La biosfera es el sistema formado por el conjunto de los seres vivos del planeta. La mayoría de nosotros pensará de inmediato en los ecosistemas terrestres y marinos donde florece la vida de todo tipo: peces, algas o invertebrados en el mar; plantas, hongos y animales en la tierra. Comparada con el resto de capas de roca o gas del planeta, la biosfera puede parecer más bien fina, un barniz vivo muy tenue, que en la tierra debería llegar a poco más que la altura de los árboles.
Sin embargo, tal y como descubrió un grupo de investigadores de la universidad de Georgia, la biosfera no es tan fina: el aire a diez mil metros de altura está repleto de bacterias vivas, hasta un 20% de lo que antes se pensaba que era polvo atmosférico en realidad son seres vivos en suspensión.
En el mar ocurre algo parecido. No solo el volumen de agua de los océanos está lleno de virus y bacterias, sino que los sedimentos oceánicos más profundos, a varios centenares de metros bajo el fondo marino, están también repletos de microorganismos vivos.
Volvamos al aire. Además de en los suelos, en la superficie de las plantas o en nuestro tubo digestivo, existe de manera permanente una nube de microorganismos a nuestro alrededor, que empieza a la altura del suelo y acaba muy por encima de la cumbre del Everest.
Las bacterias que hacen llover
Hay un hecho poco conocido de estas bacterias que flotan en la atmósfera y es que desempeñan un papel fundamental en la formación de la lluvia, ya que actúan como diminutos núcleos de cristalización de hielo a gran altitud. Estos cristales de hielo se transforman en copos de nieve, en granizo o en lluvia. Muchas de estas bacterias “hacedoras de lluvia” son en realidad patógenos vegetales, es decir, producen enfermedades en las plantas, y solo se encuentran en la atmósfera de manera transitoria.
La principal especie de estas bacterias es Pseudomonas syringae. Este microorganismo tiene una proteína en su superficie con una gran afinidad por el agua, que facilita la formación de cristales de hielo a temperaturas no demasiado bajas. Esta particularidad le permite aliarse con el frío para dañar a la planta congelándole las hojas para, a continuación, infectarla.
El viento y las corrientes de aire ascendentes arrastran a muchas de estas bacterias desde las plantas hasta zonas relativamente altas de la atmósfera, dónde su capacidad para generar diminutos cristales de hielo les permite volver al suelo en forma de lluvia o nieve.
Es fascinante pensar que esta capacidad para formar cristales de hielo por parte de las bacterias patógenas de plantas es adaptativa, es decir, ha sido fijada mediante selección natural. Es una especie de sistema de seguridad que permite a las bacterias, cuando son arrastradas por el viento hasta prácticamente la estratosfera, volver a la superficie, donde pueden volver a infectar plantas, cerrándose así un sorprendente ciclo vital, que pasa –literalmente– por las nubes.
La lluvia, pero también la sedimentación (es decir, el “posado” por gravedad), es responsable de la vuelta a la Tierra de millones de bacterias y billones de virus que caen del cielo cada día, en cada metro cuadrado de nuestro planeta.
La inmensa mayoría de los microorganismos que componen esta “ducha microbiana” son inocuos para los humanos, pero es prácticamente seguro que al menos algunos de los patógenos que nos afectan pueden transportarse a grandes distancias a través de un gran salto de hasta 15 km de altura y varios días de duración.
La presencia de microorganismos en la atmósfera, su implicación en el clima o en la transmisión de enfermedades a grandes distancias es un campo de estudio fascinante que apenas está comenzando.
Conviene tener presente que este tipo de procesos, y otros aún por descubrir, han tenido lugar sin duda desde hace millones de años, y probablemente con un papel en general muy positivo, como es evidente en el caso de la lluvia.
Las bacterias del aire no están solo detrás de la infección de las plantas. Una de sus contribuciones es el aroma de lluvia, ese perfume tan agradable que emana de la tierra con las primeras gotas de una tormenta y que tiene un nombre evocador: petricor.
El petricor es una mezcla compleja de compuestos volátiles, el principal de los cuáles es la geosmina, una molécula terpénica producida por bacterias. En concreto, la geosmina la producen cianobacterias y actinomicetos, en especial los pertenecientes al género Streptomyces.
Los Streptomyces producen esta molécula para atraer a los insectos, que se alimentan de estos microorganismos pero también, de paso, diseminan sus esporas. El olor a geosmina que producen las bacterias de las aguas estancadas atrae no solo a los insectos, sino también a los camellos que la identifican –como nosotros– como el “olor del agua”.
Así que, ante el hermoso espectáculo de una tormenta estival, no está de más recordar que, con la lluvia, llegan de vuelta a la superficie de nuestro planeta millones de microorganismos que vienen de muy lejos, y que, al impactar contra el suelo seco, catapultan hasta nuestra pituitaria los deliciosos aromas de otras bacterias menos viajeras.