NOCHE DE SABADO
Tal y como me encontraba, hubiera sido capaz de seguir durmiendo una semana entera. Quizás la incomodidad que me producía una cama que extrañaba, o mi conciencia silenciosamente culpable, me hicieron despertar cuando aún no eran las cuatro de la madrugada. Los números del despertador digital de la cómoda, me devolvían la mirada inexpresivos, envueltos en una inquietante luz verdosa.
Lo primero en acudir a mi cabeza, si descontamos el insistente martilleo de mis sienes, fue la sensación de ridículo que me invadía siempre al despertar de una noche loca que era incapaz de recordar. Es esa especie de señal de alarma que nos avisa de que con cuatro copas de más, somos capaces de lo peor.
Tras unos minutos tratando de adaptarme a aquel lugar desconocido, recibí el mazazo de darme cuenta de que no era el dormitorio lo único que no me resultaba familiar. Tumbada desnuda junto a mí, dándome la espalda, dormía una mujer desnuda cuya edad resultaba imprecisa a la tenue luz del despertador.
Nunca he sido uno de esos puritanos recalcitrantes. Desde luego, ésta no iba a ser la primera vez que tuviera una aventura de espaldas a Lidia, pero lo que está claro es que no soy de la clase de tipos que se despiertan junto a mujeres a las que no han visto en su vida. Traté de mantener la calma y de buscar una explicación razonable para aquello. Quizás no hubiera pasado nada entre nosotros, aunque el escozor de mi entrepierna, pareciera negarlo de plano. En un intento de reconstruir las últimas horas, me puse a echar un vistazo más detenido a lo que me rodeaba.
Las paredes paneladas en caoba, el suave raso de sábanas y cortinas, la lámpara de finas gotas de cristal que pendía sobre nosotros,… todo parecía indicar que aquella mujer, y aquel lugar, nada tenían que ver con el agujero inmundo en el que vivía con Lidia. Al fondo de la habitación, sobre una de esas mesillas de estilo Luis nosécuantos”, pude entrever el marco de una foto con tres figuras desdibujadas. Con la suerte que tenía, seguro que había ido a para a la cama de una mujer casada. De nuevo volví la vista hacia ella. Me fijé en sus hombros desnudos, en la suave curva de su trasero… casi podía asegurar que no debía llegar a los treinta años que yo superaba de largo. Tentado estuve de ir hacia el lado opuesto del dormitorio, de ponerme frente a ella y calibrar la clase de pareja que me había echado, pero el omnipresente rostro desaprobador de Lidia me lo impidió y me dijo que lo mejor era salir de allí cuanto antes.
Me levanté tratando de hacer el menor ruido posible. Temía despertarla, pero sobre todo, temía enfrentarme a ella en el estado de confusión en que me encontraba. Por suerte, mi ropa colgaba del respaldo de una silla cercana. Con suma prudencia la recogí sobre mi brazo, agachándome también a por mis zapatos, en cuyo interior reposaban apacibles mis malolientes calcetines. Abrí la puerta y eché un último vistazo a la silueta de la mujer para asegurarme de que no hubiera despertado. Quizás al día siguiente, le mandara una nota de disculpa. Sí, eso sería lo correcto, pero ahora debía de vestirme y salir de allí cuanto antes, por descortés que resultara. Lidia estaría con los nervios a flor de piel preguntándose donde me habría metido.
Crucé un oscuro pasillo circundado por puertas que me condujo hasta un enorme y lujoso salón. A toda prisa me puse la ropa, y cuando tan solo faltaba la chaqueta, quedé completamente paralizado al escuchar unos pasos provenientes del pasillo que acababa de cruzar. Miré en dirección a la puerta de salida, que a pesar de los escasos cinco metros que me separaban de ella, se me antojaba inalcanzable dada la proximidad de los pasos. Por muy rápido que corriera, era inevitable que, fuera quien fuese el que se acercaba, me viera huyendo de la escena del crimen. Trate de forzar una mueca de tranquilidad, y con el aspecto más decoroso que fui capaz de crear, me eché la chaqueta sobre el hombro y esperé.
Una niña de no más de seis años, estaba plantada frente a mí, con los ojos entornados a causa del sueño del que no había sido capaz de desperezarse. Nos quedamos mirándonos, la niña con expresión desconcertada, y yo, con una de “tierra trágame”, aunque supongo que ella era demasiado joven como para percatarse de semejantes matices. Seguimos un rato más, allí plantados el uno frente al otro hasta que ella habló.
- Papá, ¿a donde vas tan pronto?
Salí disparado hacia la puerta, la cual, afortunadamente no tenía los cerrojos echados, y dejando un sonoro portazo tras de mí, me precipité escaleras abajo.
Respiré hondo al llegar a la calle. Acababa de llover y un fuerte aroma a ozono lo impregnaba todo. El asfalto húmedo estaba brillantemente iluminado por la luz de las farolas, y de las cornisas de los edificios aledaños, caían gruesas gotas que daban a la escena una banda sonora de campanillas chinas. Ahora solo quedaba tener un poco de suerte y que mi viejo Volkswagen estuviera aparcado cerca. Antes de ponerme a buscarlo, quise asegurarme de que llevaba las llaves. Sí, allí estaban, pero, no el pesado manojo de siempre, sino una sola llave unida a un pequeño mando que hacía las veces de llavero. Por alguna razón, apreté el botón del mando. Delante mía, sonó un metálico “chuic-chuic”, y el lujoso BMW que tenía ante mí, lanzó tres destellos anaranjados que llenaron toda la calle. Me quedé mirando el deportivo sin saber muy bien que hacer. Tras unos segundos, decidí que lo mejor era volver a cerrarlo. Pulsé de nuevo el botón, y el coche, excitado por la señal, volvió a decir la única frase que parecía conocer, mientras los seguros volvían a bajar y las luces de la intermitencia centelleaban otras tres veces. Lo mejor sería dejar las cosas como estaban, y devolver las llaves junto a la nota de disculpa. De mi coche, ya me encargaría más adelante.
La calle, que en un principio me era totalmente desconocida, se me hizo más familiar al consultar el nombre que aparecía en una de las esquinas. Estaba al otro extremo de la ciudad respecto a donde yo vivía. Una zona de pelas a la que la gente como yo solo se solía acercar si era para entregar una pizza. Tomé nota mental del nombre y número de la calle pensando en el momento en que habría de mandar la nota.
Me puse a caminar calle abajo, con el sonido hueco de mis zapatos como única compañía hasta que un taxi cruzó por una perpendicular a la calle por la que avanzaba. Levanté el brazo y lancé una voz. El vehículo paro unos metros más adelante. Me metí dentro. El habitáculo estaba inundado por una indescriptible mezcla de perfume barato, semen, y tuberías de letrina de garito.
- ¿A donde?- preguntó el taxista desde el otro lado de la mampara blindada que nos separaba.
Le di mi dirección y le pregunté que si podía fumar, a lo que el conductor respondió con un gesto afirmativo de cabeza. Eché mano al bolsillo interior de la chaqueta, donde nunca faltaba el paquete de Fortuna para llevarme la desagradable sorpresa de que no estaba allí.
- Perdone jefe- le dije al conductor-. ¿No tendrá por ahí un pitillo?
Sin mediar palabra echó un paquete de Gold Coast y un mechero en el cajetín destinado al intercambio monetario. Cogí uno de los cigarros, le di las gracias, y lo encendí. Al aspirar, fue como la primera calada, veintimuchos años atrás, en el colegio. Se me fue el humo por otro lado y me puse a toser como un enfermo de escorbuto. Cuando se me pasó, volví a intentarlo, pero fue otra vez igual, así que decidí pasar del cigarro a pesar de no apagarlo, en parte para tener algo entre las manos, y en parte para no desairar al generoso taxista.
Me dejé caer hacia atrás y clave la vista en la mierda que había pegada en el techo, dejándome adormecer por la música que salía de la radio del vehículo. Cuando estaba a punto de quedarme dormido, la voz del locutor dando la bienvenida al último día de la semana, me despertó de un bofetón.
- Disculpe- dije tratando de contener la excitación-. ¿Ha dicho que estamos a Domingo?
- Yo no he dicho nada, pero aun así estamos a Domingo.
El perder un poco de memoria después de una buena juerga, era algo que solía pasarme, y que supongo que en mayor o menor medida nos sucedía a todos, pero era un día entero lo que yo había olvidado. Lo último de lo que tenía consciencia era de lo acaecido la noche del viernes. Recordaba haber discutido con Lidia y haber salido a tomar unas copas a El último trago, con mi amigo Pablo. Recordaba la hora de cierre del local, y que aun así nos quedamos tomando algunas más. Después, todo se vuelve confuso. Lo que sí estaba claro es que no podía presentarme ante Lidia sin una explicación razonable, así que a fin de aclarar las cosas decidí que lo mejor sería pasarme por el bar y hablar con Pablo. Le di al chofer las señas del bar con la esperanza de que como casi todas las noches, Pablo se hubiera quedado allí a dormir.
- Usted manda- dijo el conductor.
Mi nerviosismo y confusión iban en aumento. Además estaba terriblemente cansado. Lamentaba haberme despertado y haber salido de aquella casa desconocida. Ojalá hubiera seguido durmiendo abrazado a aquella mujer. Por la mañana todo hubiese tenido otro color, el martilleo de mis sienes habría desaparecido y las cosas seguramente estarían más claras. Aún así, Pablo resolvería las dudas y en unas horas estaría junto a Lidia. Llamaría al taller para decir que estaba enfermo y que no podría ir a trabajar, animaría a Lidia a que hiciera lo mismo y nos pasaríamos el día en la cama, haciendo el amor como en los viejos tiempos. Todo eso, si se me ocurría una excusa razonable para mi desaparición, lo cual, en estos momentos, resultaba más que improbable.
Sumido en aquellos pensamientos, y en la idea de una buena ducha, llegamos por fin al bar. Las luces estaban apagadas y el cierre echado. El taxista paró, y bajó la bandera.
- Tres mil cuatrocientas… y la voluntad- dijo.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando recordé que no había comprobado si llevaba dinero. Evalué, mientras sacaba la cartera, las aptitudes físicas del taxista, previniendo una posible confrontación si como esperaba, la cartera estaba vacía. No sé si el se daría cuenta del temblor de mis manos mientras buscaba. Seguro que estaba más que acostumbrado a aquellas situaciones y todos los detalles eran para él, como leer en un libro abierto. Había salido de casa con un billete de cinco, y era probable que Pablo no me hubiese cobrado las copas del viernes, pero a saber que habría pasado el sábado.
Abrí el espacio de la cartera reservado para los billetes. Tres de diez, cuatro de cinco, y cinco de mil. Tenía demasiados problemas como para preocuparme también por aquel golpe de suerte, así que con un suspiro de alivio solté cuatro de los verdes por el cajetín. La voluntad fueron un par de monedas de cien.
El sonido de la puerta al cerrarse recorrió todo el callejón.
Miré el neón apagado del bar mientras el coche arrancaba. El último trago. Nunca había pensado en ello, pero dada mi actual situación, aquel nombre resultaba cuando menos inquietante. Me acerqué al cierre metálico. Tratando de no levantar mucho la voz, me puse a llamar a mi amigo.
- Pablo.
Esperé sin recibir respuesta.
- ¡Pablo!- dije elevando un poco más la voz- ¡Abre, que soy yo!
Esperé un poco más, y me puse a dar golpes sobre el metal hasta que los vecinos comenzaron a protestar desde sus balcones.
Decidí que lo único que podía hacer era afrontar los hechos y presentarme ante Lidia. Mi casa quedaba a unas pocas manzanas, las suficientemente pocas como para no tener que recurrir a un taxi, pero suficientes para tener tiempo de inventar una explicación.
Pensé en ser completamente sincero, ¿pero quien demonios se iba a creer que un día entero había desaparecido de mi memoria? Todas las excusas que se me venían eran rocambolescas: un accidente, un secuestro…
Decidí que lo mejor sería decir que Pablo y yo acabamos muy borrachos y que una trifulca nos había llevado a comisaría. No era la mejor historia del mundo, pero teniendo en cuenta el esfuerzo que había sido urdirla con aquel dolor de cabeza, me merecía un jodido Nobel.
Aceleré el paso deseoso de que todo acabara de una vez, mirando los semáforos intermitentes que parecían estar sincronizados con mis cefaleas.El último trago, pensé.
Llegué a casa todavía de noche, pero con el cielo azulando ya por el Este. El portal esperaba paciente como tantas otras noches. Saqué el juego de llaves del bolsillo e inmediatamente me di cuenta de que no se trataban de las de mi casa. Demasiado aturdido para buscar explicaciones decidí que no bastaría con una carta. Sería necesaria toda una maleta.
Felix el portero todavía no estaba levantado, así que tuve que dar tres timbrazos al telefonillo. “Se acabaron las noches locas. Prometido.”, me dije viendo ya cercano el final de mi aventura.
Esperé.
Volvía a insistir.
El telefonillo estaba estropeado la mitad de las veces, aunque confiaba en haber tenido algo de suerte por una vez, aunque pensando en el incidente con el taxista, seguramente había agotado mi porción de fortuna por lo que me quedaba de vida.
Me senté en el bordillo. Sinceramente, no sabía que hacer. Solo quería una cama limpia y una aspirina, ni siquiera era necesario saber lo que había pasado con el maldito sábado. ¿Era mucho pedir?
Desesperado, me puse a gritar hacia la ventana del cuarto piso, donde Lidia y yo vivíamos desde hacía seis años, suplicando perdón.
Así estuve no recuerdo cuanto tiempo. Ni más ni menos que el que tardó la policía en aparecer. Dos agentes bajaron del coche. Las luces del vehículo convertían la calle en una especie de discoteca minimalista. Muy serios se me acercaron como esperando que en cualquier momento fuera a sacar una pistola.
- Por favor, me puede mostrar su documentación.
- Mire agente- traté de explicar casi sin poder creerme que alguno de los cabrones de mis vecinos me hubiera denunciado en vez de abrirme la puerta-, es que he perdido las llaves, y estaba intentando que mi novia me abriera la puerta.
- Su documentación, por favor- insistió el poli en lo que más que una petición, parecía una amenaza.
Saqué de nuevo la cartera, y le tendí mi carnet de identidad.
El se quedó junto a mí y le pasó mi identificación a su compañero que se metió con ella en el coche para comprobar los datos.
- ¿Cree usted que son horas de montar escándalos?- preguntó.
- No me encuentro muy bien- dije-. Lo único que quiero, es poder subir a mi casa y acostarme.
- Si supiera lo poco que me interesa su vida…
El otro agente volvió y me entregó el carnet. Me miró durante unos tensos segundos y luego me preguntó.
- ¿Se ha cambiado recientemente a este domicilio?
- No- respondí deseoso de que todo aquello acabase-, llevo tres años viviendo aquí. ¿Pasa algo?
- No es este el domicilio que figura en su documentación. Cualquier cambio de carácter permanente, ha de ser notificado para proceder a la actualización de los datos.
Sin saber muy bien a lo que se refería, asentí y vi cómo ambos se subían al coche patrulla y desaparecían. Me quedé allí, con el carnet en una mano y la cartera en otra. El cielo se había ido igualando, y era, ya casi por completo, de un azul oscuro uniforme. Ya sólo las estrellas más cercanas y potentes, Venus y alguna otra afortunada, se dejaban ver.
Temeroso de lo que pudiera encontrarme, levanté el carnet y le eché un vistazo. La foto era la mía. Con el pelo algo más corto, como lo llevaba cuando fui a hacérmelo con Lidia, y no tan canoso. El nombre era otro. Uno que no había oído en mi vida. Mis padres también eran otros. La dirección era distinta, pero esa sí la conocía.
Anduve un par de calles hasta llegar a la boca de metro, a estas horas, todavía solitaria. Seguramente, hacía poco que habían abierto.
Bajé, pasé por el tornillo, y me senté a esperar en el andén. Junto a mí, un vagabundo dormía como si de un montón de ropa sucia se tratara. Me dije a mí mismo que yo no acabaría así.
El tren llegó y me tragó. Me senté viendo pasar estación tras estación, alejándome de mi casa. Pensé en el carácter simbólico que aquello contenía. Pensé en la última copa. Según me acercaba a mi destino, el dolor de cabeza iba remitiendo. Al final del trayecto, el vagón se fue llenando. Salí y subí las escaleras. Ya había amanecido. La luz se hacía casi cegadora. Me acerqué a una cabina. Mi última esperanza. Marqué el número de teléfono de mi casa y esperé.
- El número marcado no existe. El número marcado no existe. El número marcado no existe. El número… Colgué. Me quité la chaqueta y me la eché al hombro.
Las calles habían empezado a secarse. La gente iba y venía. Por alguna razón, ahora todo me parecía mucho más real.
Pasé tres calles y llegué a la dirección que ponía en mi carnet, donde unas horas antes había despertado. El puesto de flores estaba abierto. Compré un ramo de rosas. Al llegar al portal, el portero abrió y me dio los buenos días. Subí los escalones que antes había bajado de tres en tres. Saqué el juego de llaves del bolsillo y abrí la puerta.
Entré, me dirigí al salón y bajé la puerta del mueble bar. Sobre ella apoyé las flores. Saqué un vaso y destapé una botella de cognac.
La mujer rubia se acercó por mi espalda.
- ¿ Te encuentras bien cariño? ¿ A dónde has ido tan pronto?- Preguntó.
Me di la vuelta. Iba vestida con una camisa de hombre, seguramente mía, y unas braguitas. Era más joven de lo que había calculado. Veintipocos, y mucho más bella que Lidia.
- No podía dormir- dije-, así que me fui a tomar un poco de aire fresco. No te preocupes, estoy bien. Te he traído esto.
Le tendí el ramo de flores. Ella lo aceptó con una sonrisa y me besó en los labios.
Eché el cognac en el vaso.
- Pero cariño, si tu no bebes- dijo.
- Tranquila- respondí-. Será la última copa.
La bebí de un trago.
- Voy a dormir un poco- dije-. Estoy agotado.
La agarré por la cintura y le di un beso que ella prolongó. Me dirigí al pasillo. Una de las puertas estaba abierta. La de la cocina. Sentada a la mesa, la niña desayunaba. Se parecía ligeramente a mí, pero había heredado la belleza de su madre. Me quedé un rato observándola sin que ella se percatara de mi presencia. Seguí adelante hasta el dormitorio. Me tumbé en la cama y eché un vistazo a la foto del lado Este. Allí estábamos los tres.
Cerré los ojos y me dije que si había sido capaz de olvidar la noche del Sábado, también podría hacerlo con todo lo anterior.