado, en lugares situados cientos de kilómetros en el interior, muchas rocas con fósiles en forma de pez en su interior. Y argüía que habían quedado allí al bajar las aguas del diluvio. Luego procedía a describir las dos vértebras que había encontrado en la Colina de la Horca, empotradas en una piedra. La pregunta evidente era ¿cómo se habían metido aquellos peces en la piedra? El folleto causó un gran revuelo y los clérigos lo citaron desde el púlpito para probar que lo que decía la Biblia era verdad. Pero la reacción de los científicos fue hostil. Los fósiles eran algo que se conocía desde hacía siglos y un docto árabe llamado Avicena había escrito sobre ellos hacia el año 1000, explicando que eran literalmente fenómenos de una naturaleza traviesa que disfrutaba imitando formas vivas, del mismo modo que las nubes imitan rostros. Avicena (980 –1037) fue un médico, filósofo y científico persa. Escribió cerca de cuatrocientos cincuenta libros sobre diferentes temas, predominantemente de filosofía y medicina. Sus textos más famosos son El libro de la curación y El canon de medicina, también conocido como Canon de Avicena. Sus discípulos le llamaban Cheikh el-Raïs, es decir ‘príncipe de los sabios’. Es asimismo uno de los principales médicos de todos los tiempos. Avicena, o Ibn Siná, como fue llamado en persa, nació en Afshana, provincia de Jorasán, Tranxosiana, actualmente en Uzbequistán. Sus padres eran musulmanes. Al parecer fue precoz en su interés por las ciencias naturales y la medicina. Tanto que a los catorce años estudiaba solo. Se le envió a estudiar cálculo con un mercader,al-Natili. Tenía buena memoria y podía recitar todo el Corán. Cuando su padre fue nombrado funcionario, lo acompañó a Bujara, entonces capital de los Samaníes, y allí estudió los saberes de la época, tales como física, matemáticas, filosofía, lógica y el Corán. Se vio influido por un tratado de al-Farabi, que le permitió superar las dificultades que encontró en el estudio de laMetafísica de Aristóteles. Esta precocidad en los estudios también se reflejó en una precocidad en la carrera, pues a los dieciséis años ya dirigía a médicos famosos y a los diecisiete gozaba de fama como médico por salvar la vida del emir Nuh ibn Mansur.

El genio florentino Leonardo da Vinci (1452 – 1519), que a menudo desenterraba fósiles mientras dirigía la construcción de canales, había sugerido que eran los restos de animales vivos, pero nadie había tomado en serio sus palabras. Ahora los científicos decían que las vértebras de Scheuchzer en realidad eran pedazos de roca. Pero lo que más enfureció a Scheuchzer fue un libro publicado poco antes por un mineralogista llamado John Bajer, que contenía un grabado en el que podían verse algunas vértebras exactamente iguales a las que él había descubierto debajo del patíbulo de Altdorf. Y Bajer había dicho que eran vértebras de pez. Scheuchzer publicó un folleto atacando a Bajer, pero éste siguió opinando lo mismo. Transcurriría más de un siglo antes de que la ciencia demostrara que ambos se equivocaban y procediera a identificar los huesos, que resultaron ser de ictiosaurio, especie de cocodrilo prehistórico que floreció en el período jurásico, hace unos doscientos millones de años. Scheuchzer estaba decidido a probar que los fósiles eran los huesos de víctimas de la inundación bíblica y tenía numerosos discípulos que se hacían llamar «inundacionistas» o «diluvianos». Dieciséis años después, en 1726, los «inundacionistas» salieron triunfantes al presentar Scheuchzer una prueba concluyente de la realidad de la inundación. La prueba era una piedra caliza procedente de las canteras de Oningen, en Baden, y contenía algunos restos indiscutiblemente humanoides, con un cráneo casi completo, una espina dorsal y un hueso pelviano. También el folleto que hablaba de ello fue un gran éxito de venta. Y también en esta ocasión el tiempo demostraría que Scheuchzer se había equivocado. Mucho después de su muerte se comprobó que su esqueleto de ser humano primitivo correspondía en realidad a un lagarto. Sin embargo, había tenido su utilidad. El folleto de Scheuchzer había dado pábulo a un debate general y aumentó el número de sus partidarios. La mayoría de ellos estaban de acuerdo con el arzobispo James Ussher, que en tiempos de Jacobo I había calculado que el mundo fue creado en el 4004 a. de C. Decía que había sumado todas las fechas que se citan en la Biblia y habían construido toda suerte de seres asombrosos utilizando los huesos y fragmentos que desenterraban, entre ellos un unicornio y un dragón. Pero algunos cayeron en la cuenta de que, a menudo, los fósiles encontrados a distintas profundidades eran muy diferentes unos de otros, lo cual parecía indicar que los seres podían cambiar de una edad a otra.


Scheuchzer murió en 1733, a la edad de 61 años, todavía totalmente convencido de que la Biblia contenía la historia completa de la creación. De hecho, la mayor parte del mundo cristiano de su tiempo estaba convencido de ello. Sin embargo, incluso en los comienzos del siglo XVIII, un hombre notable y genial había comprendido la verdad. Se llamaba Benoît de Maillet (1656-1738) y fue un diplomático y naturalista francés que realizó diversas campañas de estudio de la geología de los países donde trabajó. Su forma de pensar fue adelantada a su época, y su visión de las ciencias y de la religión estuvo a punto de costarle algún disgusto. Benoit de Maillet introdujo conceptos e ideas que posteriormente fueron analizados por otros naturalistas que buscaban respuestas en la naturaleza. Muchos de sus argumentos nos pueden parecer actualmente simplistas y equivocados, sin embargo otros fueron rompedores para su época y supusieron los primeros escalones hacia la comprensión del origen de la biodiversidad de nuestro planeta. En ese sentido sugirió un origen diferente a la Creación para la Tierra, apuntando que ésta, así como los organismos que la pueblan, evolucionó a lo largo de un largo período de tiempo. Benoît de Maillet nunca asistió a la universidad, pero recibió una excelente educación en temas clásicos. Sin embargo pronto empezó a mostrar gran afición por la geología y las ciencias naturales, aprovechando sus viajes para realizar diferentes estudios de campo. Su principal obra titulada “Telliamed”, que es su propio nombre “de Maillet” escrito al revés, es un intento de reconciliar su visión del mundo con la Iglesia Católica. Esta obra está muy alejada de una interpretación literal de las Escrituras, lo que explica que se publicara después de su muerte, en un intento de evitarse riesgos. Dentro de su visión del mundo empieza por mostrarnos que la Tierra no pudo ser creada en un instante porque los eventos que se observan en su corteza indican un lento progreso debido a procesos naturales. Llegó a esas conclusiones después de estudiar la geología de Egipto y otros países del Mediterráneo. Se basó fundamentalmente en la sedimentación, excluyendo otros procesos geológicos importantes como los agentes geomorfológicos, exceptuando la erosión. El texto parece moderno cuando trata la sedimentación, pero parece un relato fantástico cuando se ocupa de otros temas, ya que no acaba de entender las diferencias entre los principales tipos de rocas que componen la corteza terrestre.

Benoît de Maillet afirmó que las criaturas terrestres derivan de organismos acuáticos. Fue capaz de reconocer la verdadera naturaleza de los fósiles, al contemplar fósiles de organismos marinos incrustados en rocas sedimentarias situadas muy por encima del nivel del mar. No interpretó que los continentes podían elevarse, sino que afirmó que la Tierra tuvo que estar completamente cubierta por agua, tal como sugirió René Descartes (1596 – 1650), importante filósofo, matemático y físico francés, y como, poco a poco, el agua iba disminuyendo su profundidad. Calculó que el ritmo de bajada de las aguas era de unas 3 pulgadas por siglo, a partir de regiones que antes estaban inundadas y ahora se localizan sobre el nivel del mar. Extrapolando esto a la altura de las montañas calculó que la Tierra debía de tener unos 2.400 millones de años y que estuvo totalmente cubierta de agua hace unos 2.000 millones de años. A pesar de lo aparentemente disparatado de esta idea, contiene algunos aspectos novedosos e interesantes. Señaló la importancia de aquellos procesos que operan lentamente a lo largo de mucho tiempo sobre la formación del relieve del planeta. Introdujo la idea de que la Tierra debía de tener miles de millones de años de antigüedad, idea que tardó más de un siglo en ser aceptada. También es interesante su hipótesis de que los organismos terrestres proceden de otros acuáticos, aunque no atinó a establecer una línea evolutiva coherente. Introdujo también la idea de panspermia, aunque no le puso nombre, al postular que el espacio estaba lleno de esporas invisibles capaces de sembrar de vida en diferentes mundos. Quizás una de sus contribuciones más importantes, y que fue tenida en cuenta por naturalistas posteriores, sea la que dice que los estratos sedimentarios que se localizan en las zonas más profundas contienen restos de animales que hoy ya no se encuentran sobre nuestro planeta. En cuanto al origen del hombre afirmó que éste tenía un origen natural, como cualquier otro ser vivo, llegando a postular que derivaba de organismos marinos. Pero Benoît de Maillet decidió no publicar el libro mientras viviera, no fuese a perjudicar su reputación de funcionario del gobierno. Apareció once años después de su muerte, en 1749. Pero el manuscrito lo habían leído muchas personas cultas y había sido muy comentado. A Benoît de Maillet, cuyo nombre ha caído desgraciadamente en el olvido, se le debería considerar el verdadero creador de la teoría de la evolución.

François Marie Arouet, más conocido como Voltaire (1694 –1778) fue un escritor, historiador, filósofo y abogado francés que figura como uno de los principales representantes de la Ilustración, un período que enfatizó el poder de la razón humana, de la ciencia y el respeto hacia la humanidad. En 1746 Voltaire fue elegido miembro de la Academia francesa en la que ocupó el asiento con el enigmático número 33, que parece indicar una vinculación masónica. Voltaire alcanzó la celebridad gracias a sus escritos literarios y sobre todo filosóficos. Voltaire no ve oposición entre una sociedad alienante y un individuo oprimido, idea defendida por Jean-Jacques Rousseau, sino que cree en un sentimiento universal e innato de la justicia, que tiene que reflejarse en las leyes de todas las sociedades. La vida en común exige una convención, un «pacto social» para preservar el interés de cada uno. El instinto y la razón del individuo le lleva a respetar y promover tal pacto. El propósito de la moral es enseñarnos los principios de esta convivencia fructífera. La labor del hombre es tomar su destino en sus manos y mejorar su condición mediante la ciencia y la técnica, y embellecer su vida gracias a las artes. Como se ve, su filosofía práctica prescinde de Dios, aunque Voltaire no era ateo. Como el reloj presupone un relojero, el universo implica la existencia de un «eterno geómetra», ya que Voltaire era deísta. Sin embargo, no creía en la intervención divina en los asuntos humanos y denunciaba el providencialismo en su cuento filosófico Cándido o el optimismo(1759). Fue un ferviente opositor de la Iglesia católica, símbolo según él de la intolerancia y de la injusticia. Se empeñó en luchar contra los errores judiciales y en ayudar a sus víctimas. Voltaire se convierte en el modelo para la burguesía liberal y anticlerical y en la pesadilla de los religiosos. Asimismo Voltaire ha pasado a la Historia por acuñar el concepto de tolerancia religiosa. Fue un incansable luchador contra la intolerancia y la superstición y siempre defendió la convivencia pacífica entre personas de distintas creencias y religiones.


Sus escritos siempre se caracterizaron por la llaneza del lenguaje, huyendo de cualquier tipo de grandilocuencia. Maestro de la ironía, la utilizó siempre para defenderse de sus enemigos, de los que en ocasiones hacía burla demostrando en todo momento un finísimo sentido del humor. Son conocidas sus discrepancias con Montesquieu acerca del derecho de los pueblos a la guerra, y el despiadado modo que tenía de referirse a Rousseau, achacándole sensiblería e hipocresía. Pero contradiciendo su proclamada tolerancia, Voltaire se burló de la teoría de Benoît de Maillet, como también se burló de la idea de que los fósiles fuesen los restos de organismos prehistóricos. Opinaba, erróneamente, que los fósiles de peces encontrados en las montañas eran los restos de comida que habían dejado allí los viajeros. No intentó explicar por qué las espinas se habían fosilizado en lugar de pudrirse. Lamentablemente, el tipo de escepticismo de Voltaire estaba muy extendido a finales del siglo XVIII. No obstante, las cosas iban cambiando poco a poco. En 1780, un médico militar alemán, llamado Friedrich Hoffmann, estaba caminando por el interior de una mina de creta cerca de Maastricht, en Holanda, cuando vio un gigantesco cráneo de «dragón» incrustado en la creta. En realidad había descubierto el primer cráneo de dinosaurio. Hoffmann ordenó que sacaran el cráneo de  la mina y lo llevasen al museo Teyler de Haarlem, donde causó sensación. Hoffmann y sus colegas científicos decidieron que era un «saurio». Por desgracia, a Hoffmann se le había olvidado pedir permiso al propietario de la mina, un sacerdote llamado Godin, para sacar el cráneo. Godin entabló una demanda para que se lo devolvieran y la ganó. Al verse privado de aquel descubrimiento, que hacía época, Hoffmann se sumió en una depresión y murió. Godin, que, por lo visto, era un personaje sumamente desagradable, guardó el cráneo bajo llave y se negó a permitir que los científicos lo examinasen. Pero en 1794 los franceses invadieron el país y, con gran disgusto de Godin, se apoderaron del cráneo, aunque su propietario hizo cuanto pudo por esconderlo. Los franceses lo mandaron al Jardin des Plantes de París, donde lo estudió el gran naturalista Georges Cuvier.

Georges Léopold Chrétien Frédéric Dagobert Cuvier, barón de Cuvier (1769 –1832) fue un gran naturalista francés. Fue el primer gran promotor de la anatomía comparada y de la paleontología. Ocupó diferentes puestos de importancia en la educación nacional francesa en la época de Napoleón y, tras la restauración de los Borbones, fue nombrado profesor de anatomía comparada del Museo Nacional de Historia Natural de Francia, en París. Partiendo de su concepción funcional del organismo, Cuvier investigó la permanencia de las grandes funciones fisiológicas en la diversidad de las especies. Este “principio de correlación” actuaba como hilo conductor tanto de la anatomía comparada como de la paleontología. Así -señalaba Cuvier- la depredación implica un cierto tipo de dentición, un tubo digestivo capaz de asimilar la carne y miembros que permitan una locomoción adaptada a esa dieta. Cuvier fue el primer naturalista en clasificar el reino animal desde el punto de vista estructural o morfológico que, no obstante, estaba completamente subordinado a la función. Su obra más importante fue elRegne animal distribué d’après son organisation (“Reino animal distribuido a partir de su organización“), que apareció en cuatro volúmenes en su primera edición en 1817 y en cinco a partir de la segunda edición (1829-1830). Cuvier defendió el principio según el cual, teniendo en cuenta los datos proporcionados por la anatomía comparada, los animales debían ser agrupados en cuatro planes estructurales de organización (embranchements): vertebrados, moluscos, articulados y radiados. Cada uno de estos grupos se definía por una disposición particular de los sistemas esenciales, entre los cuales se encontraban, fundamentalmente, los núcleos vitales, a saber, el cerebro y el aparato circulatorio. El resto de los órganos puede variar dentro de cada plan corporal, siempre respetando el principio de correlación. Cuvier se oponía radicalmente al gradualismo, por lo que estos planes eran considerados irreductibles entre sí. Tanto su funcionalismo como su defensa de esta irreductibilidad le condujeron a una célebre polémica con Geoffroy Saint-Hilaire. Cuvier jugó un papel crucial en el desarrollo de la paleontología. Gracias a su principio de correlación fue capaz de reconstruir los esqueletos completos de animales fósiles.

Partiendo de sus observaciones paleontológicas, Cuvier elaboró una historia de la Tierra fundamentada en el fijismo y el catastrofismo. Así, concibió la historia geológica como una historia puntuada por revoluciones o catástrofes. En tales períodos se habría producido la extinción de las especies hasta entonces existentes y su sustitución por otras. Estas nuevas especies procederían de otras regiones del planeta que se habrían salvado de la catástrofe. Así explicaba Cuvier los vacíos estratigráficos del registro fósil, que no parecían permitir la inferencia de una continuidad de las formas orgánicas. Desde la perspectiva del catastrofismo, la edad de la Tierra no necesitaba ser excesivamente prolongada. De ahí que Cuvier abogara por sólo 6.000 años de antigüedad, lo que le enfrentó a Charles Lyell, cuyo gradualismorequería millones de años. Esta defensa de la constancia de las especies y su oposición algradualismo enfrentaron a Cuvier con la corriente transformista iniciada por Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, y desarrollada ampliamente por Jean-Baptiste Lamarck. Después del hallazgo del dinosaurio, por parte de Friedrich Hoffmann, todo el mundo se puso a excavar en busca de dinosaurios y se desenterraron muchos huesos antiguos. Cuvier se convirtió en el gran experto en especies extintas y se jactaba de poder reconstruir un esqueleto entero partiendo de un solo hueso. Pero ¿cómo habían desaparecido todas aquellas especies de la faz de la Tierra? Según Cuvier, que tomó la teoría prestada de su predecesor, el conde de Buffon, la respuesta era que la Tierra había sufrido una serie de grandes catástrofes, tales como inundaciones y terremotos, que habían exterminado a especies enteras. Entonces la naturaleza tuvo que empezar otra vez desde el principio. El hombre y su primo, el mono, habían sido fruto de la última etapa de creación, desde la última catástrofe… Esto significaba que Cuvier se oponía totalmente a la teoría de la evolución de Benoît de Maillet, que empezaba a gozar de popularidad entre muchos científicos jóvenes como, por ejemplo, Geoffroy Saint-Hilaire. Las especies no «evolucionaron», sino que fueron creadas y luego aniquiladas por las catástrofes, como el dragón que descubriera Hoffmann. Después de explorar varias minas británicas, un joven inglés llamado William Smith anunció que había identificado no menos de treinta y dos «capas» que contenían fósiles y a las que dio nombres tales como «carbonífera», «cretácea» y«devónica» . Y estas capas estaban definidas de manera muy clara. No se encontraban fósiles devónicos en la capa carbonífera. Eso parecía significar que cada época geológica terminó bruscamente, con una catástrofe. La Ciencia se estaba empezando a aproximar a la realidad.


Es cierto que Cuvier se sintió preocupado durante un tiempo por un descubrimiento que hizo uno de sus discípulos más fieles, el barón Ernst Schlotheim, en 1820. Mientras buscaba entre huesos de mamut en Turingia, Alemania, Schlotheim encontró dientes humanos. Según Cuvier, eso era imposible porque los mamuts pertenecían a la última era de la creación. Cuvier explicó en son tranquilizador que probablemente algún sepulturero había enterrado un cadáver en un suelo perteneciente a la era antediluviana. Schlotheim profirió un suspiro de alivio, ya que era demasiado viejo para empezar a cambiar de parecer. Otros dos lotes de restos humanos aparecieron entre huesos de animales extintos. Y de nuevo Schlotheim se dejó persuadir de que era un fenómeno anormal. Pero en 1823 se halló un esqueleto humano, sin cabeza, en estratos antiguos de Paviland, en el País de Gales. Como la tierra arcillosa lo había manchado de rojo, lo llamaron la Dama Roja de Paviland. Aunque de hecho resultó que era un esqueleto de hombre. Inspirado por el hallazgo, un clérigo llamado McEnery encontró herramientas antiguas entre huesos de mamut en Kent’s Cavern, en Devon. Este hallazgo debería haber convencido a Cuvier de que estaba equivocado. Pero Cuvier quitó importancia a los descubrimientos, como si fueran fruto de la casualidad. No cabe duda de que Cuvier era un gran científico, pero también, como por desgracia ha pasado con tantos científicos, era un dogmático que destruyó la carrera de su colega, el profesor Jean-Baptiste Lamarck, evolucionista que no sólo creía que las especies evolucionan gradualmente, sino que evolucionan porque quieren. Cuvier tuvo la suerte de morir en 1832, justo antes de que la ciencia de la geología desacreditara temporalmente sus teorías catastrofistas, ya que justamente era la parte de su teoría que se demostraría cierta . El responsable de este descredito de sus teorías catastrofistas fue un abogado, que   era también un entusiasta del estudio de la geología, Charles Lyell (1797 – 1875), abogado y geólogo británico, y uno de los fundadores de la Geología moderna. Después de diez años de estudiar detenidamente la corteza de la Tierra, sacó la conclusión de que la cronología del arzobispo Ussher, que todavía aceptaban millones de cristianos, era absurdamente errónea y que la Tierra se había formado a lo largo de millones de años.

Dada esta escala de tiempo, que también se demostró cierta, opinaba que no había ninguna necesidad de catástrofes que levantaran montañas e inundasen valles. Todo podía explicarse diciendo que era resultado de la lenta erosión. Su obraPrincipios de geología (1830-1833) fue uno de los libros más trascendentales de la historia de la ciencia. Lyell sacó la conclusión de que la inundación de que habla la Biblia era un hecho real, pero que la había provocado la licuefacción del hielo al finalizar la última de las grandes glaciaciones, hace unos quince mil años. Los glaciares habían labrado lentamente los paisajes a lo largo de cientos de miles de años. Y los fósiles de peces encontrados en las montañas habían estado en otro tiempo en el fondo de mares prehistóricos. Lyell encontró oposición por parte de los catastrofistas, los diluvianos y los fundamentalistas religiosos, pero sus puntos de vista acabaron imponiéndose poco a poco. La teoría de la historia de la Tierra, que aparecería gradualmente a lo largo de los siguientes años, nos dice que nuestra Tierra existe desde hace unos cuatro mil millones y medio de años, pero durante los primeros mil millones fue una bola incandescente que se enfrió paulatinamente. En algún momento de los siguientes mil millones de años se desarrollaron los primeros organismos vivos en los mares calientes. Eran células diminutas que no nacían ni morían. Los primeros fósiles corresponden a estos organismos unicelulares que datan de hace tres mil millones y medio de años. Hace sólo 630 millones de años, aparecen los primeros organismos verdaderamente vivos, organismos que pueden reproducirse y que pueden permitirse morir. La vida creó su método de pasar la antorcha a la siguiente generación, que haría frente de nuevo a todos los viejos problemas. Pasaron otros cuarenta millones de años antes de que aparecieran en los mares los primeros organismos invertebrados, como, por ejemplo, los trilobites. Es   el período denominado cámbrico, hace unos 590 millones de años, y fue también el período de los primeros peces (para más información, ver artículo “Eras geológicas de la Tierra“). Algunas de las primeras plantas hicieron igualmente su aparición en tierra.

En el período devónico, hace unos 408 millones de años, los peces que encontraban el mar demasiado   peligroso empezaron a salir a tierra y a convertirse en anfibios al transformarse las aletas en patas. Los reptiles aparecieron en los períodos carboníferos, 40 millones de años más tarde. Este primer gran período de la historia de la Tierra, llamado era paleozoica, terminó con la era pérmica, hace 286 millones de años. El segundo de los tres grandes períodos, el mesozoico, es la era de los mamíferos, luego de los dinosaurios, y se extiende desde hace unos 250 millones de años a hace sólo 65 millones.   Ahora también sabemos que la teoría catastrofista de Buffon y Cuvier no era del todo incorrecta. Parece ser que algún objeto grande procedente del espacio exterior chocó con la Tierra hace 65 millones de años y destruyó el 75 por ciento de los seres que vivían en ella, entre ellos los dinosaurios. Fuera lo que fuese, tal vez un inmenso meteoro, tal vez un cometa, o tal vez incluso un asteroide, probablemente llenó la atmósfera de vapor e hizo que la temperatura subiera lo suficiente para acabar con la mayoría de los seres grandes. De no ser por esta catástrofe, parece que sería poco probable que existieran ahora seres humanos. Aunque existen algunas evidencias no oficiales de que, ya en aquella remota época, existían seres humanos. A los comienzos de la tercera gran era de la historia de la Tierra, la denominada cenozoica, existía un cálido y húmedo mundo de vastas junglas tropicales que llegaba hasta el interior de la Europa septentrional. Sin los grandes depredadores carnívoros, como, por ejemplo, el tiranosaurio rex y los gigantescos murciélagos dentados, era un lugar bastante plácido, con pájaros de pluma, y roedores parecidos a la ardilla que saltaban de árbol en árbol y se alimentaban de larvas y huevos de pájaro. Estos roedores no ponían huevos, sino que eran vivíparos y criaban y protegían a sus crías, con lo cual incrementaban la tasa de supervivencia.


A mediados de la era cretácea, que empezó hace alrededor de 144 millones de años, apareció un ser minúsculo semejante a la musaraña que probablemente vivía en las raíces de los árboles y comía insectos. Las musarañas son animalillos de ferocidad increíble, parecidos a diminutos ratones. Su corazón da 800 latidos por minuto y lo que comen diariamente equivale a varias veces el peso de su propio cuerpo, ya que al ser tan minúsculos no pueden retener el calor. En la pacífica era cenozoica que siguió a la cretácea, estas musarañas tenían ya la confianza suficiente para subirse a los árboles, donde comían semillas y hojas tiernas y un nuevo elemento evolutivo llamado «fruta». En los árboles   les salió una «mano», dotada de pulgar y cuatro dedos, que les permitía agarrarse a las ramas. Las musarañas fueron exterminadas en gran número por sus primos los roedores, que tenían unos dientes que nunca dejaban de crecer, por lo que nunca se desgastaban. Pero sobrevivieron en África, o mejor dicho en el inmenso continente que a la sazón abarcaba África y América del Sur, y se convirtieron en monos, con ojos colocados uno al lado del otro, en vez de a ambos lados de la cabeza, gracias a lo cual calculaban mejor las distancias. Los seres humanos parece que somos descendientes de esta musaraña arborícola. Una gran revolución del pensamiento humano se produjo porque, en diciembre de 1831, un joven naturalista que se llamaba Charles Darwin zarpó con destino a América del Sur en un barco llamado Beagle. Curiosamente, el objetivo principal del viaje era llevar de vuelta a su país a tres nativos de piel oscura de la Tierra del Fuego, situada frente a la costa de América del Sur.

Charles Robert Darwin (1809 – 1882) fue un naturalista inglés que postuló que todas las especies de seres vivos han evolucionado con el tiempo a partir de un antepasado común mediante un proceso denominado selección natural. La evolución fue aceptada como un hecho, en vida de Darwin, por la comunidad científica y buena parte del público, mientras que su teoría de la evolución mediante selección natural no fue considerada como la explicación primaria del proceso evolutivo hasta la década de 1930. Actualmente constituye la base de la síntesis evolutiva moderna. Con sus modificaciones, los descubrimientos científicos de Darwin aún siguen siendo el acta fundacional de la biología como ciencia, puesto que constituyen una explicación lógica que unifica las observaciones sobre la diversidad de la vida. Con apenas 16 años Darwin ingresó en la Universidad de Edimburgo, aunque paulatinamente fue dejando de lado sus estudios de medicina para dedicarse a la investigación de los invertebrados marinos. Posteriormente, la Universidad de Cambridge dio alas a su pasión por las ciencias naturales. Intrigado por la distribución geográfica de la vida salvaje y por los fósiles que recolectó en su periplo, Darwin investigó sobre el hecho de la transmutación de las especies y concibió su teoría de la selección natural en 1838. Aunque discutió sus ideas con algunos naturalistas, necesitaba tiempo para realizar una investigación exhaustiva, y sus trabajos geológicos tenían prioridad. Se encontraba redactando su teoría en 1858 cuando Alfred Russel Wallace le envió un ensayo que describía la misma idea, urgiéndole Darwin a realizar una publicación conjunta de ambas teorías. Su obra fundamental, El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas preferidas en la lucha por la vida, publicada en 1859, estableció que la explicación de la diversidad que se observa en la naturaleza se debe a las modificaciones acumuladas por la evolución a lo largo de las sucesivas generaciones. Trató la evolución humana y la selección natural en su obra El origen del hombre y de la selección en relación al sexo y posteriormente en La expresión de las emociones en los animales y en el hombre. También dedicó una serie de publicaciones a sus investigaciones en botánica, y su última obra abordó el tema de los vermes terrestres (un tipo de gusano) y sus efectos en la formación del suelo. Dos semanas antes de morir publicó un último y breve trabajo sobre un bivalvo diminuto encontrado en las patas de un escarabajo de agua en los Midlands ingleses. Dicho ejemplar le fue enviado por Walter Drawbridge Crick, abuelo paterno de Francis Crick, codescubridor junto a James Dewey Watson de la estructura molecular del ADN en 1953. Como reconocimiento a la excepcionalidad de sus trabajos, Darwin fue uno de los cinco personajes del siglo XIX no pertenecientes a la realeza del Reino Unido honrado con funerales de Estado, siendo sepultado en la Abadía de Westminster, próximo a John Herschel e Isaac Newton.

Volviendo al viaje de Darwin, el capitán del Beagle, Robert Fitzroy, un cristiano devoto pero partidario de la esclavitud, había comprado los tres nativos a bajo precio y pensaba utilizarlos como sirvientes no retribuidos en Inglaterra. Uno de los nativos era una muchacha pubescente y Fitzroy la había comprado porque no le gustaba nada verla andar desnuda. Por desgracia, durante la travesía marítima se había aprobado una ley contra la esclavitud y, al llegar a puerto, le ordenaron con indignación que los llevara de vuelta a su tierra. Y para que la expedición tuviera algún objetivo práctico, el ministro del interior decretó que les acompañara un científico que estudiaría la flora y la fauna sudamericanas. Al hombre elegido se le tenía por un fracasado en la vida. A sus 22 años de edad, Charles Darwin era un estudiante de medicina fracasado y también un clérigo fracasado. Luego comprobó que disfrutaba con la zoología y la botánica, por lo que su profesor de Cambridge le recomendó para cubrir el puesto en el Beagle. Dio la casualidad de que Darwin era también un buen liberal, que en aquel tiempo se llamaban whigs, y se mostró totalmente de acuerdo en que había que devolver a los tres nativos a su tierra. El capitán era un conservador de toda la vida y dijo al joven científico que era un sentimental. La carrera de la vida la ganaban los más sanos y rápidos. Los fuertes sobrevivían, los débiles morían. Darwin no estaba seguro de que le gustase tal teoría. Pero la verdad es que su abuelo Erasmus Darwin había escrito un largo poema titulado The Temple of Nature   (1803), en el que argüía que toda la vida había tenido su origen en los mares. Luego había pasado a la   Tierra, donde a los peces les habían salido extremidades y se habían convertido en mamíferos. Así que, tal vez, el capitán Fitzroy tuviese razón. Quizá la competencia era la causa de que la especie mejorase lentamente. El regreso de los tres nativos a la Tierra del Fuego reforzó su opinión. Uno de ellos, un joven al que habían puesto el nombre de York Minster, era fuerte y dominante y tardó poco en sentirse a gusto entre sus hermanos salvajes. Pronto se olvidó de sus costumbres civilizadas y empezó a andar desnudo, lo cual disgustaba a un misionero llamado Matthews, al que habían enviado con el encargo de tratar de convertir a los nativos. También andaba desnuda la muchacha pubescente, a la que Fitzroy había dado el nombre de Fuegia. Pero el más joven y delicado de los nativos, al que llamaban Jemmy Button, era maltratado y golpeado y con los ojos llenos de lágrimas suplicó que le permitieran volver al Beagle. 


El capitán se vio obligado a decirle que no y cuando el Beagle se hizo a la mar resultaba más que obvio que Jemmy Button, al no estar protegido por las barreras artificiales de la civilización, iba a tener una vida muy dura. Lo mismo le ocurriría a Fuegia. Diez años después, un barco lleno de cazadores de focas hizo escala en la isla y Fuegia se apresuró a subir a bordo para reanudar el trato con los hombres blancos. A éstos les costó creer que la suerte les sonriera de aquel modo y la violaron repetidamente hasta que la muchacha cayó agotada y estuvo a punto de morir. La siguiente vez que la vieron unos observadores británicos, parecía una vieja. Darwin nunca se enteró de lo ocurrido, pero, de haber llegado a sus oídos, hubiera aumentado su convencimiento de que la naturaleza no había sido creada de acuerdo con principios liberales. Mientras estudiaba la flora y la fauna de Patagonia, Darwin encontró señales, a su parecer inconfundibles, de que Cuvier, que aún vivía, se equivocaba en lo de las catástrofes. Encontró los huesos de seres extintos como, por ejemplo, megaterios (perezosos gigantes) ytoxodontes, pero vio animales igualmente «prehistóricos», tales como armadillos y osos hormigueros que seguían vivos. También encontró huesos de llamas extintas y vio ejemplares vivos de unas llamas extrañamente parecidas a las que llamaban «guanacos». Las llamas extintas eran más pequeñas. Pero le pareció poco verosímil que Dios, o la naturaleza, hubiese exterminado a las llamas antiguas y luego se hubiera tomado la molestia de crear otras mayores. ¿No parecía más probable que los guanacos hubieran evolucionado a partir de sus antepasadas extintas? Fue al cabo de una docena de años, ya de vuelta en Inglaterra, cuando Darwin encontró un libro que una vez más le hizo pensar en la falta de piedad de la naturaleza cuando la dejaban hacer. El libro se titulaba Ensayo sobre el principio de la población (1798), que era obra del reverendo Thomas Malthus (1766 – 1834), clérigo anglicano y erudito británico, y que examinaba la historia con ojos claramente pesimistas. La sociedad no asciende hacia la prosperidad y el liberalismo, porque la prosperidad da lugar a que sobrevivan más bebés, y el aumento de la población pronto sobrepasa al aumento de la prosperidad. La sociedad no va hacia arriba, sino hacia abajo. Más adelante Malthus argüía que si queremos hacer algo para resolver el problema, nosotros mismos debemos tratar de controlar la población. Pero en la naturaleza, por supuesto, no hay nadie que controle el crecimiento. Así que se produce una explosión demográfica y los más débiles mueren de inanición.

Darwin reconoció que la verdad era que si cada pareja de mamíferos, aves o peces, produce más de dos vástagos y éstos también producen más de dos vástagos, la explosión demográfica resultante cubriría hasta el último centímetro habitable de la Tierra en el plazo de unas cuantas generaciones. La  muerte es el medio que emplea la naturaleza para impedir que la Tierra se vea desbordada. Empezó a criar animales -perros, conejos, pollos, palomas- y durante veinte años estudió las variaciones que se producían de una generación a otra. Eran muchas más de las que había sospechado. Sus dudas se disiparon. Ahora tenía un mecanismo que explicaba la evolución. La naturaleza producía variaciones.   Las especies útiles sobrevivían, las inútiles se extinguían. De modo que, tal como supusiera su abuelo, había un cambio y una mejora constantes, al seguir reproduciéndose y multiplicándose las variaciones útiles. Darwin no tenía ninguna prisa por dar a conocer estas conclusiones revolucionarias. Se consideraba a sí mismo un buen cristiano y era consciente de que los resultados de sus estudios equivalían a un rechazo decisivo del Libro del Génesis (ver artículo “Evolucionismo o Creacionismo, ¿dónde está la verdad?“). Así que continuó batallando con una vasta obra que esperaba se publicara después de su muerte. Entonces, en 1857 , estalló la bomba. Una carta de otro zoólogo, un ex maestro de escuela llamado Alfred Russell Wallace (1823 –1913), naturalista, explorador, geógrafo, antropólogo y biólogo británico, presentaba, en líneas generales, una teoría virtualmente idéntica a la suya. Darwin quedó anonadado y le pareció que había malgastado un cuarto de siglo de trabajo. Pensó que sería injusto si se interponía en el camino de Wallace. Pidió consejo a sir Charles Lyell, el autor de Principios de geología. Lyell le aconsejó que lo publicase simultáneamente al trabajo de Wallace, con un breve resumen de sus propias ideas. Así lo hizo Darwin en la revista de la Linnaean Society. Luego emprendió la tarea de condensar la inmensa obra que había estado escribiendo durante años. Le llevó trece meses y se tituló El origen de las especies por medio de la selección natural. Al publicarse, en noviembre de 1859, provocó el mayor escándalo intelectual del siglo XIX. Saltaba a la vista que se trataba de un libro muy serio que presentaba una abrumadora masa de datos. Sin embargo, sus conclusiones eran claramente contrarias a todos los principios religiosos que había tenido el hombre desde el comienzo de los tiempos. La diversidad de la naturaleza no era obra de Dios, o de los dioses, sino fruto de un sencillo principio mecánico: la supervivencia de los mejor dotados. No se mencionaba al hombre para nada -excepto un un breve comentario en la conclusión ,en el sentido de que «se arrojará luz sobre el origen del hombre y su historia».

Pero los puntos de vista de Darwin sobre ese tema resultaban claros en el resto de su libro. El hombre   no estaba «hecho a imagen de Dios» y no tenía ningún lugar singular en la naturaleza. Era un animal como los otros, ni más ni menos, y probablemente descendía de algún tipo de mono. El científico Thomas Henry Huxley, que escribió su reseña para The Times, lo calificó de obra maestra. Thomas Henry Huxley (1825 – 1895) fue un biólogo británico, conocido como el Bulldog de Darwin por su defensa de la teoría de la evolución de Charles Darwin. Su famoso debate en 1860 con el obispo de Oxford, Samuel Wilberforce, fue un momento clave en la aceptación más amplia de la evolución, y para su propia carrera. Allí deslizó su mordaz frase “prefiero descender de un simio antes que de un obtuso como usted” cuando el obispo le preguntó si era heredero del mono por parte materna o paterna; aunque no está recogido lo que respondió de forma exacta, contestó algo así: “Si tuviera que elegir por antepasado entre un pobre mono y un hombre magníficamente dotado por la naturaleza y de gran influencia, que utiliza sus dones para ridiculizar una discusión científica y para desacreditar a quienes buscaran humildemente la verdad, preferiría descender del mono“. Se dice que el impacto de las palabras fue tal, que una señora presente en la sala se desmayó. Wilberforce fue entrenado por Richard Owen, con quien Huxley había debatido sobre si el hombre estaba estrechamente relacionado con los monos. Huxley aceptó lentamente algunas ideas de Darwin, como la del gradualismo. Y aunque no estaba muy decidido sobre la selección natural, apoyó públicamente a Darwin. Fue instrumental en el desarrollo de la educación científica en Gran Bretaña, y peleó en contra de las versiones más extremas de la tradición religiosa. Huxley usó el término ‘agnóstico‘ para describir su propia visión de la religión, un término cuyo uso ha sido continuado hasta la actualidad. Huxley se autoformó en casi todo lo que sabía. Brillantemente, se convirtió en quizás el mejor anatomista comparativo de la segunda mitad del siglo XIX. Trabajó primero con invertebrados, clarificando las relaciones entre grupos que previamente se conocían poco. Más tarde, trabajó con vertebrados, especialmente en la relación entre el hombre y los monos. Otra de sus conclusiones importantes fue que las aves evolucionaron de los dinosaurios, mayormente, los carnívoros pequeños (Theropoda). Esta idea es apoyada ampliamente hoy en día. Su trabajo en la anatomía ha sido eclipsado por su apoyo controvertido a favor de la evolución, y por su extenso trabajo público en la educación científica, que han tenido un efecto significativo en la sociedad británica y en todo el mundo.


Nos resulta difícil comprender el efecto que tuvieron estos puntos de vista evolucionistas. Es verdad que Maillet, Erasmus Darwin y Lamarck ya habían bosquejado algunas teorías de la evolución. Pero la obra de Darwin no equivalía a una teoría. Tuvo todo el efecto brutal de un hecho científico innegable. Y su autor parecía estar diciéndole al mundo que todos sus credos religiosos eran estupideces. No había ninguna necesidad de que Dios interviniera en la naturaleza. Ésta era una máquina gigantesca que producía especies nuevas. Pero el propio Darwin se oponía a esta interpretación «sin alma» de sus ideas. Después de todo, una máquina de este tipo la habría hecho alguien. Darwin creía que sencillamente había descubierto cómo funcionan los mecanismos de la evolución. De manera intencionada o no, Darwin había provocado el cambio intelectual más grande de la historia de la raza humana. El hombre siempre había partido de la base de que él era el centro del universo y de que había sido creado por los dioses. Escudriñaba los cielos giratorios en busca de alguna señal del designio divino y escudriñaba la naturaleza en busca de los oscuros jeroglíficos que revelaran la voluntad de los dioses. Ahora Darwin le estaba diciendo que todo esto era una ilusión óptica. El mundo era simplemente lo que parecía ser. Consistía en cosas y no en significados ocultos. A partir de ahora, el hombre tenía que aceptar que estaba solo. ¿Y cuál era este «origen el hombre y su historia» sobre el cual Darwin prometía arrojar un poco de luz? Ahora que la mayoría de los biólogos eran darwinianos, no había excusa para la vaguedad y la imprecisión. De hecho, Darwin tenía el convencimiento de que los arqueólogos encontrarían los huesos de un ser que estaría a medio camino entre el mono y el hombre. En 1871 lo bautizó con el nombre de «el eslabón perdido». En 1908, veintiséis años después de la muerte de Darwin, pareció cumplirse su profecía cuando un hombre llamado Charles Dawson anunció que había encontrado fragmentos de un cráneo humano antiguo en un lugar llamado Piltdown, en East Sussex. Más adelante, Dawson y otros dos geólogos encontraron una mandíbula inferior que era decididamente simiesca y encajaba en el cráneo. Lo llamaron «el hombre de Piltdown» o «el hombre del alba» y Dawson se hizo famoso.

Sin embargo, los científicos estaban perplejos. El desarrollo del «hombre antiguo» era básicamente el   desarrollo de su cerebro y, por tanto, de su cráneo. El hombre de Piltdown tenía el cráneo muy desarrollado. En tal caso, ¿por qué era su mandíbula tan simiesca? La respuesta fue que era realmente   una mandíbula de mono. En 1953, mucho tiempo después de la muerte de Dawson, el análisis de la fluorina del hombre de Piltdown reveló que se trataba de un engaño. El cráneo tenía una antigüedad de “sólo” 50.000 años, mientras que la mandíbula era de un orangután o de un chimpancé. Ambas habían sido teñidas con sulfato de hierro y pigmento para que pareciesen iguales. En realidad, ya en 1856, sólo siete años después de publicarse El origen de las especies, pareció que se había encontrado el primer hombre. A unos cuantos kilómetros de Düsseldorf hay un pequeño valle que se llama Neander, (valle de Neander = Neanderthal en alemán), en honor de un compositor. Tiene paredes de piedra caliza y unos hombres que trabajaban en la extracción de la misma descubrieron unos huesos tan pesados y bastos que supusieron que habían encontrado un esqueleto de oso. Pero un maestro de escuela del lugar, un tal Johann Fuhlrott, los vio y en seguida supo que no se trataba de un oso, sino de los restos de un ser humano simiesco, de frente baja y deprimida, y casi sin mentón. Curiosamente,   el cerebro de aquel ser era mayor que el del hombre moderno. Pero la curvatura de los fémures sugería que en otro tiempo había andado con el cuerpo encogido. ¿Era posible que aquel ser fuese el antepasado más antiguo del hombre? Los sabios dijeron que no. La mayoría de ellos eran discípulos de Cuvier y uno incluso sugirió que el esqueleto era de un cosaco que había perseguido a Napoleón desde Rusia en 1814. Y el gran Rudolf Virchow, fundador de la patología celular, opinó que el esqueleto pertenecía a un idiota. Durante un tiempo Fuhlrott, el maestro de escuela, se sintió totalmente descorazonado. Luego sir Charles Lyell intervino y anunció que el «idiota» era en verdad un ser humano primitivo. Y aunque Virchow se negó a reconocer su error, a lo largo de los veinticinco años siguientes se hicieron descubrimientos que borraron toda duda de que el hombre de Neandertal fuera un ser humano primitivo. Así que, al parecer, se trataba del «eslabón perdido» o de lo que Haeckel, el discípulo de Darwin, prefería llamar «pitecántropo» u hombre mono. ¿O no? Sin duda cabía esperar que el hombre mono tuviese un cerebro mucho más pequeño que el hombre moderno en vez de uno mayor. En tal caso, el hombre de Neandertal tenía que ser bastante reciente, aproximadamente durante los últimos cien mil años.

El siguiente paso decisivo en la búsqueda del hombre antiguo lo dieron los franceses. Pero no fueron los profesores de geología de París, que aún creían que, como afirmaba Cuvier, el hombre era una creación reciente, sino dos aficionados notables, como ha sucedido tantas veces en la historia de la paleontología, antropología y arqueología. Descubrieron la existencia del antepasado directo del hombre moderno: el hombre de Cromañón. Todo empezó en el decenio de 1820, cuando un abogado francés que se llamaba Édouard Lartet y vivía en el pueblo de Gers, en el sur de Francia, se sintió intrigado por un diente enorme que le llevó un agricultor del lugar. Lartet consultó un libro de Cuvier y descubrió que era un diente de mamut. Según Cuvier, los mamuts se habían extinguido mucho antes de que el hombre apareciese en la Tierra. ¿Qué hacía, pues, un diente de mamut cerca de la superficie? Lartet empezó a excavar y en 1837 encontró algunos huesos y fragmentos de cráneo de un   ser simiesco que databan de mediados del período terciario, tal vez de hace quince millones de años. Más adelante se identificarían como pertenecientes a un driopiteco, al que algunos científicos modernos consideran el antepasado original del hombre. Lartet cayó bajo la influencia de un aduanero y dramaturgo llamado Boucher de Crèvecoeur de Perthes, que vivía en Abbeville, a orillas del Somme, y que estaba convencido de que aquel hombre databa de la era terciaria, hace más de dos millones de años. Tanto Lartet como Boucher de Perthes buscaron yacimientos terciarios, pero no dieron con ninguno. Pero Boucher de Perthes se hallaba excavando en Picardía y encontró gran número de huesos de animales antiguos, así como hachas de mano, raspadores y punzones que obviamente habían sido fabricados por el hombre. Al mostrárselos a los profesores de geología, le explicaron en tono condescendiente que no eran herramientas hechas por el hombre, sino pedazos de sílice endurecido que sencillamente parecían herramientas. Pero Boucher se salvó de caer en el desánimo al recibir una visita de Charles Lyell, que dijo no tener la menor duda de que las hachas de mano eran obra del hombre. Fue una bofetada para los discípulos de Cuvier, ya que el más eminente de todos los geólogos modernos, Charles Lyell, había declarado que alguna forma de «fósil humano» había existido realmente durante decenas de miles de años, en tiempos del mamut, el tigre de dientes de sable y el oso cavernícola. Era la segunda vez que Lyell afirmaba algo que le valió ocupar un lugar importante en la historia de la ciencia. El inglés prudente, que había aconsejado a Darwin que no concediera demasiada importancia a la ascendencia del hombre, dio ahora un ímpetu decisivo a la ciencia del hombre antiguo.


El problema de Boucher era su vaguedad , que hacía perder la paciencia incluso a Lyell. A pesar de ello, Boucher hizo descubrimientos de importancia incalculable. Sin embargo, fue su colaborador, Lartet, quien hizo el descubrimiento más interesante hasta el momento. Lartet, que ahora era financiado por un industrial inglés llamado Henry Christy y podía dedicar todo su tiempo a las investigaciones, abandonó las capas terciarias y empezó a estudiar la era siguiente, el pleistoceno o edad glacial. En septiembre de 1860 encontró un montón de residuos de cocina primitivos en Massat, en el departamento del Ariège, entre los cuales había un asta de venado en la que aparecía grabado un   oso cavernícola. Al parecer el hombre antiguo era un artista,. Veinte años antes, un tal Brouillette encontró un hueso en el que estaban grabadas dos hembras de gamo. Pero los científicos lo habían rechazado diciendo que era obra de niños. Pero el asta que había encontrado Lartet estaba en una capa totalmente inexplorada. El mundo de los eruditos se vio ahora obligado a tomarle en serio. Seguidamente se trasladó al valle del río Vézère, en Dordoña. Este valle fue tan importante para la prehistoria como el Valle de los Reyes lo fue para la egiptología. En 1864 Lartet encontró un colmillo de mamut en el que había señales de un hacha de mano, lo cual era prueba concluyente de que el hombre fue contemporáneo del mamut. En 1868 Lartet oyó hablar de un nuevo descubrimiento que se había hecho en el valle del Vézère, en una cueva que había aparecido durante las obras de construcción de un ferrocarril, cerca del pueblo de Les Eyzies. En un lugar llamado Cromañón. Lartet   envió a su hijo Louis a echar un vistazo. Louis dijo que sin duda era el mayor descubrimiento que se había hecho hasta entonces. La cueva estaba llena de artefactos de sus antiguos ocupantes. Pero lo que era más importante, contenía esqueletos. Y un cráneo que hallaron en la parte de atrás de la cueva era virtualmente idéntico a cualquiera de los cráneos que podían encontrarse en un cementerio actual,   con una cavidad grande para el cerebro y el mentón prominente del hombre moderno. Puede que tenga un significado siniestro que esta morada del hombre moderno fuera escenario de hechos violentos. Los seis seres humanos de Cromañón (Cro-Magnon), el hombre cuyo cráneo hemos descrito, tres hombres más jóvenes, una mujer y un bebé, habían muerto en circunstancias extrañas. El cráneo de la mujer presentaba una herida profunda que estaba en vías de curación. Pero parecía que la mujer había muerto al dar a luz el bebé. Cómo habían muerto ella y los demás no estaba claro: la cueva de Cromañón constituye el primer relato de detectives de la historia de la humanidad. Como de costumbre, los científicos no quisieron saber nada.

Dijeron que la cueva no era más que un lugar destinado a inhumaciones y que probablemente era más   o menos moderna. Pero su certeza empezó a tambalearse pronto cuando empezaron a aparecer esqueletos de Cromañón en otras partes que, obviamente, no eran lugares que se usaran para entierros. En una pared de una cueva de Les Combarelles había grabada una cara humana con barba. Todos los indicios hacían pensar que aquellas cuevas las ocupaban cazadores. Los hombres antiguos del valle del Vézère vivían de la caza de animales. Cerca del pueblo de Solutré se encontraron miles de huesos de caballos salvajes a los pies de un risco escarpado. Aparentemente los cazadores los habían perseguido hasta hacer que se metieran en una trampa y se precipitaran al vacío. En resumen, el antepasado directo del hombre no era el hombre de Neandertal, sino estos cazadores y artistas de Cromañón, cuyas mujeres llevaban adornos de marfil tallado y conchas. Quizá el descubrimiento del hombre de Cromañón se hubiese producido un decenio antes si un español llamado Marcelino de Sautuola hubiera mostrado más curiosidad. Hacia 1858, aunque no se conoce la fecha exacta, un perro perteneciente a don Marcelino, que vivía en Altamira, desapareció por una grieta del suelo cuando su dueño se encontraba cazando. Resultó que la grieta era la entrada de una cueva subterránea. Don Marcelino ordenó que la cerrasen porque era peligrosa. Unos veinte años más tarde,   después de asistir a la exposición de París en 1878 y de ver herramientas de la edad glacial, don Marcelino penetró en la cueva y empezó a excavar en busca de artefactos humanos. Encontró un hacha de mano y algunas puntas de flecha de piedra. Luego, un día, Maria, su hija de cinco años, entró en la cueva con él y profirió exclamaciones de entusiasmo. Acababa de ver imágenes de toros que embestían en las paredes, en una parte de la cueva cuyo techo era demasiado bajo para que su padre pudiese entrar en ella. El pigmento todavía estaba húmedo. Y esto sería la perdición de don Marcelino. Porque cuando dio a conocer su descubrimiento al mundo, los expertos dijeron que era un engaño. Don Marcelino murió convertido en un hombre amargado y decepcionado. Pero, al cabo de algunos años, uno de tales expertos, un hombre llamado Cartailhac, después de estudiar cuevas parecidas en Les Eyzies, se dio cuenta de que había sido muy injusto con don Marcelino y volvió corriendo con la intención de pedir disculpas. Maria de Sautola, que ahora era una anciana dama, no pudo hacer más que sonreír con tristeza y acompañarle hasta la tumba de don Marcelino. Más adelante se descubrieron muchas otras cuevas espectaculares en Lascaux, llenas de dibujos de bisontes, toros, caballos salvajes, osos, rinocerontes e incluso hombres que llevaban astas de ciervo en la cabeza. Resultaba obvio que estos últimos eran chamanes o magos y, al parecer, los dibujos tenían una finalidad mágica, tal vez para asegurarse de que la presa se viera atraída hacia los cazadores de la edad de piedra.

No obstante, el hombre de Neandertal seguía en la Tierra hace 50.000 años, cuando el hombre de Cromañón se hallaba celebrando sus ceremonias mágicas. El hecho de que el hombre de Neandertal se hubiera desvanecido de la historia mientras el hombre de Cromañón todavía estaba en sus inicios, sugiere la siniestra hipótesis de que lo había exterminado su primo artístico. Pero, ¿qué antigüedad tenía el hombre? Hasta el momento, los paleontólogos habían logrado constatar que los orígenes de la   humanidad se remontaban a cien mil años atrás, durante el pleistoceno. Una mandíbula descubierta muchos años después, en 1907, en un arenal cerca de Heidelberg, Alemania, hizo que la antigüedad de la historia del hombre retrocediera unos 150.000 años. Pero como no había duda de que no era «el eslabón perdido», el descubrimiento no contribuyó a esclarecer los comienzos de la historia del hombre. Sin embargo, a cada momento se encontraban cráneos humanos y artefactos en capas mucho   más antiguas, lo cual parecía justificar el convencimiento de Boucher de Perthes de que el hombre podía datar de la era terciaria. Por ejemplo, en 1866, en Calaveras County, California, el propietario de una mina, un tal Mattison, descubrió parte de un cráneo de tipo humano en una capa de grava situada cerca de 40 metros debajo de la superficie, en un lugar llamado Bald Hill. La capa en la que se encontró parecía datar del plioceno, es decir, de hace más de dos millones de años. La examinó el geólogo J. D. Whitney, que dijo a la California Academy of Sciences que se había encontrado en estratos del plioceno. Esto escandalizó a los sectores religiosos de los Estados Unidos, toda vez que parecía contradecir a la Biblia. La prensa religiosa atacó al cráneo hallado en Calaveras County y lo tachó de engaño. Y un ministro congregacionalista afirmó que había hablado con los mineros que habían colocado el cráneo para engañar a Whitney. El embaucador original había sido un agente de la Wells Fargo llamado Scribner, a quien el señor Mattison, el hombre que lo había encontrado, llevó el cráneo sin caer en la cuenta de que Scribner lo había colocado allí para gastar una broma. Pero Scribner aseguró a un tal doctor A. S. Hudson, que intentó llegar al fondo de la historia unos años después, y que no había sido un engaño. Y la esposa de Mattison comprobó que su marido lo había traído de la mina con incrustaciones de arena y fósiles, y lo habían tenido en casa durante un año. A pesar de todo esto, la gente siguió creyendo que había sido un engaño.


Uno de los que no lo creyeron fue Alfred Russel Wallace, cofundador de la teoría evolucionista. Sabía que Whitney había investigado muchos otros informes de hallazgos de huesos humanos en minas de gran profundidad y que, en algunos casos, los huesos parecían proceder de estratos todavía más antiguos que el plioceno. Whitney también había investigado herramientas y artefactos de piedra que parecían tener millones de años de antigüedad. Diez años antes, unos mineros habían hallado un esqueleto humano completo debajo de Table Mountain, en Tuolumne County, y cerca de allí había huesos y restos entre los que se encontraban dientes de mastodonte… que parecían del mioceno, hace  más de cinco millones de años. Otro fragmento de cráneo humano también se encontró en Table Mountain, en 1857, cerca de restos de mastodonte. Whitney examinó una mandíbula humana y artefactos de piedra encontrados debajo de la misma montaña, con una posible antigüedad de más de nueve millones de años. Unos huesos humanos encontrados en el túnel de Misuri, en Placer County, procedían de una capa depositada hace más de ocho millones de años. Whitney también habló con un tal doctor H. H. Boyce, que había encontrado huesos humanos en Clay Hill, Eldorado County, en una   capa que podía ser del plioceno o incluso del mioceno. Whitney juntó todos estos indicios de la existencia del «hombre terciario» (el período terciario terminó con el plioceno) en un libro titulado Auriferous Gravels of the Sierra Nevada of California, publicado en 1880. Algunos de los artefactos hallados en Tuolumne, California, parecían tan absurdos que costaba creer que no fuesen engaños. Entre ellos había un mortero encontrado en el lugar mismo, incrustado en la tierra del lugar y no en el   valle de algún río adonde hubieran podido llevarlo los ríos o los glaciares, en gravas de más de 35 millones de años de antigüedad. Una mano de mortero y un mortero hallados a la misma profundidad, y una mano de mortero, conocida por el nombre de King Pestle, encontrada en estratos de más de nueve millones de años de antigüedad. Sin embargo, no habría ninguna posibilidad de que los hubiesen «plantado» en tiempos recientes. Parecía más probable que los hubieran llevado allí unos mineros primitivos hace miles de años.

Es comprensible que Alfred Russel Wallace se inclinara a pensar que estos hallazgos, y docenas de otros parecidos, sugerían la posibilidad de que el hombre tuviera una antigüedad que superaba en millones de años a la que Darwin y Haeckel creían que tenía. Quizá porque «por medio de la cultura, el hombre se ha visto separado de los caprichos de la selección natural». Así que cuando oyó decir que un tendero de Kent, que se llamaba Benjamin Harrison, había encontrado hachas de mano de piedra en capas de grava que parecían datar del plioceno, con más de dos millones de años de antigüedad, e incluso del mioceno, más de cinco millones, se apresuró a ir a verle. Harrison vivía en Ightam, no lejos de Londres, en una zona del Weald, especie de valle erosionado por los ríos, entre North Downs y South Downs. Un río actúa como una especie de herramienta de excavar, porque al hundirse en la tierra, deja el pasado al descubierto en forma de gravas. Da la vuelta a la habitual ley de la arqueología de que cuanto más hondo el nivel, más antiguo es, porque las gravas superiores son las más antiguas. Al buscar en estos niveles superiores, Harrison encontró no sólo «neolitos», o depuradas herramientas de piedra fabricadas durante los últimos cien mil años, sino también «paleolitos», herramientas que tienen quizá un millón de años de antigüedad, e incluso «eolitos», herramientas tan primitivas, que a menudo cuesta distinguirlas de piedras cuyas formas son naturales. En 1891, Wallace fue a ver a Harrison, cuyas piedras le fascinaron. Al igual que el eminente geólogo Sir John Prestwich, no le cupo la menor duda de que los paleolitos y eolitos de Harrison probaban que durante millones de años habían existido en la Tierra algunos tipos de animales que fabricaban herramientas. Pero ahora se acercaba el final de siglo y científicos como WaIlace y Prestwich iban convirtiéndose poco a poco en una minoría. La sugerencia de Darwin en el sentido de que el hombre descendía de los monos despertó una oposición enconada y burlona, hasta el extremo de que bastaba hacer tal afirmación en público para desencadenar gritos de indignación o carcajadas sarcásticas. La discusión se había polarizado. En un extremo se encontraban los fanáticos religiosos y, en el otro, los partidarios del hombre-mono. A estos últimos les había encantado el descubrimiento de Neandertal, porque parecía probar que el hombre había sido poco más que un mono en los aproximadamente últimos cien mil años . Así que, les gustase a o no, Wallace, Prestwich y otros, que pensaban igual, se encontraban metidos en el mismo saco que «Soapy Sam» Wilberforce y el capitán, entonces vicealmirante Fitzroy, el antiguo camarada de a bordo de Darwin, que seguía oponiéndose implacablemente al darwinismo.

Ernst Haeckel, el darwinista alemán a quien gustaba afirmar que «es ahora un hecho indiscutible que el hombre desciende de los monos», estaba de acuerdo con Wallace en algo fundamental: que al hombre primitivo había que buscarlo en la era terciaria, quizá hace cinco millones de años. También estaba convencido de que el antepasado original del hombre era un gibón, un mono de brazos muy largos que se encuentra en Java y Sumatra. Más adelante resultaría que en esto se equivocaba. Pero su sugerencia cayó en terreno fértil, porque llego a oídos de un joven estudiante holandés de anatomía llamado Eugene Dubois, que prefería, con mucho, la paleontología a la medicina. Le pareció a Dubois que la mejor manera de satisfacer su pasión por el hombre antiguo era alistarse en el ejército en calidad de médico y hacer que le destinasen a las Indias Orientales Holandesas. En 1888 zarpó con destino a Sumatra y luego, alegando razones médicas, logró que le trasladaran a Java. Le habían enviado un cráneo hallado en Trinil, la región de las tierras altas de Java Central, un cráneo cuya excepcional capacidad cerebral recordaba la del hombre de Neandertal. Y se fue a excavar en el mismo lugar. Pronto encontró otro cráneo y, luego, en una región de yacimientos terciarios, un fragmento de maxilar con un diente. También encontró muchos fragmentos de huesos de animales, hasta que llenó varias cajas. Luego encontró consecutivamente una muela y un fragmento grande, en forma de cuenco, de un cráneo, así como un fémur fosilizado. Estaba seguro de haber encontrado el eslabón perdido, el pitecántropo u hombre-mono de Haeckel. Sin embargo, había un rasgo que parecía contradecir el hallazgo de Neandertal. El fémur indicaba que aquel hombre-mono caminaba erguido en vez de encogido. Se trataba del Pithecanthropus erectus. Dubois se lo comunicó por carta a Haeckel, a quien encantó la noticia. Luego Dubois volvió con sus hallazgos a Leiden, donde en 1896 los expuso en una conferencia internacional. Se llevó una decepción al ver que sólo una cuarta parte de los profesores quedaban convencidos. Algunos opinaron que se trataba de un gibón, otros pensaban que el fémur y el cráneo no pertenecían al mismo ser, y algunos dijeron que no podía ser del período terciario. Luego se vería que tenían razón. Y Virchow, que había declarado que el hombre de Neandertal era un idiota, declaró ahora que el pitecántropo era moderno.


Dubois mostró una deplorable falta de espíritu científico. Guardó sus huesos y se negó a permitir que nadie más los viese. Fue una reacción que costó a Dubois el triunfo que debería haber sido suyo. Porque cuando finalmente permitió que abrieran las cajas, en 1927, se encontraron cuatro fémures más. Si hubiese permitido que los vieran antes, Virchow hubiera tenido que reconocer la derrota. De hecho, Dubois se convirtió virtualmente en un eremita y en sus últimos años se inclinaba a creer que el pitecántropo era un gibón. Para entonces, otro paleontólogo alemán, Gustav Heinrich Ralph von Koenigswald, había efectuado un estudio detenido de los estratos de Trinil y probado que el hombre-mono de Dubois databa de mediados del pleistoceno y tenía unos 300.000 años de antigüedad. Finalmente, se encontraron fragmentos de hueso y herramientas de piedra, en número suficiente para que no quedase ninguna duda de que el hombre de Java era un ser humano. Pero ¿era realmente el antepasado del hombre moderno? Un nuevo rival estaba a punto de entrar en escena. En 1911, un coleccionista de mariposas, llamado Kattwinkel, se encontraba persiguiendo un ejemplar con su red cuando bajó los ojos y vio que estaba a punto de caer por un precipicio escarpado. La garganta de Olduvai, en lo que a la sazón era el África Oriental Alemana, la actual Tanzania, es virtualmente invisible hasta que estás a punto de caer en ella. Kattwinkel bajó por la pendiente de más de 90 metros y se encontró con que en la garganta abundaban las rocas que contenían fósiles. Metió unas cuantas de ellas en su bolsa de coleccionista y se las llevó a Berlín. Al encontrarse entre los fósiles un caballo de tres dedos hasta entonces desconocido, un geólogo llamado Hans Reck recibió el encargo de ir a estudiar la garganta. El profesor Reck no tardó en hacer hallazgos importantes, tales como huesos de animales prehistóricos, entre los que habían de hipopótamos, elefantes y antílopes. Luego, uno de sus ayudantes nativos vio un pedazo de hueso que sobresalía de la tierra. Al escarbar en la superficie, vio que era algo parecido a un cráneo de mono incrustado en la roca. Tuvieron que valerse de martillos y escoplos para sacarlo, y entonces resultó que era de ser humano y no de mono. Reck identificó los estratos donde lo habían encontrado. Tenían unos 800.000 años de antigüedad. Pero, ¿era posible que se tratase de un entierro más reciente? Reck decidió finalmente que no. Si se rellenase una sepultura, incluso desde hace cien mil años, un buen geólogo lo detecta.

Así que al parecer, Reck había probado que hace casi un millón de años vivían en África unos seres humanos que no eran distintos del hombre moderno. No contradecía todas las enseñanzas de Darwin, porque en ninguna parte decía Darwin que el hombre había evolucionado a partir del mono en los últimos dos millones de años. Pero, sin duda alguna, contradecía la suposición que se había aceptado, desde que Darwin hablara del eslabón perdido, y que parecía haberse verificado con el descubrimiento del hombre de Cromañón. Al volver a Berlín, Reck anunció su descubrimiento y se sorprendió al ver la hostilidad que despertaba. Como de costumbre, los expertos se negaron a admitir que podía tratarse de un antiguo antepasado humano. Sencillamente no era lo bastante simiesco. En efecto, lo que hacía Reck era atacar la teoría de la evolución. El esqueleto tenía que ser más joven, quizá de sólo cinco mil años. Al estallar la primera guerra mundial, la polémica cayó en el olvido, aunque no en África. El doctor Louis Leakey, antropólogo británico que era miembro del St. John’s College de Cambridge, fue a Berlín en 1925, cuando tenía 23 años de edad, visitó a Reck y vio el esqueleto. También él se sintió inclinado a pensar que era de una fecha reciente. Pero en 1931, Leakey y Reck visitaron el yacimiento con otros geólogos y estudiaron detenidamente los estratos. Y al ver unos aperos de piedra que habían sido descubiertos en la misma capa, en el lecho inferior, aceptó la opinión de Reck. En cierto modo, esta opinión era casi tan herética como el punto de vista de Alfred Russel Wallace en el sentido de que existían seres humanos modernos en el período terciario. Leakey afirmó ahora que el hombre de Java, que había encontrado Dubois, no podía ser un antepasado de los seres humanos como tampoco podía serlo otro descubrimiento reciente, un esqueleto simiesco hallado en la localidad china de Chukutien, en 1929, al que se llamó «Hombre de Pekín». Si un ser desarrollado había existido en aquel tiempo, era más probable que el esqueleto de Reck fuera el antepasado del hombre moderno. Los expertos pasaron al ataque. Era sencillamente improbable, según dijeron dos paleontólogos británicos llamados Cooper y Watson, que un esqueleto completo pudiera ser tan antiguo. Y el hecho de que los dientes estuvieran limados hacía pensar que se trataba de africanos modernos…

Mientras tanto, Leakey había hecho otros dos descubrimientos, en Kanam y Kanjera, cerca del lago Victoria. Se trataba de una mandíbula y una muela en Kanam, y tres cráneos en Kanjera. Y una vez más, parecían pertenecer a seres plenamente humanos: el Homo sapiens. La antigüedad de los lechos de Kanjera oscilaba entre los 400.000 y los 700.000 años. Dicho de otro modo, Leakey había descubierto un Cromañón que era como mínimo cuatro veces más antiguo. Lo consideró un dato más a favor de su opinión de que el esqueleto de Reck era verdaderamente humano. Pero en este momento tuvo lugar otra intervención. Un tal profesor T. Mollison, que había opinado públicamente que el esqueleto de Reck pertenecía a un miembro moderno de la tribu massai, se trasladó ahora a Berlín, obtuvo parte del material que había alrededor del esqueleto cuando lo encontraron e hizo que lo examinara un geólogo llamado Percy Boswell. El biógrafo de Leakey ha dicho que Boswell era un hombre «contradictorio y emocional» y que albergaba «el proverbial resentimiento». Boswell estudió el material y publicó en Nature un informe en el que afirmaba haber encontrado guijarros de color rojo brillante como los de encima del lecho 2 donde se encontró el esqueleto, y esquirlas de piedra caliza como las del lecho 5, muy por encima del lecho 2. Parecía extraño que ni Reck ni Leakey hubieran reparado en esto. Y sin embargo, en vez de señalar este hecho, ambos cedieron y admitieron que probablemente se habían equivocado. Se mostraron de acuerdo en que probablemente el esqueleto estaba en el lecho 2 a resultas de un entierro, posibilidad que Reck había descartado desde el principio, o posiblemente de un terremoto. Pero en marzo de 1933, una comisión de 28 científicos estudió los cráneos y la mandíbula de Kanjera y sacó la conclusión de que la mandíbula databa de los comienzos del pleistoceno, posiblemente de más de un millón de años de antigüedad, y que los cráneos eran de mediados de dicho período, de posiblemente medio millón de años de antigüedad. Una vez más Percy Boswell pasó al ataque. Sus dudas impulsaron a Leakey a invitarle a ir a África. Pero no logró demostrar que tuviera razón. Había señalado los yacimientos donde hiciera los hallazgos con clavijas de hierro, pero, al parecer, la gente del lugar las había robado para utilizarlas como puntas de lanza o anzuelos para pescar. Había fotografiado los yacimientos, pero la cámara había funcionado mal. Había pedido que le prestaran una foto tomada por un amigo de su esposa, pero resultó que era de otro cañón. Y no había podido señalarlos con exactitud en el mapa porque no existían mapas suficientemente detallados. Boswell reaccionó de modo desfavorable a estas señales de dejadez y su informe fue crítico. En efecto, sencillamente se negó a creer a Leakey.


Después de publicarse el informe de Boswell, Leakey protestó diciendo que realmente había enseñado a Boswell el lugar exacto donde encontrara los cráneos y lo había demostrado recogiendo un pedacito de hueso que encajaba en el cráneo número 3. En cuanto a la mandíbula, se había encontrado en un yacimiento que contenía fósiles de mastodonte y Deinotherium, un protoelefante que apareció en el Mioceno Medio y continuó hasta el Pleistoceno Inferior, lo cual era indicio de que databa de principios del pleistoceno. Boswell no quiso aceptar tales explicaciones. Opinaba que como ningún científico había visto la mandíbula en el lugar, no era aceptable. Finalmente, después de mucho discutir, y de algunos análisis químicos que dieron resultados ambiguos, los expertos decidieron que la mandíbula y los cráneos tenían a lo sumo una antigüedad de 20.000 o 30.000 años. El verdadero problema, por supuesto, residía en que de haberse aceptado que los hallazgos de Leakey y el esqueleto de Reck pertenecían al Homo sapiens, entonces habría sido necesario revisar la historia de la humanidad. El hombre de Java y el hombre de Pekín inducían a pensar en una sencilla línea de ascendencia a partir de seres simiescos de hace medio millón de años, y Leakey sugería que eran simples primos del Homo sapiens que, como creía Wallace, existían desde el período terciario. Leakey ya había cedido en el caso del esqueleto de Reck, pero esta vez se cerró en banda. En su libro Stone Age Races of Kenya había declarado que el diente de Kanam no era meramente el fragmento humano más antiguo de África, sino el más antiguo fragmento de verdadero Homo Sapiens descubierto hasta entonces en el mundo. Incluso su biógrafa, Sonia Cole, deplora esta negativa a cambiar de parecer y la considera una señal de pura tozudez. Pero los antropólogos de talante más convencional estaban a punto de recibir el apoyo más fuerte hasta entonces. En 1924, el doctor Raymond Dart, profesor de anatomía en la universidad de Witwatersrand, en la Unión Sudafricana, recibió dos cajones llenos de fósiles procedentes de una cantera de piedra caliza que había en un lugar llamado Taung, unos 320 kilómetros al sudoeste de Johannesburgo. Los Dart estaban a punto de dar una fiesta nupcial y la señora Dart le suplicó que hiciera caso omiso de los cajones hasta que se hubiesen ido los invitados.

Pero la curiosidad del doctor Dart era demasiado grande. Y en el segundo cajón encontró un fragmento de roca que contenía la parte posterior de un cráneo. Resultaba obvio que el cerebro que otrora había contenido era tan grande como el de un gorila de gran tamaño. Cerca de él encontró otro fragmento de roca que contenía la parte delantera del cráneo. En cuanto se hubo ido el último invitado, Dart pidió a su esposa que le prestase las agujas de hacer calceta y empezó a picar la piedra. Tardó casi tres meses y el 23 de diciembre la roca se partió y Dart pudo ver el rostro. Entonces se dio cuenta de que aquel ser de cerebro grande era, increíblemente, un bebé con dientes de leche. Un bebé con un cerebro de 500 centímetros cúbicos tenía que ser algún tipo de ser humano. Pero Dart calculó que el nivel donde lo habían encontrado tendría como mínimo un millón de años de antigüedad. Cuando su artículo sobre el cráneo de Taung apareció en Nature, el 7 de febrero de 1925, Dart se hizo célebre de la noche a la mañana. Sin duda se trataba del eslabón perdido. Muchos expertos discreparon y sugirieron que el bebé de Taung era un mono. Sir Arthur Keith, una de las grandes autoridades en la materia, tenía una razón diferente para negar que el bebé fuese el eslabón perdido. Si su antigüedad era de un millón de años y la del hombre de Cromañón era de unos 100.000 años, sencillamente no había tiempo para que el bebé de Taung evolucionara hasta convertirse en Homo sapiens. Para empezar, sin embargo, el cráneo de Dart llamó mucho la atención. Luego el tono de los comentarios empezó a cambiar. En 1931, los científicos conservadores se había vuelto contra Dart. En aquel año, compareció ante laZoological Society de Londres, junto con Davidson Black, el descubridor del hombre de Pekín. Davidson Black presentó sus argumentos de manera muy profesional, con la ayuda de material visual. En comparación con él Dart, que apretaba con fuerza el cráneo infantil, resultó torpe y poco convincente. La Royal Society rechazó una monografía sobre el cráneo, al que Dart llamó Australopithecus (mono meridional). Dark volvió a la Unión Sudafricana y se encerró en su departamento de anatomía. Al igual que Leakey, no había cambiado de parecer, pero decidió guardarse este hecho para sí. Uno de los partidarios más entusiastas de Dart era un zoólogo retirado que se llamaba Robert Broom (1866 – 1951), médico y paleontólogo sudafricano. Éste decidió salir de su retiro y defender las teorías de Dart. En 1936, el encargado de una cantera de piedra caliza de Sterkfontein entregó a Broom otra roca que contenía un fragmento de cráneo antiguo. Resultó que era de un australopiteco adulto. Luego se encontró un fémur que parecía inconfundiblemente humano.

En 1938, Broom encontró un escolar que llevaba el bolsillo lleno de dientes y fragmentos de mandíbula que le permitieron reconocer que había descubierto un nuevo tipo de australopiteco, al que dio el nombre deParanthropus (afín al hombre) robustus. Parecía tratarse de un tipo vegetariano de australopiteco. El hecho de que fuese vegetariano parecía sugerir que podía tratarse de un animal más que de un antepasado del hombre. En 1947, Broom encontró otro fósil de parántropo en una cueva de Swartkrans. También encontró un ser pequeño y de aspecto más humano al que llamó Teleanthropus. Más adelante decidió que pertenecía a la misma especie que el hombre de Java y el hombre de Pekín, a los que había clasificado como un tipo llamado Homus erectus, al que se aceptaba de forma general como antepasado directo del hombre moderno. Herramientas de piedra y de hueso halladas también en Swartkrans parecían indicar que elparántropo era un verdadero hombre. Las actividades de Broom empujaron a Dart a salir de su retiro. En 1948 volvió a un túnel de Makapansgat donde había encontrado huesos en 1925. También había hallado algunos indicios de fuego, lo cual había confirmado su opinión de que el australopiteco era humanoide. Ahora encontró más huesos y más rastros de fuego y dio el nombre deAustralopithecus prometheus al ser que vivió allí. Pero Dart encontró algo mucho más interesante en Makapansgat. Se trataba de 42 cráneos de babuino, en 27 de los cuales había señales de haber sido golpeados con una especie de garrote. Sacó la conclusión de que el garrote -que dejaba dos hendiduras- era un húmero de antílope. Esto le indujo a sacar la conclusión sorprendente de que el australopiteco mataba. Era el primer antepasado del hombre del que se sabe que utilizaba un arma. Seguidamente desarrolló la tesis de que el hombre-mono meridional había salido de los monos porque había aprendido a cometer asesinatos con armas. En 1961, un dramaturgo convertido en antropólogo, que se llamaba Robert Ardrey, popularizó esta idea en un libro titulado Génesis en África, en el que argüía que el hombre se convirtió en hombre porque aprendió a matar, y que a menos que lo desaprenda pronto, destruirá a la propia la raza humana. En 1953, el año en que Dart publicó su polémica monografía The Predatory Transition from Ape to Man, Kenneth Oakley, del Museo Británico, sometió el cráneo de Piltdown al análisis de la fluorina y reveló que se trataba de un engaño. En el decenio de 1930, sir Arthur Keith había citado el cráneo de Piltdown para desacreditar el australopiteco. Ahora que el cráneo estaba desacreditado, la oposición al australopiteco de Dart empezó a desaparecer y la teoría de Dart sobre el mono que mataba resultó de pronto horriblemente verosímil.


Por fin había una teoría evolucionista que daba la impresión de haber sido pensada para probar la supervivencia de los mejor dotados de que hablara Darwin. Pero la batalla aún no había terminado del todo. Louis Leakey también había vuelto y, junto con su esposa Mary, estaba excavando en la garganta de Olduvai. Allí, en el lecho 1, debajo del nivel del esqueleto encontrado por Reck, encontró toscas hachas pequeñas fabricadas con guijarros y piedras redondas, que tal vez se usaban como boleadoras. Es decir, dos o tres bolas sujetas a una tira de cuero que se arrojaban a las patas de los animales. Incluso encontró un hueso que tal vez servía para trabajar el cuero. Pero cuando, en 1959, halló fragmentos de cráneo de un ser parecido al Australopithecus robustus se llevó una decepción. Su esposa admitió que, después de 30 años, Leakey todavía albergaba la esperanza de encontrar al Homo sapiens. Bautizó a su nuevo hombre-mono con el nombre de Zinjanthropus (Zinji significa África Oriental). Curiosamente, decidió que las herramientas encontradas en el yacimiento pertenecían al Zinjanthropus, aunque hacían pensar en un ser más inteligente. Al menos el Zinjanthropus hizo que Leakey recuperase su prestigio entre los paleontólogos. Parecía como si se hubiera arrepentido de sus anteriores herejías. Un año más tarde, su hijo Jonathan encontró otro cráneo en el lecho 1, debajo del Zinjanthropus. El nuevo cráneo tenía un cerebro más grande que el Zinjanthropus, 680 centímetros cúbicos frente a 530 centímetros cúbicos, pero todavía era más pequeño que los cráneos de Homus erectus (alrededor de 800 centímetros cúbicos). Una mano y un pie que Louis y Mary Leakey encontraron cerca de allí eran inconfundiblemente humanos. Las herramientas que se hallaron en la zona también indicaban que se trataba de un antepasado del ser humano. Por sugerencia de Dart, Leakey le dio el nombre de Homo habilis, hombre que fabrica herramientas. Leakey se sentía bastante satisfecho de sí mismo. Antes del Homo habilis, los paleoantropólogos habían supuesto que el Homus erectus era el descendiente directo delaustralopiteco. Ahora Leakey acababa de demostrar que entre los dos había un antepasado más verdaderamente humano. Desde luego, representaba dar marcha atrás después de su anterior creencia en la posibilidad de encontrar al Homo sapiens en los primeros tiempos del pleistoceno. Pero era mejor que nada.

De hecho Leakey comentó que, en su opinión, el australopiteco mostraba varios rasgos especializados que no conducían al hombre. Pero muchas herramientas de piedra encontradas en yacimientos del pleistoceno no dejaban duda alguna de que algún hombre primitivo fabricaba herramientas. A pesar de ello, nunca se encontraron tales herramientas junto con restos del australopiteco. A finales del decenio de 1960, otro hijo de Louis Leakey, Richard, y su esposa, Meave, participaban también en la búsqueda de los orígenes humanos. En agosto de 1972, un miembro del grupo de Richard Leakey encontró un cráneo roto en pedazos en el lago Turkana. Después de que Meave Leakey lo reconstruyera, parecía mucho más humano que el australopiteco, con su frente abombada y su capacidad cerebral de más de 800 centímetros cúbicos. Leakey calculó que tendría alrededor de 2,9 millones de años de antigüedad. Decidió que era otro ejemplar de Homo habilis. Pero si realmente era tan antiguo, entonces era contemporáneo del australopiteco, y eso quería decir que, después de todo, quizá el australopiteco no era antepasado del hombre. Leakey sugirió que el australopiteco se había esfumado de la prehistoria como los neandertales. J. D. Birdsell, el autor de un libro titulado Human Evolution, se inclinaba a datar el Homo habilis de Richard Leakey en unos dos millones de años. Pero le preocupaba la afirmación de Leakey en el sentido de que el Homo habilis llevaba al Homo erectus. A Birdsell le parecía que la anatomía del Homo habilis era más moderna que la del Homo erectus, y que la evolución del Homo habilis al Homo erectus sería un paso hacia atrás. Se inclinaba a estar de acuerdo con el padre de Richard, Louis Leakey, en que probablemente el Homo erectus no era una parte principal del linaje humano. Continuaron apareciendo indicios interesantes de la existencia de un antepasado más «humano». Leakey recibió una llamada de un colega suyo, un tal John Harris, que quería enseñarle un fémur que parecía humano y que había encontrado entre huesos de elefante en yacimientos que tenían más de 2,6 millones de años de antigüedad. Nuevas investigaciones produjeron más hallazgos. Por otra parte, los huesos que se encontraron eran diferentes de los del australopitecus y se parecían más a los del hombre moderno. Leakey opinó que demostraban que este ser, el Homo habilis, andaba siempre con el cuerpo erguido, mientras que el australopitecus sólo andaba con el cuerpo en esta postura durante parte del tiempo.

Cuando una técnica denominada «datación por el potasio-argón» pareció demostrar que la capa de material, llamado «tufo», en el cual se encontraron los huesos, tenía una antigüedad de 2,9 millones de años, dio realmente la impresión de que este Homo habilis era el ejemplar humano más antiguo que se había encontrado hasta entonces. Pero la historia aún iba a dar otro giro inesperado. En 1973, un joven antropólogo de la universidad de Chicago, Donald Johanson, asistió a una conferencia en Nairobi, donde conoció a Richard Leakey. Johanson dijo a Leakey que un geólogo francés le había hablado de un yacimiento prometedor en Hadar, en el desierto de Afar, en el nordeste de Etiopía, y que pensaba trasladarse allí en busca de fósiles de homínidos. Al preguntarle Leakey si realmente contaba con encontrar homínidos, Johanson contestó: «Sí, más antiguos que los de usted». Se apostaron una botella de vino. De hecho, las cosas salieron mal durante la primera temporada. Johanson no encontró fósiles y el dinero de la subvención se le estaba terminando. Pero una tarde encontró una tibia. Tras buscar un poco más, dio con la articulación de la rodilla y parte del hueso superior. El yacimiento donde halló estos huesos tenía más de tres millones de años de antigüedad. En la monografía donde daba cuenta del hallazgo, Johanson sugirió que la antigüedad podía ser de cuatro millones de años y expuso las razones por las cuales pensaba que se trataba de un humanoide. El descubrimiento le valió otros 25.000 dólares en subvenciones. El 30 de noviembre de 1974, Johanson y su colega Tom Gray estaban buscando en otro yacimiento de Hadar y cuando la temperatura alcanzó casi 40 grados centígrados empezaron a pensar en dejarlo hasta otro momento. Pero Johanson se había «sentido afortunado» durante todo el día e insistió en echar un vistazo en un barranco donde ya habían buscado. Vio allí un fragmento de hueso de un brazo que parecía de mono. Gray, a su vez, encontró un fragmento de cráneo y parte de un fémur. Al hallar otras partes de esqueleto, se pusieron a celebrarlo . Más tarde, cuando escuchando un tema de los Beatles titulado Lucy in the Sky with Diamonds, decidieron bautizar su hallazgo, cuyo pequeño tamaño hacía pensar en una mujer, con el nombre de Lucy. El método de datación por el potasio-argón y el método magnético indicaron que la edad de Lucy era de unos 3,5 millones de años. Un año después, en una ladera de Hadar, Johanson y su grupo hallaron huesos de no menos de trece homínidos, a los que denominaron «la Primera Familia». Todos resultaron tener más o menos la misma edad que Lucy. También encontraron herramientas de piedra cuya factura era mejor que las halladas en la garganta de Olduvai.


Cuando John Harris objetó que las herramientas podían ser modernas, ya que se habían encontrado en la superficie, Johanson siguió excavando y descubrió en el mismo lugar herramientas de piedra cuya antigüedad era de aproximadamente 2,5 millones de años. De modo que, al parecer, no había duda de que Lucy y la Primera Familia eran humanas y, asimismo, más antiguas que el Homo habilis de Leakey. A estas alturas Johanson se inclinaba a creer que Lucy era un australopiteco, mientras que la Primera Familia era un tipo de Homo habilis. Richard Leakey pensaba que era probable que Lucy fuese un «ramapiteco tardío», es decir, el mono antiguo que muy probablemente no es un antepasado del ser humano. Pero más adelante, un paleontólogo llamado Timothy White persuadió a Johanson de que todos los hallazgos correspondían a un tipo de australopiteco. Johanson decidió entonces dar al grupo de Hadar el nombre de Australopithecus afarensis, en honor del desierto de Afar. Al parecer, ésta es la conclusión a la que finalmente llegó la ciencia del hombre antiguo. Los seres humanos han evolucionado a lo largo de tres millones y medio de años a partir del simiesco Australopithecus afarensis. Al cabo de un millón de años, éste había evolucionado y se había convertido en el Australopithecus africanus, «el hombre dartiano». Vinieron luego el Homo habilis, el Homo erectus y finalmente el Homo sapiens. No cabe duda de que el esquema parece satisfactoriamente ordenado y completo. Sin embargo, las dudas persisten. No se sabe que el australopiteco fabricara herramientas y, pese a ello, se encontraron herramientas en el yacimiento de la Primera Familia. ¿Podría ser que la Primera Familia fuese un grupo del Homo habilis, y que el Homo habilis coexistiera con el australopiteco? Otro hallazgo refuerza la duda. En 1979, Mary Leakey se encontraba en Laetoli, unos 32 kilómetros al sur de la garganta de Olduvai. Y entre las huellas fósiles de animales que había en la ceniza volcánica, su hijo Philip y otro miembro de la expedición, Peter Jones, descubrieron algunas huellas de homínidos que databan, según el método del potasio-argón, entre 3,6 y 3,8 millones de años. Pese a ello, su aspecto era típicamente humano. ¿Y qué más da que el hombre tenga una antigüedad de dos millones de años, o de diez millones o incluso más? Absolutamente ninguna, si somos capaces de aceptar que elAustralopithecus afarensis pudo convertirse en elHomo sapiens en unos tres millones y medio de años. Porque ése es el problema: la escala de tiempo. Sir Arthur Keith, refiriéndose al cráneo de Taung, escribió que «aparece demasiado tarde en la escala de tiempo para desempeñar algún papel en la ascendencia del hombre». En aquel momento se suponía que el cráneo de Taung tenía alrededor de un millón de años de antigüedad, y Keith opinaba que sencillamente no era tiempo suficiente para que aquel ser simiesco se convirtiese en el Homo sapiens en 900.000 años.

Pero, aunque supongamos que Lucy era un tipo de ser humano muy anterior, el problema sigue existiendo. En los dos millones y pico de años comprendidos entre Lucy y el «bebé de Dart» ha habido pocos cambios. Ambos podrían ser monos. El Homo erectus , con una antigüedad de medio millón de años, todavía presenta un aspecto simiesco. Luego, en sólo 400.000 años, un instante desde el punto de vista del tiempo geológico, tenemos elHomo sapiens y los neardentales con un cerebro mucho mayor que el del hombre moderno. Si, en cambio, Reck y Leakey tienen razón, entonces puede que el Homo sapiens existiera durante mucho más de dos millones de años y la escala de tiempo se vuelve mucho más verosímil. Mary Leakey escribió sobre la huella de Laetoli: «hace al menos 3.600.000 años, en el plioceno, el ser que, según creo, fue el antepasado directo del hombre andaba con el cuerpo totalmente erguido y utilizaba los dos pies y las piernas con soltura… y sus pies tenían exactamente la misma forma que los nuestros». Y dado que la forma del pie tiene importancia en la evolución humana, saber la fecha en que el ser descendió de los árboles tiene una importancia fundamental. Si un homínido con pie humano existía hace más de tres millones de años, sin duda contribuiría a corroborar el argumento de que la civilización tiene una antigüedad que supera en miles de años a la que le atribuyen los historiadores. A primera vista, esa afirmación puede parecer absurda: ¿qué importancia pueden tener unos cuantos miles de años cuando estamos hablando de millones? Pero de lo que realmente se trata es del desarrollo de la mente humana. En Timescale, Nigel Calder cita al antropólogo T. Wynn, según el cual las pruebas ideadas por el psicólogo Jean Piaget y aplicadas a herramientas de la edad de piedra procedentes de Isimila, en Tanzania, cuya datación por el uranio dio una antigüedad de 330.000 años, indican que quienes las fabricaron eran tan inteligentes como los seres humanos modernos. En cierto modo, esto resulta tan sorprendente como el comentario de Mary Leakey en el sentido de que hace 3.600.000 había en la tierra seres que caminaban con el cuerpo erguido. Si había en la Tierra seres inteligentes hace 330.000 años, ¿por qué no hicieron algo con su inteligencia, como inventar el arco y flecha o pintar imágenes? En realidad, la pregunta no es razonable. Los inventos tienden a ser fruto de dificultades. Si no se presentan dificultades, las cosas tienden a seguir como estaban antes.

Los pequeños grupos de homínidos que vivían en entornos muy distantes unos de otros se encontraban en la misma posición que las personas que vivían en poblados remotos hace unos cuantos siglos. Debían de tener una perspectiva increíblemente circunscrita al lugar donde vivían. Cada generación hacía exactamente lo mismo que la generación de sus padres, la de sus abuelos y la de sus bisabuelos, porque a nadie se le ocurrían ideas nuevas. ¿Cómo pudo el hombre permanecer invariable durante cientos de miles de años? Dicho de otro modo, puede que hombres dotados de gran inteligencia hicieran una y otra vez la misma clase de herramientas toscas porque no veían ninguna razón para hacer otra cosa. Es verdad que andar con el cuerpo erguido confiere ciertas ventajas, tales como la visión, que llega más lejos que la de un perro, y el hecho de que los ojos estén colocados uno al lado del otro, en vez de a uno y otro lado de la cabeza, significa que juzga mejor las distancias, lo cual es una ventaja para cazar. Pero no hay ninguna buena razón por la cual un ser erguido no deba permanecer invariable durante millones de años si no se presentan nuevas dificultades. Y si había antepasados «del hombre» en la Tierra hace tres o cuatro millones de años, ¿por qué no hemos encontrado sus restos? La respuesta está en el comentario de Richard Leakey en People of the Lake: «Si alguien se tomara la molestia de reunir en una sola habitación todos los restos fósiles de nuestros antepasados (y sus parientes biológicos) que se han descubierto hasta ahora… tendría suficiente con un par de mesas grandes, de esas de caballete, para colocarlos». De los millones de homínidos que vivieron en la Tierra durante la prehistoria, tenemos solamente unos cuantos huesos. A pesar de todo, en las mesas de caballete habría algunas muestras interesantes, como, por ejemplo, el esqueleto de Reck y la mandíbula que Leakey encontró en Kanam, que parecen sugerir la posibilidad de que el hombre exista desde hace más tiempo del que suponemos. En 1976, un joven estudiante norteamericano de ciencias políticas, llamado Michael A. Cremo, se hizo miembro del Bhaktivedanta Institute en Florida, que enseña una forma de hinduismo llamada Gaudiya Vaishnavism. El guru de Michael A. Cremo, conocido por el nombre de Swami Prabhupada, le sugirió que estudiara paleontología, para tratar de determinar que es posible que la antigüedad del Homo sapiens supere en millones de años la que se acepta de forma general. Prabhupada murió en 1977.


La idea de empezar una investigación científica por motivos religiosos despierta recelos comprensibles porque trae a la memoria el llamado «juicio del mono», que se le celebró a Scopes en Tennessee, y hace pensar en los modernos cristianos renacidos que todavía se oponen al darwinismo. El Juicio de Scopes, a menudo llamado en inglés “Scopes Monkey Trial“, fue un sonado caso legal en Estados Unidos que puso a prueba el Butler Act, que establecía que era ilegal en todo establecimiento educativo del estado de Tennessee, “la enseñanza de cualquier teoría que niegue la historia de la Divina Creación del hombre tal como se encuentra explicada en la Biblia, y reemplazarla por la enseñanza de que el hombre desciende de un orden de animales inferiores“. El caso se constituyó en un punto crítico en la controversia sobre la evolución y el creacionismo en los Estados Unidos. John Scopes, un profesor de escuela secundaria, fue acusado el 5 de mayo de 1925 de enseñar la evolución utilizando un capítulo de un libro de textos que estaba basado en ideas inspiradas en el libro de Charles Darwin El Origen de las Especies. El juicio enfrentó dos de los abogados más brillantes de la época. Por una parte William Jennings Bryan, miembro del congreso, ex Secretario de Estado, y tres veces candidato presidencial estuvo a cargo de la fiscalía y acusación, mientras que el destacado abogado de litigaciones Clarence Darrow dirigió la defensa. Este famoso juicio alcanzó amplia difusión mediante la obra de teatro Inherit the Wind, de 1955, inspirada en el juicio. Sin embargo, sería un error poner la perspectiva del hinduismo en el mismo grupo que la de algunas de las formas más dogmáticas de cristianismo, porque el hinduismo es notable por estar libre de dogmas. Su creencia más fundamental se expresa con las palabras sánscritas Tat tvam asi, que significan «Eso eres tú». Significa que la esencia del alma individual (Atman) es idéntica a la esencia de dios (Brahmán). En el cristianismo, generalmente se interpreta que la afirmación «El reino de Dios está entre vosotros» quiere decir lo mismo. Dicho de otro modo, la esencia del vedantismo, la filosofía básica del hinduismo, es una creencia nada dogmática en la naturaleza espiritual de la realidad. Así que sería incorrecto comparar la tarea encomendada a Michael A. Cremo con la de algún fundamentalista cristiano que se propusiera demostrar que el darwinismo tiene que ser falso porque choca con el Libro del Génesis. El equivalente hindú del Libro del Génesis son los himnos védicos, probablemente la literatura más antigua del mundo. Y el comentario de los Vedas, el Bhagavata Purana, afirma que los seres humanos han existido en la Tierra durante cuatro inmensos ciclos de tiempo, llamados yugas, cada uno de los cuales duró varios miles de «años de los semidioses». Dado que cada año de los semidioses equivale a 360 años terrestres, el ciclo total de cuatro yugas asciende a 4.320.000 años.

Pero lo que se pedía a Cremo no era que «probase» el Bhagavata Purana, sino sencillamente que examinara los datos que proporcionaba la paleontología y los valorase objetivamente. Cremo y su colega Richard L. Thompson, matemático y científico, debían pasar varios años estudiando material sobre los orígenes de la humanidad. Finalmente, su libro, Forbidden Archaeology, aparecería en 1993. No es un libro polémico que presente argumentos a favor o en contra del darwinismo, sino sencillamente un estudio exhaustivo, de más de 900 páginas, sobre la historia de la paleoantropología. Picó la curiosidad de Cremo el hecho de que hubiesen tan pocos informes sobre el hombre antiguo que datasen de entre 1859, año en que se publicó El origen de las especies, y 1894, el año del hombre de Java. Al estudiar volúmenes de antropología publicados a finales del siglo XIX y principios del XX, Cremo encontró comentarios negativos sobre muchos informes durante el citado período, lo que indicaba que se habían publicado muchos informes, pero nadie les había hecho caso porque parecían contradecir la nueva ortodoxia darwiniana. Sacó datos sobre tales informes en las notas a pie de página, luego buscó los originales en bibliotecas universitarias y finalmente pudo obtener muchos de ellos. He aquí algunos ejemplos típicos seleccionados entre los cientos que se ofrecen en el libroForbidden Archaeology. A comienzos de la década de 1870, el barón Von Ducker visitó el Museo de Atenas y se sintió intrigado al ver huesos de animales que mostraban señales de fracturas provocadas deliberadamente para extraerles la médula. Entre ellos los había de un caballo de tres dedos llamado Hipparion. Los bordes afilados de las fracturas parecían indicar que habían roto los huesos golpeándolos con piedras pesadas en vez de haberse roto al ser roídos por animales. Von Ducker fue al lugar donde los habían encontrado, un pueblo llamado Pikermi, se puso a excavar y pronto dio con un enorme montón de huesos rotos procedentes de un yacimiento que databa claramente de finales del mioceno, sin duda alguna de antes de hace cinco millones de años. El profesor Albert Gaudry, que había seleccionado los huesos para exponerlos en el museo, reconoció que: «De vez en cuando encuentro fracturas en los huesos que parecen hechas por la mano del hombre». Y agregó: «Pero me cuesta admitirlo». Otros profesores insistieron en que los huesos los habían roto animales como, por ejemplo, las hienas.

Más o menos en aquel tiempo, en 1872, en una sesión de la Royal Anthropological Society, el geólogo Edward Charlesworth mostró numerosos dientes de tiburón en los que se habían practicado agujeros que los atravesaban, como si quisieran utilizarlos para hacer collares como los que confeccionan en la actualidad los habitantes de las islas de los mares del Sur. La capa de donde se recuperaron tenía una antigüedad de entre dos millones y dos millones y medio de años. El profesor Richard Owen comentó que la «acción mecánica humana» era la explicación más verosímil. El australopiteco, por supuesto, no fabricaba adornos. Aunque Charlesworth descartó los moluscos horadadores, sus colegas académicos decidieron que los agujeros eran obra de una combinación de desgaste, descomposición y parásitos. En 1874, el arqueólogo Frank Calvert dio cuenta de que había encontrado pruebas de la existencia del hombre en el mioceno. En un acantilado de los Dardanelos halló un hueso que pertenecía a un dinoterio o a un mastodonte y en el que aparecía grabada la imagen de un «cuadrúpedo con cuernos» y había rastros de otras siete u ocho figuras. Un geólogo ruso llamado Tchihatcheff admitió que el estrato correspondía al mioceno. Pero como a Calvert le consideraban un aficionado, nadie hizo caso de su hallazgo. Cremo cita varias docenas de ejemplos más. Entre los más convincentes se encuentra el caso de Carlos Ribeiro. En los escritos del geólogo J. D. Whitney, Cremo vio mencionado varias veces un geólogo portugués que se llamaba Carlos Ribeiro y que había hecho algunos descubrimientos interesantes en el decenio de 1860. Pero no encontró ninguna obra de Ribeiro en las bibliotecas. Finalmente Cremo halló algo sobre Ribeiro en Le préhistorique, de Gabriel de Mortillet (1883), cuyas notas a pie de página le permitieron localizar varios artículos de Ribeiro publicados en revistas francesas de arqueología y antropología. Lo que comprobó fue que Ribeiro no era ningún aficionado. Era el jefe del Servicio de Estudios Geológicos de Portugal.


A principios del decenio de 1860, Ribeiro se hallaba estudiando útiles de piedra encontrados en estratos cuaternarios en Portugal, es decir, en el pleistoceno, época geológica que comienza hace 2,59 millones de años y finaliza aproximadamente 10.000 años a.C. Al saber que habían encontrado herramientas de pedernal en lechos terciarios de piedra caliza en la cuenca el río Tajo, se apresuró a examinarlos y a llevar a cabo sus propias excavaciones. Enterrados muy profundamente en un lecho de piedra caliza, inclinado en un ángulo de más de 30 grados con la horizontal, encontró «pedernales trabajados» y los extrajo. El hallazgo le colocó en una posición embarazosa, porque sabía que era un período demasiado temprano para encontrar artefactos humanos. Así que en su informe dijo que el lecho debía de ser del pleistoceno. en 1866, al indicar que los lechos eran del pleistoceno en un mapa de los estratos geológicos de Portugal, Ribeiro recibió críticas del geólogo francés Édouard de Verneuil, que señaló que todo el mundo estaba de acuerdo en que los lechos eran del plioceno y del mioceno, anteriores al pleistoceno. Mientras tanto, un prestigioso investigador, el abad Louis Bourgeois, había hecho hallazgos más interesantes en Thenay, cerca de Orleans. La factura de los pedernales era tosca, pero, en opinión del abad, se trataba sin duda alguna de artefactos. Además, en algunos de ellos había señales de haber estado en contacto con el fuego, lo cual parecía corroborar esta opinión. Ahora bien, el abad Bourgeois venía excavando en busca de pedernales desde mediados del decenio de 1840, mucho antes de la revolución darwiniana, así que no se sintió profundamente preocupado al saber que los pedernales se habían hallado en lechos del mioceno, entre 25 y cinco millones de años. Pero al mostrarlos en París en 1867, sus colegas no quedaron convencidos. La primera objeción que pusieron fue que no eran artefactos, sino «naturofactos», artefactos producidos por la naturaleza. Existen, sin embargo, varios métodos sencillos para distinguir el trabajo humano en los pedernales. Un fragmento de pedernal natural, encontrado en el suelo, suele parecerse a cualquier otra piedra, con superficies redondeadas. Pero la diferencia entre el pedernal y las demás piedras es que al golpearlo en ángulo, se descascarilla y deja una superficie plana, aunque es frecuente que el golpe cause un efecto de rizos. Lo primero que hay que hacer para fabricar una herramienta de pedernal es quitar el extremo redondeado. A esta superficie plana se la llama «raspador». Después de quitar dicho extremo, hay que golpear el pedernal delicadamente una y otra vez, con gran habilidad. Un resultado frecuente es el llamado «bulbo de percusión», que consiste en una leve hinchazón, como una ampolla. A menudo saltan esquirlas que dejan un agujero con forma de cicatriz llamado eraillure (rasguño).

Un pedernal que presente dos bordes parecidos a cuchillos y otros rasgos es, sin duda alguna, obra del hombre. Una piedra que ruede por el lecho de un torrente o resulte golpeada por un arado puede producir un objeto que parezca vagamente artificial, pero, por regla general, a un experto le basta verla para saber si lo es o no. Cuando hay docenas de tales pedernales, como en el caso de Bourgeois, resulta cada vez más difícil explicar su existencia diciendo que son «naturofactos». Al objetar Sir John Prestwich, futuro protector del arqueólogo Benjamin Harrison, que los pedernales podían ser recientes porque se habían encontrado en la superficie. Bourgeois excavó más hondamente y encontró otros. Al sugerir los críticos que tal vez los pedernales habían caído en fisuras en lo alto de la meseta, Bourgeois demostró que no era así excavando hondamente en ella y comprobando que había un lecho de piedra caliza de treinta centímetros de grueso, que hubiera impedido que los pedernales artificiales penetraran en una capa «más antigua». Al enterarse de todo esto, Ribeiro no volvió a declarar que sus lechos del río Tajo eran cuaternarios y aceptó la teoría de que eran terciarios. Posteriores geólogos han coincidido con él. Y empezó a hablar francamente de pedernales trabajados encontrados en lechos del mioceno. En la Exposición de París de 1878, que impulsó a don Marcelino de Sautuola a explorar la cueva en Altamira, Ribeiro expuso 95 de sus «herramientas» de pedernal y cuarcita. De Mortillet los examinó y, aunque 73 de ellos le parecieron dudosos, reconoció que los otros 22 mostraban señales de trabajo humano. Decir esto, como señala Cremo, fue mucho para un hombre como De Mortillet, que se oponía categóricamente a la idea de que existieron seres humanos en el período terciario. Y Émile Cartailhac, que se encontraba entre los que más adelante acusarían a Marcelino de Sautuola de engaño, se entusiasmó tanto que volvió varias veces para enseñar los pedernales a amigos suyos. De Mortillet dijo que tenía la sensación de estar contemplando herramientas musterienses, obra del hombre de Neandertal, pero más toscas.

Tenemos que recordar que en aquella época Haeckel proponía que el eslabón perdido se encontraría en el plioceno, o incluso a finales del mioceno, mientras que Darwin pensaba que ya podía encontrarse en el eoceno, que empezó hace 55 millones de años. Así que Cartailhac y los demás no tenían forzosamente la sensación de ser herejes. En 1880, Ribeiro expuso más pedernales en el Congreso Internacional de Antropología y Arqueología que se celebró en Lisboa y escribió un informe sobre el hombre terciario en Portugal. El congreso mandó un grupo de geólogos a examinar los lechos. Formaban parte del grupo Cartailhac, De Mortillet y el famoso científico alemán Rudolf Virchow, que había declarado que el hombre de Neandertal era idiota. El 22 de septiembre de 1880 el grupo salió de Lisboa en un tren especial a las seis de la mañana y desde las ventanillas sus componentes fueron indicándose mutuamente los estratos jurásicos, cretáceos y de otros tipos. Llegaron a la colina de Monte Redondo, donde Ribeiro había encontrado tantos pedernales, y se separaron para empezar la búsqueda. Hallaron muchos pedernales trabajados en la superficie, a la vez que el italiano G. Belucci encontró en el mismo lugar, en un lecho de comienzos del mioceno, un pedernal que todos reconocieron que había sido «trabajado». En el debate posterior que se celebró en el congreso, virtualmente todos los asistentes estuvieron de acuerdo en que Ribeiro había probado la existencia del hombre en el mioceno. No hubo ningún cambio de parecer en relación con Ribeiro ni ninguna denuncia repentina por parte de los científicos conservadores. Después del descubrimiento del hombre de Java por parte de Dubois, que también fue muy discutido, sus puntos de vista -y sus pruebas- sencillamente fueron olvidados. Nadie ha demostrado que sus pedernales no fueran del mioceno, ni apuntado una razón convincente por la cual fueran encontrados en lechos del mioceno. Sencillamente se dejó de hablar de ello. A finales del verano de 1860, el profesor Giuseppe Ragazzoni, que era geólogo del Instituto Técnico de Brescia, se encontraba en Castenodolo, unos nueve kilómetros al sur de dicha ciudad. Iba a buscar conchas fósiles en los estratos del plioceno descubiertos en la base de una colina baja, la Colle de Vento. Entre las conchas encontró un fragmento de la parte superior de un cráneo, lleno de coral revestido de arcilla azul. Y, luego, cerca de allí, más huesos, esta vez del tórax y las extremidades.


Los enseñó a dos geólogos y le dijeron que sin duda eran huesos humanos, pero que procedían de un enterramiento más reciente. Ragazzoni, sin embargo, no quedó convencido. Sabía que durante el plioceno un mar cálido bañaba los pies de la colina. Los huesos estaban recubiertos de coral y conchas; luego habían sido depositados allí por el mar del plioceno. Más adelante encontró otros dos fragmentos de hueso en el mismo yacimiento. Al cabo de quince años, un comerciante del lugar, Carlo Germani, compró la zona con la intención de vender la arcilla, que era rica en fosfato, como fertilizante, y Ragazzoni le pidió que estuviera atento por si aparecían huesos. Cinco años después, en enero de 1880, los trabajadores de Germani encontraron fragmentos de un cráneo, con parte de una mandíbula inferior y algunos dientes. Aparecieron más fragmentos. Luego, en febrero, se desenterró un esqueleto humano completo. Estaba ligeramente deformado, lo cual, al parecer, se debía a la presión de los estratos. Una vez restaurado el cráneo, era imposible distinguirlo del de una mujer moderna. Estaba enterrado en barro marino, sin mezcla de arena amarilla y arcilla roja de estratos superiores. Se descartó la posibilidad de que el esqueleto hubiera sido introducido en la arcilla marina azul por alguna corriente, ya que la arcilla que lo cubría también formaba capas, lo cual significaba que el esqueleto había ido quedando enterrado lentamente en la arcilla durante un largo período. Los geólogos que examinaron el lecho dijeron que era de mediados del plioceno, es decir, hace unos tres millones y medio de años, del mismo período que Lucy y la Primera Familia. En 1883, el profesor Giuseppe Sergi, anatomista de la universidad de Roma, visitó el yacimiento y decidió que los diversos huesos y fragmentos de cráneo representaban un hombre, una mujer y dos niños. La zanja que se había cavado en 1880 seguía allí y Giuseppe Sergi pudo ver muy bien los estratos, todos ellos claros y separados. Se mostró de acuerdo en que no había la menor probabilidad de que los huesos hubieran llegado desde arriba arrastrados por el agua, toda vez que la arcilla roja era muy distintiva. En cuanto a un enterramiento, el esqueleto de mujer yacía boca abajo, lo cual indicaba claramente que había que descartar esa posibilidad. Parecía, pues, que acababa de encontrarse la prueba irrefutable de la existencia del Homo sapiens en el plioceno.

Pero iba a surgir una complicación. En 1889, se halló otro esqueleto en Castenodolo. Éste yacía boca arriba en los ostrales y daba la impresión de que lo hubiesen enterrado. Sergi visitó el yacimiento de nuevo, en compañía de otro profesor, un tal Arthur Issel. Ambos opinaron que este esqueleto lo habían enterrado y que, por tanto, era probable que fuese más reciente. Pero al escribir sobre ello, la conclusión de Issel fue que esto demostraba que los esqueletos anteriores también habían sido enterramientos recientes, quizá perturbados por las faenas agrícolas. Como no tenía ninguna relación con los esqueletos anteriores, no demostraba nada de esa índole. Añadió que Sergi estaba de acuerdo con él. En cuanto a la geología, podían descartarse todos los esqueletos de Castenodolo porque eran del cuaternario. Pero lo cierto era que Sergi no estaba de acuerdo con él, como dejaría bien claro más adelante. No vio absolutamente ningún motivo para cambiar su opinión de que los anteriores esqueletos eran del plioceno. A continuación, Michael Cremo cita a un arqueólogo, el profesor R. A. S. Macalister, que, en 1921, empieza reconociendo que Ragazzoni y Sergi eran hombres de gran reputación y que, por tanto, su opinión debía tomarse en serio. Luego agregaba que «tiene que haber un error en alguna parte». Huesos del plioceno pertenecientes al Homo sapiens significaban «una larga paralización de la evolución» . Así que, prescindiendo de los indicios que existieran, había que desestimar los anteriores esqueletos de Castenodolo. Cremo hizo un comentario razonable en el sentido de que esto es aplicar ideas preconcebidas a los indicios. Si el Homo sapiens, o algo parecido a él, existía en el plioceno, entonces el hombre no ha evolucionado mucho en los últimos cuatro millones de años, y esto es contrario a la teoría darwiniana de la evolución. En tal caso, el tiburón también contradice la teoría de la evolución, porque no ha experimentado ningún cambio durante 150 millones de años. En su libro Secrets of the Ice Age (1980), que se ocupa del mundo de los artistas de las cuevas de Cromañón, Evan Hadingham escribe: “El revuelo que han causado descubrimientos recientes en África Oriental tiende a oscurecer un hecho importante: la historia más antigua del hombre no es de innovación rápida e ingenio, sino de estancamiento y conservadurismo casi inconcebibles“.

Ciertos rasgos de los primeros cráneos de homínido, en especial la forma de los dientes y las mandíbulas, permanecieron esencialmente invariables durante millones de años. Llama en particular la atención que la capacidad cerebral parezca haber sido de unos 600 a 800 centímetros cúbicos, que es un poco más de la mitad del promedio de capacidad moderna, durante un período de cerca de dos millones de años. Es necesario explicar que la capacidad cerebral no es forzosamente una indicación de inteligencia. Aunque la media correspondiente a los seres humanos modernos es de 1.400 centímetros cúbicos, una persona puede ser inteligentísima con una capacidad muy inferior a la citada. El cerebro del famoso escritor francés Anatole France tenía sólo 1.000 centímetros cúbicos. Y, en cambio, el cerebro del hombre de Neandertal tenía 2.000 centímetros cúbicos. De modo que un antepasado humano con un cerebro de 800 centímetros cúbicos no sería por fuerza más tonto que un hombre moderno. En el libro de Hadingham hay otra historia que podría considerarse aleccionadora. Cerca del lago Mungo, en Australia, se encontró una sepultura que contenía un «hombre moderno» y databa de hace unos 30.000 años. Lo habían enterrado en almagre, sustancia que se utilizaba en las pinturas rupestres pero que también usaban mucho los neandertales. Pero en un lugar llamado Kow Swamp se hallaron restos de un pueblo mucho más primitivo, desde el punto de vista físico. Databan del 10000 a. de C., esto es, de 20 mil años más tarde que el pueblo del lago Mungo. Estos dos tipos, el moderno y el primitivo, coexistían. Así que Cremo arguye que es posible que los australopitecos y un tipo de hombre más moderno coexistieran hace más de dos millones de años. Tenemos los indicios en el esqueleto de Reck, la mandíbula de Kanam, las huellas de Laetoli, así como los hallazgos de Ribeiro, los esqueletos de Castenodolo y los numerosos hallazgos que describió J. D. Whitney desde la Tuolume Table Mountain de California, pero se interrumpen con los modernos paleo-antropólogos.


Cremo no cree que haya algún tipo de conspiración científica que pretenda suprimir las pruebas de que la antigüedad del Homo sapiens pueda ser mucho mayor de 100.000 años. Lo que arguye es que la antropología moderna ha creado una «historia del género humano» que es sencilla y coherente en el aspecto científico y no está dispuesta a aceptar la posibilidad de hacer cambios en un guión convenientemente libre de complicaciones. En África, hace unos doce millones de años, las exuberantes selvas del mioceno empezaron a desaparecer debido a la creciente escasez de lluvia. En el plioceno, siete millones de años después, las selvas ya habían dado paso a las praderas. Fue éste el momento en que nuestros antepasados humanos, probablemente algún mono tipo ramapiteco, decidieron bajar de los árboles y probar fortuna en las sabanas. Tres millones de años después, el mono había evolucionado hasta convertirse en el Australopithecus afarensis. A su vez, Lucy y los de su especie se transformaron en los dos tipos de australopiteco: el dartiano carnívoro y el vegetariano A. robustus. Hace dos millones de años, volvieron las lluvias y empezó el pleistoceno con una glaciación que duró 65.000 años. Y durante el resto del pleistoceno hubo una serie de «interglaciales», esto es, períodos cálidos que producían desiertos, a los que seguían glaciaciones. Durante este tiempo, el australopiteco aprendió a usar su ingenio y sus armas, y empezó la rápida ascensión evolutiva que le convirtió en el Homo habilis, luego el Homo erectus, cuyo cerebro era el doble de grande del que poseía el australopiteco. Posteriormente, hace alrededor de medio millón de años, ocurrió otro acontecimiento misterioso que la ciencia no ha podido explicar: la «explosión del cerebro». En el período comprendido entre hace medio millón de años y la época moderna, el cerebro humano creció otro tercio y este crecimiento tuvo lugar principalmente en la parte superior, con la que pensamos. En su obra Génesis en África, Robert Ardrey propone una teoría interesante para explicar por qué sucedió esto. Sabemos que hace unos 700.000 años un meteorito gigante, o puede incluso que fuera un pequeño asteroide, estalló sobre el océano Índico y esparció unos fragmentos minúsculos -llamados «tectitas» en una zona de 51.800.000 kilómetros cuadrados. También se produjo una inversión de los polos de la Tierra y el Polo Norte se convirtió en el Polo Sur y viceversa. Pero nadie sabe bien por qué sucedió esto, ni por qué ha ocurrido varias veces en la historia de la Tierra.

Durante este período la Tierra carecería de campo magnético y puede que esto diese lugar a un bombardeo de rayos cósmicos y partículas de alta velocidad, que tal vez causaron mutaciones genéticas. Por la razón que fuese, el hombre evolucionó más en medio millón de años que en los anteriores tres millones. La «explosión del cerebro» dio comienzo a la era del considerado verdadero ser humano. Los neandertales fueron un experimento evolucionista fallido que empezó hace unos 150.000 años, o posiblemente más, pero que fracasó porque estos hombres-mono no pudieron competir con el hombre de Cromañón, que destruyó al neandertal hace unos 30.000 años. Entonces el escenario quedó finalmente preparado para el hombre moderno. Y de pronto, la historia se acelera mucho. En Egipto, hace alrededor de 18.000 años, durante la glaciación, alguien se fijó en que las semillas que caían en las grietas que había en el limo de las orillas de las corrientes de agua se convertían en cosechas que podían recolectarse con hoces de piedra. Mil años más tarde, cazadores que habían aprendido a fabricar lámparas con soga y sebo pintaron animales en las cuevas de Lascaux, en Francia, no por razones artísticas, sino aparentemente como parte de un ritual mágico cuyo fin era hacer que los animales cayeran en trampas. Hace catorce mil años, cuando el hielo empezó a fundirse, cazadores asiáticos cruzaron el puente de tierra que había sobre lo que ahora es el estrecho de Bering y se supone que empezaron a poblar América. Otros aprendieron a fabricar embarcaciones y aparejos de pesca, como arpones y anzuelos, y a vivir de los mares. En Japón se hicieron los primeros cacharros de cerámica. Hace doce mil años, los lobos fueron domesticados y se convirtieron en perros y luego, durante el siguiente milenio, les tocó el turno a las ovejas y las cabras. Hace diez mil seiscientos años, surgió la primera ciudad amurallada en el valle del Jordán, el lugar que ahora denominamos Jericó, y la gente que residía allí recolectaba una planta silvestre llamada «trigo». Luego, durante los siguientes mil años, un accidente genético cruzó el trigo con la planta llamada «rompesacos» y creó una variedad más pesada y gruesa llamada «escanda». Un nuevo accidente genético cruzó la escanda con otra variedad de rompesacos y creó el trigo que se utiliza para elaborar pan, cuyos granos son tan pesados y están tan apretados que no se desparraman a impulsos del viento.

Fue el hombre quien aprendió a cultivar este nuevo grano y con ello dejó de ser cazador-recolector para transformarse en agricultor. Añadió el ganado vacuno a su lista de animales domésticos, descubrió la manera de tejer la lana de oveja y de cabra para fabricar paño y aprendió a regar sus campos. La revolución agrícola se extendió misteriosamente por todo el mundo. En África y en China se cultivó mijo; en América, alubias y maíz; en Nueva Guinea, caña de azúcar; en Indochina, arroz. Hace ocho mil años, la civilización tal como la conocemos había llegado a los confines de la Tierra. El pan se cocía en hornos y la cerámica también. El cobre -que se encontraba en la superficie- era batido para fabricar cuchillas. Pero un día alguien reparó en que un líquido de color dorado manaba de un trozo de malaquita verde que había caído en una hoguera y que este líquido, al solidificarse, era cobre en estado puro. El siguiente paso consistió en meter la malaquita verde en un horno para cocer pan y recoger el cobre que salió de ella, con el cual podían fabricarse palas de hacha y puntas de flecha. Lo malo era que el cobre no podía afilarse, pero el problema se resolvió hace unos 6.000 años al descubrirse que el arsénico tenía la propiedad de endurecer el cobre y formar una aleación. Lo mismo ocurría con el estaño, y el resultado fue el bronce, metal con la dureza suficiente para fabricar espadas. Junto con el animal recién domesticado al que llamaban «caballo», cuyo tamaño era más o menos el de un poni actual, la espada permitió a una nueva casta, la de los guerreros, atemorizar a sus vecinos, de tal modo que cada vez eran más las ciudades que tenían que construirse con murallas. También, hace unos 6.000 años, alguien decidió que trabajar la tierra con la azada era un trabajo demasiado duro y que podía aligerarse atando un buey a la azada. Y cuando el invento del arnés resolvió este problema, el agricultor pudo usar una azada mucho más pesada, el arado, para abrir surcos en la tierra fina y seca del Oriente Medio. Al cabo de unos cuantos siglos, estos agricultores del Oriente Medio que usaban el arado se trasladaron al norte, talaron los bosques europeos y cultivaron la tierra que había sido demasiado dura para la azada. Fueron los antepasados de los actuales europeos. El comercio entre ciudades hizo necesario disponer de algún signo que representara cosas, tales como ovejas, cabras y cantidades de grano.


De hecho, los primeros agricultores, hace unos diez mil años, habían modificado los «huesos para anotaciones» del hombre de la edad de piedra y los había transformado en tablillas de arcilla de diversas formas, cónicas, cilíndricas, esféricas, etcétera, que representaban los objetos con los que se podía comerciar. Hace cinco mil seiscientos años, en Sumeria, Mesopotamia, los contables del rey enviaban signos parecidos en envases de arcilla, como liquidaciones de impuestos. El paso siguiente era obvio: imprimir las diversos formas en porciones de arcilla blanda y ahorrarse así la molestia de fabricar conos, esferas y cilindros. Pero después de que a alguien se le ocurriera utilizar arcilla blanda, evidentemente era cuestión de sentido común grabar en ella símbolos que representaran animales u hombres. Así se practicó por primera vez la escritura, que tiene derecho a que se la considere el más importante de todos los inventos humanos. Por fin podía el hombre comunicarse con otros hombres, a pesar de la distancia y sin tener que confiar en la memoria del mensajero; ahora podía almacenar su propio conocimiento, del mismo modo que el hombre de la edad de piedra había almacenado las fases de la luna en trozos de hueso. Y ahora, en esta etapa muy tardía del desarrollo de la civilización, llegó el invento que los hombres modernos tendemos a considerar uno de los más grande de todos: la rueda. Nadie sabe con certeza cómo se produjo, pero lo más probable es que el inventor de la rueda fuese algún alfarero mediterráneo que, hace unos 6.000 años, descubrió que sí era posible hacer que la arcilla húmeda girase en un torno, moldearla con las manos podía resultar más fácil. Hasta entonces la ciencia del transporte se las había arreglado sin la rueda, aunque es indudable que nuestros antepasados sabían que era posible mover objetos pesados sobre rodillos colocados uno al lado de otro. En las regiones donde nevaba, la respuesta era el trineo. Pero la idea de dos ruedas en un eje sugirió nuevas posibilidades. Por ejemplo, si se instalaban en un arado, resultaba más fácil tirar de él. Y cuatro de ellas instaladas debajo de un carro permitirían transportar en él una carga pesada. La forma más sencilla de fabricar una rueda consistía en cortar un tronco en piezas circulares y planas. Pero el método tenía sus in-convenientes. Las líneas que cruzan en forma radial los anillos del árbol son líneas de debilidad y una rueda fabricada así no tarda en partirse. Un fleje de metal colocado alrededor del borde impide que se deshaga, pero sigue siendo fatalmente débil. La respuesta consistía en unir varios tablones hasta formar un cuadrado y cortarlo después en forma de círculo. Luego, un fleje de metal clavado alrededor del borde lo convertía en una rueda muy duradera.

Pero si se clavaban dos ruedas en los extremos de un eje, ¿cómo podían hacerse girar? Una de las primeras soluciones fue hacer que girase el eje, para lo cual se sujetaba debajo del carro o arado con correas de cuero o flejes de metal. La tecnología resolvió pronto este problema dejando un pequeño hueco entre el eje y el centro de la rueda. Este hueco incluso podía rellenarse con clavijas cortas y cilíndricas que reducían la fricción. Se trataba de los primeros rodamientos. Y así, hace aproximadamente 5.500 años, el hombre mediterráneo produjo sus dos aportaciones más importantes a la historia: la escritura y la rueda. La escritura consistía en toscos «símbolos pictográficos» y la rueda estaba hecha con toscos segmentos. Pero ambas cosas cumplían su función admirablemente. Y si la civilización hubiera sido tan pacífica y estable como en los primeros tiempos de la agricultura, tal vez ambas cosas hubieran permanecido invariables durante otros cuatro mil años. Pero en la historia de la humanidad estaba a punto de entrar otro factor que aceleraría el ritmo del cambio: la guerra. La domesticación del caballo y el descubrimiento del bronce ya habían creado un nuevo tipo de ser humano: el guerrero. Pero los primeros guerreros se limitaban a defender su propio territorio y, de vez en cuando, a robar el ajeno. Ahora, al transformarse las poblaciones en ciudades y aumentar la prosperidad de éstas, sus gobernantes se volvieron más poderosos. Inevitablemente, estos gobernantes empezaron a pensar en la expansión, que significaba conquista e impuestos. Durante los dos o tres siglos que siguieron a la invención de la rueda, empezó en el Oriente Medio la era de los reyes guerreros. Pero la guerra exigía carros rápidos y los carros sólo podían ser rápidos si sus ruedas eran ligeras. El resultado fue la invención de la rueda de radios. Y cuando se instalaron cuchillas en ellas, estas ruedas pasaron a ser un arma temible en las batallas. Akad, la parte septentrional de Babilonia, se convirtió en el primer imperio del mundo, y hace 4.400 años su rey ya se hacía llamar «emperador de todos los países de la tierra». Los «imperios» requerían comunicación entre sus partes más distantes y la antigua y tosca pictografía ya no era suficientemente flexible. Hace unos 4.400 años, algún escriba de Mesopotamia tuvo una de las ideas más inspiradas de la historia de la humanidad. Se trataba de crear un tipo de escritura que se basara en el lenguaje humano en vez de en dibujos de objetos. Dicho de otro modo, que determinado símbolo representara una sílaba. Dos mil años después, los chinos inventarían una forma de escritura basada en los antiguos símbolos pictográficos, con el resultado de que el chino tiene unos ochenta mil símbolos.

El genio que ideó la «escritura silábica» en Mesopotamia había dado uno de los saltos imaginativos más importantes de la historia del género humano. Más o menos en aquella misma época, jinetes procedentes de las estepas de Rusia bajaron hacia el sur y penetraron en lo que actualmente es Turquía. Estos «aurigas» tenían la piel clara en comparación con el hombre mediterráneo y, al penetrar como un vendaval en China y la India, llevaban consigo la lengua y la cultura que más adelante se llamarían «indoeuropeas». Mientras tanto, en la otra orilla del Mediterráneo, en Egipto, las tribus nómadas ya se habían unido bajo un solo rey, el legendario Menes, hace 5.200 años, y los egipcios pronto harían su aportación a la historia de los inventos humanos al descubrir la momificación, hace unos 4.600 años. Y convirtieron las tumbas reales, las llamadas «mastabas», en pirámides construidas con enormes bloques de piedra. En unos cuantos cientos de años, los egipcios habían avanzado asombrosamente en las ciencias, las matemáticas, la astronomía y la medicina. Pero lo que antecede es un resumen de lo que podríamos llamar «historia convencional». Pero deja muchas preguntas sin respuesta. Hapgood expresó una de las objeciones principales en Maps of the Ancient Sea Kings.Charles H. Hapgood (1904 – 1982) fue un académico norteamericano, conocido por su teoría de los cambios de posiciones de los Polos. Estudio en la Universidad de Harvard, en 1932, y recibió su diploma en Historia Medieval y Moderna. Durante la Segunda Guerra Mundial, Hapgood trabajó para la Oficina de Servicios Estratégicos, y para la CIA, luego para la Cruz Roja, finalmente sirvió como oficial de enlace entre la Casa Blanca y la Oficina del Secretario de Guerra. Concluida la guerra, enseñó historia en el Colegio Springfield, en New Hampshire. En 1958 publicó su primer libro:”El Cambio de la Corteza Terrestre” (Earth´s shifting crust), con prólogo escrito poco antes de su muerte, por parte de su amigo Albert Einstein. Con esta obra, y dos libros posteriores “Los Mapas de los Antiguos Reyes Marinos. Evidencias de Civilización avanzada en la Edad del Hielo” (Maps of the Ancient Sea Kings. Evidence of Advanced Civilization in the Ice Age, 1966), y el “El sendero del Polo” (The Path of the Pole,1970), introduce su radical teoría, que asevera que el eje de la Tierra ha cambiado durante su historia geológica. Estudioso de los períodos glaciares, así como de las grandes alteraciones climáticas del planeta, debidas a los cuatro grandes cambios de posición de los polos, confirmó que las tierras de la Antártida habían disfrutado de climas templados al menos cuatro veces en el último millón de años. Así, hace unos diez mil años estuvo libre de hielos. Los ríos debían correr en aquel entonces por la superficie del continente austral, tal como se refleja en los mapas de Piri Reis, y comprobado por la existencia de sedimentos de aluvión. Confirmó también que en aquellos tiempos la Tierra de Fuego había estado unido al continente antártico, también reflejado en el mapa de Piri Reis.


Hapgood determinó la existencia en remotas edades de una civilización a escala global, en la cual los cartógrafos de entonces cartografiaron el planeta en su totalidad. La evidencia de antiguos “mapa mundi“, permiten a Hapgood precisar que en tiempos remotos, antes del ascenso de cualquiera de las culturas conocidas, hubo una verdadera civilización avanzada, que si bien pudo estar establecida en un área determinada, comerció a escala global o fue, realmente, una cultura a nivel planetario. Hay indicios de la existencia de una civilización mundial de navegantes en los tiempos en que en la Antártida no había hielo, posiblemente alrededor del 10000 a. de C. No cabe duda de que el mapa de Piri Reis y otros portulanos constituyen hasta ahora la prueba más concluyente de que hay algo que no es correcto en la «historia convencional». Pero si el único propósito de estas objeciones fuera retrasar unos cuantos miles de años el origen de la civilización, el esfuerzo no valdría la pena. Tampoco serviría de nada sugerir la posibilidad de que el hombre existía desde hace más de un millón de años. En lo que se refiere a la civilización de navegantes de Hapgood, da lo mismo que la antigüedad del hombre sea de dos o diez millones de años. Son las consecuencias de la «historia alternativa» lo que tiene tanta importancia. Lo que sugiere Cremo es que hay indicios de que seres de anatomía parecida a la del hombre moderno existían ya en el mioceno o puede que incluso antes. Si estos seres hipotéticos se parecían en su anatomía, entonces andaban con el cuerpo erguido, lo cual les dejaba las manos libres. Ello induce a pensar que utilizaban herramientas, aunque se tratara sólo de toscos útiles de piedra, eolitos. El uso de herramientas no sólo exige cierto nivel de inteligencia, sino que también tiende a que ésta avance. El hombre que emplea herramientas, al encontrarse ante algún problema que podría resolverse utilizándolas, estudia las diversas posibilidades y hace que su cerebro trabaje. En tal caso, ¿por qué el Homo sapiens no apareció mucho antes? Porque tendemos a vivir mecánicamente. Siempre y cuando podamos comer, beber y satisfacer nuestras necesidades básicas, no sentimos ninguna necesidad de innovar. Los experimentos modernos han indicado que a los monos se les puede enseñar a comunicarse mediante el lenguaje de los signos y a pintar. Poseen la inteligencia necesaria para ello. Entonces, ¿por qué no han cultivado estas capacidades en el curso de su evolución? Porque no tenían a nadie que les enseñara.

Hay muchísima diferencia entre la inteligencia y el hacer uso óptimo de la misma: Ello es evidente en las pruebas de inteligencia de Piaget, que revelaron que los fabricantes de herramientas de hace 330.000 años eran tan inteligentes como los hombres modernos. Entonces, ¿por qué el hombre de hace medio millón de años empezó a evolucionar tan rápidamente? Quizá algún acontecimiento externo, como la gran explosión que cubrió la Tierra de tectitas, provocó alguna mutación genética. Sin embargo, eso en sí mismo no daría toda la respuesta. Hemos visto que los neandertales tenían un cerebro mucho mayor que el del hombre moderno, pero que, a pesar de ello, no se transformaron en el Homo sapiens sapiens. Si el hombre hubiera adquirido súbitamente la capacidad de usar herramientas, tendríamos la explicación obvia. Pero la Primera Familia de Johanson ya utilizaba herramientas toscas tres millones de años antes. Y no puede explicarse atendiendo a algún cambio climático que representara un obstáculo, ya que el mal tiempo del pleistoceno ya había durado un millón y medio de años. Otra sugerencia verosímil es que el hombre empezó a adquirir la capacidad de hablar hace medio millón de años, pronunciando algo más que gruñidos. Pero esto se presta a una objeción obvia: ¿qué quería decir? Una comunidad cazadora primitiva no necesita el lenguaje más que una manada de lobos. El lenguaje aparece como respuesta a cierta complejidad en la sociedad. Por ejemplo, toda tecnología nueva requiere palabras también nuevas. Pero la sociedad primitiva no tenía tecnología nueva. Así que la teoría del lenguaje es presa de la misma objeción que la teoría de las herramientas. El antropólogo húngaro Oscar Maerth hizo la interesante sugerencia de que la respuesta puede radicar en el canibalismo. En 1929, el paleontólogo Pie Wen-Chung había descubierto en unas cuevas cerca de Chukutien el cráneo petrificado de uno de los más antiguos antepasados del hombre. Parecía un chimpancé más que un ser humano, y su colaborador Teilhard de Chardin opinó que sus dientes eran de animal de presa. Tenía la frente hundida, cejas enormes y mentón huidizo. Pero el tamaño del cerebro era el doble del de un chimpancé: 800 centímetros cúbicos frente a 400. Y a medida que fueron encontrándose más extremidades, cráneos y dientes, se hizo evidente que este animal de presa caminaba con el cuerpo erguido. Al principio pareció que era el eslabón perdido que se buscaba desde hacía tanto tiempo, pero los indicios pronto demostraron que no lo era. El «Hombre de Pekín», como lo llamaron, conocía el uso del fuego y su comida preferida era la carne de venado. Este ser, que había vivido hace medio millón de años, era un verdadero ser humano. Y era también caníbal.

La totalidad de los 40 cráneos descubiertos en Chukutien estaban mutilados por la base, de modo que formaba un hueco por el que podía meterse la mano para sacar el cerebro. Franz Weidenreich, el científico encargado de la investigación, dijo que no le cabía ninguna duda de que los seres habían sido sacrificados en masa, arrastrados al interior de las cuevas, asados y comidos. ¿,Por quién? Seguramente por otros hombres de Pekín. En otras cuevas de la zona se encontraron rastros del hombre de Cromañón y también había indicios de canibalismo. Como sabemos, hay indicios que hacen pensar que el hombre de Cromañón practicaba el canibalismo. El propio Maerth afirma que un día, después de comer cerebros de mono crudos en un restaurante asiático, experimentó una sensación de calor en el cerebro y de vitalidad intensificada, incluido un fuerte impulso sexual. El canibalismo ritual -que Maerth estudió en Borneo, Sumatra y Nueva Guinea- se basa en la creencia de que la fuerza del enemigo muerto pasa a la persona que se lo come, y bien podría basarse esto en la experiencia de vitalidad intensificada que describió Maerth, que cree que «la inteligencia puede comerse». La teoría de Maerth plantea un problema obvio. Si comer cerebros humanos produjera inteligencia, entonces las pocas tribus del sudeste asiático que siguen practicando esta costumbre deberían ser mucho más inteligentes que los occidentales, cuyos antepasados la abandonaron hace miles de años. Y no parece que sea así. Además, para explicar el ritmo de la evolución del hombre a partir de hace unos 500.000 años, necesitaríamos muchas más pruebas de canibalismo generalizado, pero no las tenemos. Así pues hay que considerar que la teoría del canibalismo no está probada. El problema de la «historia convencional» que hemos descrito en líneas generales es que da a entender que el hombre es esencialmente pasivo. Todo resulta casual, de forma bastante parecida a la selección natural de Darwin. Ahora bien, es verdad que el hombre es un ser pasivo que se encuentra en sus mejores momentos cuando tiene que hacer frente a una dificultad. Pero lo que es tan importante en él es precisamente esa capacidad asombrosa de responder a las dificultades. Lo que le distingue de todos los demás animales es la decisión, la fuerza de voluntad y la imaginación con que afronta las dificultades. Éste es el verdadero secreto de su evolución.


Los paleo-antropólogos han pasado por alto una explicación obvia del avance de la evolución, como lo es la sexualidad. En el plano sexual, la principal diferencia entre los seres humanos y los animales estriba en que las hembras humanas son sexualmente receptivas todo el año. La hembra del mono es receptiva al macho sólo durante una semana al mes. En algún momento de la historia, la hembra humana dejó de ser receptiva durante unos cuantos días al mes y se volvió receptiva al macho en cualquier momento. La explicación más verosímil es que cuando los cazadores pasaban varias semanas seguidas lejos de la tribu, esperaban su recompensa sexual al volver, tanto si la hembra estaba receptiva como si no. Las hembras que no ponían objeción criaban más, mientras que las que ponían reparos fueron extinguiéndose gradualmente por selección natural. En algún momento de su evolución, las características sexuales de las hembras humanas se hicieron más pronunciadas, con labios carnosos, senos grandes, nalgas y muslos redondeados. Los genitales de la hembra del chimpancé se hinchan y se vuelven de color de rosa vivo solo cuando está en celo. Puede ser que estas características se transmitieran a la boca femenina. Robert Ardrey comentó: «La sexualidad es secundaria en el mundo de los animales», pero en el mundo de los seres humanos empezó a desempeñar un papel cada vez más importante cuando las mujeres se volvieron permanentemente receptivas y sus características sexuales se hicieron más pronunciadas. El vello menos espeso y el contacto cara a cara durante el apareamiento hicieron que las relaciones sexuales fueran mucho más sensuales. En este momento de la evolución, los machos tendrían un motivo poderoso para ser competitivos. La presencia de hembras sin pareja introdujo un nuevo motivo de excitación. Mientras los cazadores se hallaban ausentes, las niñas flacuchas se convertían súbitamente en adolescentes núbiles. En anteriores grupos tribales, el único propósito del cazador era matar animales. Ahora el cazador más poderoso podía elegir entre las hembras más atractivas. Así que de pronto apareció una motivación muy fuerte para convertirse en un gran cazador. Se trataba de la recompensa de las relaciones sexuales. Por supuesto, no hay ninguna prueba en absoluto de que la «explosión del cerebro» estuviera relacionada con los cambios sexuales que tuvieron lugar en la mujer. Sin embargo, a falta de otra hipótesis convincente, parece bastante probable.

Basta con que pensemos en el enorme papel que el romanticismo ha interpretado en la historia de la civilización para que nos demos cuenta de que siempre ha sido una de las más poderosas motivaciones humanas. Antonio y Cleopatra, Dante y Beatriz, Abelardo y Eloísa, Lancelot y Ginebra, Romeo y Julieta, Fausto y Margarita: todos ejercen en nosotros la misma fascinación que ejercieron en nuestros tatarabuelos. Desde el punto de vista psicológico, el romanticismo y el sexo son todavía las fuerzas más potentes en la vida de los seres humanos. Puede que Goethe dijera algo que tenía sentido desde el punto de vista biológico cuando escribió: «La mujer eterna nos atrae hacia arriba». Una vez más, la pregunta obvia es: ¿Qué importa si el hombre se hizo más «humano» por medio de la sexualidad, del lenguaje o de algún accidente genético? Y esta vez la respuesta tiene que ser que importa mucho. Ya hemos señalado que la evolución tiende a permanecer detenida cuando los individuos no tienen ningún motivo para evolucionar. Lo mismo es aplicable a los individuos. Pueden tener talento y ser inteligentes y, a pesar de ello, malgastar su vida porque por alguna razón carecen de motivación para hacer uso de estas facultades. La mejor suerte que puede tener cualquier individuo es poseer un sentido muy claro de cuál es su meta. Puede que sea verdad y puede que no lo sea que el Homo sapiens evolucionó a partir de una clase de romanticismo sexual. Pero la posibilidad sirve para llamar nuestra atención sobre una idea de importancia fundamental. Que, dado que la evolución del Homo sapiens ha sido una evolución mental, como da a entender la palabra sapiens, quizá la causa de esa evolución deberíamos buscarla en el reino de la motivación y el propósito más que en el reino de la selección natural y la casualidad. Tal vez deberíamos hacer esta pregunta: ¿qué pudo transformar al Homo sapiens en el Homo sapiens sapiens ?

La realidad es tozuda y se van hallando pruebas de civilizaciones con una aparente avanzada tecnología que existieron millones de años antes de las fechas en que se supone que la humanidad evolucionó en la Tierra. Todo parece indicar que la Tierra fue visitada o habitada por seres inteligentes que usaban tecnología avanzada mucho antes de la aparición (tal como es explicado por la historia oficial) de los primeros humanos. En el Período Triásico hay evidencias tan sorprendentes como una suela de zapato, en Nevada, datada en una increíble antigüedad de entre 213 y 248 millones de años. El 18 de octubre de 1922, la sección American Weekly del periódico New York Sunday American publicó una noticia titulada “Misterio de la suela de zapato petrificada”, por el Dr. W. H. Ballou, que decía: “Hace algún tiempo, mientras estaba buscando fósiles en Nevada, John T, Reid, un distinguido ingeniero minero y geólogo vio, con asombro, una roca cerca de sus pies. Allí, parte de la roca misma, era lo que parecía ser una huella de pie humano”. Una inspección más detallada mostró que no era una marca de un pie desnudo, sino que era, aparentemente, una suela de zapato que había sido convertida en piedra. Faltaba una parte, pero estaba el delineado de por lo menos dos terceras partes de la suela, y alrededor de este contorno corría un muy bien definido hilo cosido, el cual, según parecía, ataba el zapato a la suela. Además, había otra línea de costura, y en el centro, donde el pie habría descansado si el objeto realmente hubiera sido una suela de zapato, estaba una muesca, exactamente como si hubiera sido hecha por el hueso del talón rozando y desgastando el material del que había sido hecha la suela. Reid consiguió un químico analista del Instituto Rockefeller, quien hizo fotos y análisis del espécimen. Los análisis eliminaron cualquier duda de que la suela de zapato había sido fosilizada en la época Triásica. Las ampliaciones de la microfotografía son veinte veces más grandes que el espécimen mismo, mostrando hasta el último detalle de las vueltas de hilo y doblado, demostrando que la suela de zapato es estrictamente el resultado del trabajo manual de un hombre.


Incluso a simple vista los hilos pueden verse claramente, junto con los contornos definitivamente simétricos de la suela del zapato. Dentro de este borde y corriendo paralela puede verse una línea que parece haber sido regularmente perforada para las puntadas. La roca triásica que lleva el fósil de la suela del zapato ha sido datada en un período entre 213 y 248 millones de años. Un zapato obviamente moderno, con puntadas y grabado en el tiempo en la antigua roca triásica. ¿Estaba el misterioso visitante caminando en esta región hace más de 213 millones de años, antes de la era de los dinosaurios? La Era Paleozoica es una importante era geológica, precedido por la era Precámbrica y seguido por la era Mesozoica, incluyendo los períodos Cámbrico, Ordoviciano, Siluriano, Devoniano, Carbonífero y Pérmico. La Era Paleozoica comenzó aproximadamente hace 570 millones de años y finalizó aproximadamente hace 200 millones de años. Al movernos más atrás en el tiempo entramos a este período de la Era Paleozoica, donde la vida estaba evolucionando desde formas primitivas multicelulares, que flotaban libremente en los océanos, hasta especies más evolucionadas en la tierra. Las formas de vida más avanzadas al final de este período eran anfibios, insectos, bosques de helechos y pequeños reptiles. Y oficialmente los humanos no evolucionarían hasta casi 300 millones de años más tarde. De nuevo, los hallazgos científicos sugieren que seres inteligentes, con tecnología avanzada, estuvieron visitando la Tierra y caminando sobre ella cuando las primeras formas de vida estaban solamente comenzando a emerger en nuestro planeta. En el Período Carbonifero hay evidencias como las de una cadena de oro, de entre 320 y 360 millones de años de antigüedad. La edición de Junio de 1891 del periódico Morrisonville Times, de Morrisonville, Illinois, presentaba un artículo que se refería a una cadena de oro descubierta dentro de una pieza sólida de carbón. La cadena fue descubierta por la esposa del editor del periódico, cuando estaba rompiendo un trozo de carbón. De acuerdo al Departamento de Investigación Geológica de Illinois, el carbón que contenía la cadena era del período Carbonífero, de más de 300 millones de años de antigüedad. El Dr. A.W. Medd, del Centro Británico de Medición Geológica, escribió en 1985 que esta piedra es del Carbonífero Temprano, entre 320 y 360 millones de años de antigüedad. ¿Quien dejó caer esta cadena de oro en los antiguos bosques de helechos, cuando las más avanzadas formas de vida en el planeta eran anfibios e insectos?

En 1897, un minero de carbón trabajando en una mina cerca de Webster, Iowa, encontró una extraña inscripción en una pieza de piedra. El Daily News de Omaha, Nebraska (2 de Abril de 1897), publicó: “La piedra es de un color gris oscuro, con dos pies de longitud, un pie de ancho y cuatro de espesor. Sobre la superficie de la piedra, la cual es muy dura, fueron dibujadas líneas con ángulos formando diamantes perfectos. El centro de cada diamante es apreciablemente el rostro de un hombre anciano…”. ¿Fue una piedra tallada por un viajero en el tiempo hasta aquella época de la Tierra? Otra evidencia es una taza de hierro encontrada en una mina de carbón, en Oklahoma, de 312 millones de años de antigüedad. El 27 de noviembre de 1948, Frank J. Kenwood afirmó: “Mientras yo trabajaba en la Planta Eléctrica Municipal, en Thomas, Oklahoma, en 1912, me tropecé con un sólido trozo de carbón, el cual era demasiado grande para poder ser usado. Lo quebré con un martillo de trineo. Del centro de esta pieza de carbón cayó esta taza de hierro, dejando la impresión de la taza en el pedazo de carbón”. Jim Stall (un empleado de la compañía) atestiguó la rotura del trozo de carbón y que vio caer la taza. Robert O. Fay, de la Oficina de Medición Geológica de Oklahoma, confirmó que la mina Wilburton de carbón tiene 312 millones de años de antigüedad. ¿Qué avanzada civilización estaba usando tazas de hierro hace más de 300 millones de años?




Fuentes:

Colin Wilson – El Mensaje Oculto De La Esfinge
Martyn Bramwell – Rocas Y Fósiles
Georges Cuvier – Essay on the Theory of the Earth
Alessandro Garassino – Fósiles
Johann Jakob Scheuchzer – Sacred Physics
Mauricio Antón – El secreto de los fósiles
Charles Robert Darwin – El origen de las especies
Jacques Boucher de Perthes – Antiquités celtiques et antediluviennes
Zecharia Sitchin – El 12º Planeta

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