Tammuz


Hace muchos miles de años, en el Asia Menor, en la zona ocupada actualmente por Siria, el Líbano, Jordania y el Iraq, existía el famoso reino de Babilonia, cuna de una de las más antiguas civilizaciones, umbral legendario entre Asia y Europa y escenario de hechos históricos que ahora, a distancia, nos parecen todos fabulosos. Alrededor de Babilonia, fronterizos con ella, estaban los reinos de Frigia, de Armenia y de Media. 
Al decir «Babilonia» se roza siempre la confusión, porque llevaban este nombre un reino y una ciudad, capital del reino. La ciudad fue siempre la misma y estuvo siempre situada en el mismo lugar. El reino pasó por distintas fases de engrandecimiento y segregación, y estuvo algunos siglos unido al reino de Asiría, formando con él el gran imperio babilónico. 
La ciudad de Babilonia, a orillas del Eufrates, era una de las dos ciudades importantes del imperio y una de las más importantes del mundo conocido. La otra era Nínive, a orillas del Tigris, capital del reino de Asiría (o Siria) y, en la gran época, la segunda ciudad del imperio. Babilonia fue primitivamente capital del reino de Caldea y pasó más tarde a ser la capital del Imperio. 
Los orígenes de la civilización babilónica son confusos y datan de unos 4.000 años a. de J. C. Sólo desde el emperador Hammurabi se puede establecer una cronología completa, pero este monarca vivió unos 2.000 años a. de J. C. y los mitos y leyendas babilónicos empiezan a formarse muchos siglos antes. 
La «cultura general» conoce históricamente a Babilonia por Nabucodonosor, que conquistó todo el país sirio y fue el fundador del gran imperio. Nabucodonosor vivió sobre los 600 años a. de J. C. Es de la época de los Juegos Olímpicos y contemporáneo de la poetisa Safo. En tiempos de Nabucodonosor, Babilonia fue sin competencia la ciudad más famosa del mundo, porque el mismo Nabucodonosor se encargó de destruir Nínive, y Alejandría no había sido fundada todavía. 
En la Babilonia de Nabucodonosor había un famoso templo, el de la diosa Belo, el cual, según Herodoto, tenía 186 m. de altura. Fue el edificio más alto construido hasta entonces, pues la gran pirámide de Keops sólo tiene 146 m. Esta famosa pirámide se conserva en toda su primitiva belleza; del templo de Belo no queda rastro. Pero los datos de Herodoto de Halicarnaso pueden ser ciertos, porque este historiador vivió poco más de un siglo después de Nabucodonosor. 
Los jardines colgantes de Babilonia, obra del mismo Nabucodonosor, figuran entre las siete maravillas del mundo antiguo. Y parece que, aunque no clasificado entre ellas, también fue una maravilla el palacio del rey, en el que algunos años después, en realidad casi dos siglos, en 323, moría, a los treinta y tres años, uno de los más famosos guerreros de todos los tiempos: Alejandro Magno. 
De todas las civilizaciones antiguas se conservarían muchos más documentos históricos si las guerras no hubiesen destruido y arrasado ciudades. Babilonia fue destruida y abandonada, y en tiempo del emperador Augusto se había convertido en un montón de piedras que no servían ni de refugio al peregrino. Hoy todavía quedan algunos restos de aquellas ruinas, cerca de Hillak, y parece que se están haciendo excavaciones en ellas. 
Pero hay una obra del hombre mucho más resistente que la piedra y que sobrevive a la guerra y a la destrucción. Es la obra de los poetas, por la que conocemos toda la fábula y la leyenda de los mundos antiguos. Babilonia tuvo sus poetas, y en su gran epopeya anónima, Gilgamesh, se explica en doce cantos el misterio de la creación y las primitivas luchas entre los dioses, héroes mitológicos de todas las pasiones humanas \ 
Estos héroes divinos legendarios de Babilonia son Merodaj, el dios del sol de primavera, y Thiamant, la gran serpiente del mar que al fin es vencida y de cuyas dos mitades Merodaj hace de una la tierra y de la otra el cielo. El tema de casi todas las epopeyas primitivas es la lucha entre el bien y el mal, con el triunfo final del bien, única posibilidad para explicar la existencia de una humanidad que puede ser feliz o aspirar a la felicidad. 
El gran dios legendario de Babilonia, padre de los hombres, es Ea, dios de la tierra, que forma una rara trinidad con el dios del cielo y con Anu, dios de los vientos y mensajero entre sus dos otros compañeros. El hombre primitivo, impresionado por todo lo que ve, tiende a divinizarlo. Pero como el hombre es incapaz de crear nada superior a sí mismo, sus dioses se parecen mucho a los hombres y sus divinizaciones son personificaciones auténticas. 
En la leyenda de Gilgamesh, el amor es la gran fuente de vida de todo lo que existe. El poeta anónimo (o los poetas) se encuentra ante el gran misterio del día y de la noche, del sol y la luna, del viento y la lluvia, del calor y el frío, y, sobre todo, ante esta maravilla anual de las estaciones, con el repetido advenimiento de la primavera, renacer total de la vida sobre la tierra que el frío del invierno dejó como muerta. Y al buscar la causa de este misterio, aparece por primera vez la belleza en el lenguaje con los términos amor y fecundidad. 
Cuando sobreviene el poeta, se encuentra con un mundo creado ya, con todos sus misterios. Él no sabe nada de las primeras fuentes de la vida, ni de los misterios de la creación. Han de pasar muchos siglos para que el hombre empiece a ser científico. Pero el poeta es creador, y puesto a explicarlo todo no tiene otro remedio que inventarlo todo. De esta voluntad creadora del poeta nacen las más hermosas leyendas de amor de todos los tiempos. Porque el poeta que siente y empieza a comprender el amor con toda su inmensa realidad, no puede buscar en otra fuente el origen de la vida.
Así, como una de las primeras leyendas de amor, en relación con la vida que todos los años se apodera del mundo para embellecerlo, nace el mito de tammuz e istar, cuyo texto primitivo se encuentra en la citada epopeya babilónica,Gilgamesh, nombre que se confunde con el de un héroe primitivo, parecido al Hércules griego, cuyas aventuras se narran en el poema. 
Tammuz es un joven dios. Es inmortal como todos los dioses y tiene como ellos un poder superior a todo lo creado. Pero Tammuz ha descubierto la tierra de los hombres, está enamorado de ella; y adopta formas humanas para mezclarse con sus felices habitantes. Y en esta forma humana que tanto le gusta tener, es débil, apasionado y mortal como los mismos hombres. 
Tammuz ama la naturaleza y su mayor placer consiste en correr por los bosques y sentarse a tocar la flauta a la orilla de los ríos. En aquellos lejanos tiempos, todos los aficionados a la música se limitaban a tocar la flauta, porque no se conocía otro instrumento. Y es seguro que si Beethoven y Stravinsky hubiesen vivido entonces, no habrían pasado de ser simples pastores tocadores de flauta. 
Tammuz es un dios alegre que siempre está de buen humor y que sonríe siempre. El poeta le llama «sonrisa divina de la primavera». Tammuz comprende que los hombres son débiles y que le necesitan y se dedica a protegerles. Hace que las ovejas engorden y los rebaños aumenten, que los árboles den fruto y las cosechas de la tierra sean suficientes para satisfacer el hambre. Y así mantiene el vigor de todo lo creado. 
En su verdadera forma de dios nunca se ha dejado ver de los hombres. Prefiere que le tengan por uno de ellos, que así le conozcan desconociéndole. De día, cuando no toma forma humana, se hace invisible y viaja confundido en el viento. Sólo de noche, en la oscuridad, que entonces es mucho más impenetrable que ahora, se atreve a bajar a la tierra como un dios, con todos sus ornamentos divinos. Nunca los hombres le han visto en esta forma, pero si al despuntar el día observan que las yemas se hinchan, que las savias suben, que las ramas empiezan a brotar, que los rebaños han aumentado y que los ríos llevan más agua, saben que de noche les ha visitado Tammuz revestido de todo su poder. 
El universo creado se divide en Cielo, Tierra, Mar e Infierno. El Cielo, la Tierra y el Mar se ven. El Infierno no, y los poetas primitivos lo confunden con el reino o la ciudad de los muertos. No se explican el misterio de la muerte, se resisten a no creer en la inmortalidad en una forma u otra, y crean este reino o ciudad de los muertos, a donde va «algo» de nosotros, después que este «algo» se ha separado del cuerpo mortal. 
En el reino de los muertos hay una diosa, cuyo nombre no escribe jamás el poeta. Esta diosa ha visto a Tammuz, le ha amado en seguida con pasión invencible y lo quiere para ella. Tammuz no sabe nada de este amor silencioso, y por lo mismo que lo ignora no puede defenderse de su maleficio. En este amor, que puede influir en la persona amada que nada sabe de su existencia, simboliza el poeta la fuerza misteriosa del destino, capaz de desencadenar sobre los hombres males inevitables, que tienen, como todo lo que existe, su origen en el amor. 
Cuando Tammuz comparte su existencia con los hombres, revestido de una forma humana que le asemeja a ellos, nunca deja que las mujeres le vean. Sabe que ellas le amarían en seguida y que esta sería su mayor desgracia, porque nunca podrían satisfacer un amor tan imposible. Las mujeres saben que Tammuz existe, han oído hablar de él, saben que algunas veces toma forma humana, y las más atrevidas se aventuran solas en los bosques con la esperanza de un encuentro feliz. No las mueve el verdadero amor, porque no lo conocen todavía y no se puede amar aquello que se desconoce; pero las mueve esta tierna y poderosa curiosidad de la mujer, capaz de hacerle cometer las mayores imprudencias. 
La diosa de la ciudad de los muertos no puede salir de su reino tenebroso. Salió una sola vez, en su lejana juventud, y fue tanto el daño que hizo y la desolación que sembró, que Ea, el Gran Dios, la castigó a no abandonar jamás el encierro. Pero en compensación le dio el poder de hacerse invisible, en forma de sueño, y así visitar a los otros dioses y a los hombres. Todas las malas intenciones de los hombres, fruto de sueños que ni tan siquiera recuerdan, son obra de las visitas de esta diosa de las tinieblas. 
Istar es la joven diosa del amor y de la belleza, la Afrodita de la mitología babilónica. Istar no conoce a Tammuz y le ama sin conocerle. No ha tenido todavía ocasión de conocerle porque Ea, el Gran Dios, le tiene prohibido bajar a la tierra de la que Tammuz ha hecho su morada. Los hombres, debido a la ausencia obligada de Istar, desconocen el verdadero amor y la verdadera belleza, pero Ea no tiene prisa en dárselos a conocer porque, aunque los ha creado, les ha dado voluntad propia, no los conoce bien ni los acaba de entender, y le da miedo poner las pasiones nobles en sus manos, visto el mal uso que están haciendo de las pasiones innobles. 
Un día la reina de la ciudad de los muertos se introduce en forma de sueño en la mente de Istar y le inspira una idea que ella, al despertarse, se apresura a realizar. Vuela hasta el trono de Ea y, en tono de simple curiosidad, le pide permiso para pasar una temporada en la tierra, en forma de mujer mortal. 
—Quiero conocer tu obra —le dice. 
Ea está satisfecho de su obra y le halaga que los otros dioses se la alaben. 
—Me han dicho que es una maravilla. ¿Por qué no me la dejas ver? 
Como si a un escritor le dijéramos que nos han dicho que su libro es maravilloso y le preguntáramos por qué no nos lo deja leer. Seguro que le enternecíamos y que nos lo prestaba en seguida. Ea se enternece también y accede al deseo de Istar, pero con una condición: que Istar no tiene que dejarse ver de los hombres. Istar se lo promete. No sabe Ea que el único ser a quien quiere conocer Istar es Tammuz, el dios de la sonrisa. 
Y así Istar llega a la tierra convertida en una mujer campesina de extraordinaria belleza.
Se establece en un bosque y no se acerca jamás a los hombres ni los llega a conocer. No le interesan. Acecha el paso de Tammuz por entre los árboles y los matorrales y por la orilla de los ríos, hasta que un día oye de lejos el sonido inconfundible de la flauta del joven dios, se acerca y le ve a lo lejos, al otro lado del río. Le llama, desde la otra orilla, mano en alto: 
—¡Eeeh!
Tammuz levanta los ojos y su primer impulso es huir. No quiere que una mujer mortal le vea. Pero Istar le mira, le sonríe y ¡es tan bella! Tammuz, revestido de la forma mortal, siente las mismas pasiones de los hombres y ya no es capaz de desaparecer. Nunca había visto a una mujer, no las conocía y le hacía mucha gracia lo que decían los hombres cuando le hablaban de ellas. Pero acaba de conocer a una y siente lo mismo que trataban de explicarle ellos. 
En este encuentro de Tammuz e Istar, uno a cada lado de un río, empieza el mito tantas veces repetido del encuentro del hombre y de la mujer, con el nacimiento del amor como único fruto inmediato del encuentro. El gran amor, en la leyenda, empieza siempre por el amor. Nunca es fruto de otros sentimientos fortalecidos o transformados. No; el amor es amor, con todo su poder y su fuerza desde el momento que existe. Y el mito en este caso es perfecto, porque entre Tammuz e Istar hay un río. Puesto a explicar la presencia de este río el poeta habría podido lucirse con abundantes enumeraciones de todo el caudal de vida «exterior» figurada en el agua incesante del río que pasa siempre entre el hombre y la mujer enamorados. 
Tammuz, ya enamorado, cruza el río a nado (sería una gran ocasión para hacerle luchar con terribles monstruos fluviales) y cae en brazos de Istar. En el momento en que el dios y la diosa se besan por primera vez todos los árboles se llenan de fruto y todas las hembras de los rebaños paren un hijo. Es un día feliz para la tierra. 
Tammuz e Istar se han casado y los dos tienen miedo. Ni él ni ella se atreven a confesar quiénes son. Les gusta el sencillo amor de los hombres y prefieren gozarlo sin más complicaciones. Y así los dos, por miedo a perder el amor del otro, conservan la forma humana y se someten a todas las flaquezas de nuestra raza. Todavía son jóvenes y no piensan en la muerte. Los dos piensan que más tarde, cuando se sientan envejecer, confesarán la verdad y recuperarán la forma inmortal. Entretanto prefieren ser felices y correr todos los riesgos. 
. Un día, después de una noche en que el amor les ha tenido desvelados, Tammuz, mientras Istar duerme, acaso con este deseo tan natural en los hombres de alejarse de la mujer amada después de haberla poseído, toma su arco y sus flechas y se va a cazar, lejos. Después dirá que tenía que ir, pues les hacía falta para la comida. Es más diestro en la caza que cualquier hombre y nunca pierde una flecha. Ve una paloma salvaje y apunta hacia ella. Le gusta cazar al vuelo. La está apuntando durante mucho rato, mientras espera que se le acerque más. La diosa de la ciudad de los muertos no le puede ver desde su antro tenebroso, pero adivina su presencia lejana y ejerce sus influjos mágicos, no sobre él, pues no tiene poder para tanto, pero sí sobre sus esclavos las fieras del bosque, cuya sangre espesa está amasada, entre otros ingredientes, con fuego del infierno. 
Hay un jabalí gigante y salvaje que es el terror de los rebaños de los hombres. Su cabeza monstruosa asoma por entre las ramas y sorprende a Tammuz, que sigue apuntando la flecha en dirección a la paloma. Le ataca a traición, por la espalda, y cuando Tammuz se puede dar cuenta, ya los dos colmillos de la fiera se le han hundido en los costados y de las heridas le brotan dos chorros de sangre. 
Tammuz siente que pierde la fuerza y que no puede defenderse. Ve que la luz del sol se oscurece, deja de oír el murmullo del viento y, a pesar del buen tiempo primaveral, siente un frío glacial en la sangre. El jabalí ha cumplido su obra de destrucción, se relame los labios empapados en la sangre del dios y huye a esconderse. 
Tammuz llama a su amada: 
—¡Istar! ¡Istar! 
Pero apenas le sale voz, y ella sigue dormida lejos y no le puede oír. Tammuz se despide de ella en silencio, le dedica su último pensamiento y muere, solo, al sol, sobre una gran piedra lamida por las aguas del río. Se jugó la vida por amor al revestir forma humana y la ha perdido. 
Ahora la reina de la ciudad de los muertos ya tiene poder sobre él. Le pertenece. Manda a su invisible emisario, un gigante con un gran zurrón en el que va recogiendo todos los muertos de la tierra, y así se apodera del dios y lo encierra en su ciudad subterránea. Lo sienta a su lado en el trono infernal y le besa los párpados cerrados y los labios exangües. Grita: 
—¡ Es mío ! 
Su grito de triunfo es un trueno en la tierra. Es en pleno día y el sol se ha oscurecido. Nadie sabe lo que ocurre. Hace frío, soplan vientos helados y las tinieblas han sustituido a la luz. Las plantas se quedan sin fruto, las mieses se marchitan, los rebaños huyen de los establos y se desperdigan por el monte, las abejas mueren alrededor de las colmenas y las viñas se secan. En la tierra reinan el hambre, el frío, la desolación y la muerte. 
Los hombres saben que algo ha ocurrido, pero no saben qué. Los hijos que estaban por nacer mueren en el vientre de las madres, y las lágrimas de las mujeres no bastan para suplir el agua de los ríos que se han quedado con los cauces desnudos. 
Istar se ha despertado al oír el trueno que anuncia el triunfo de la reina de los muertos. También ella comprende que ha ocurrido algo y corre por los bosques en busca del amado. Sus gritos se pierden en el viento. Nadie le responde. Su instinto amoroso la lleva hasta el río a cuya orilla el dios se sentaba a tocar la flauta, y allí, sobre una roca, encuentra el arco y las flechas de Tammuz. La roca está manchada de sangre, todavía caliente. Istar le llama, inconsolable, y oye como una voz misteriosa, que es a la vez una ráfaga de aire, que le dice al oído: 
-—Tammuz ha muerto. Tammuz ha muerto.
Hay entre los hombres algunos con poderes sobrenaturales, brujos, que también pueden oír la voz del viento. Se apresuran a dar la mala noticia y todos comprenden que la muerte de Tammuz es el fin de todo lo creado, el fin del mundo. Ellos no pueden hacer nada para contrarrestar la muerte del dios sino invocar la ayuda de los otros dioses, y acuden a Istar, sin saber que ella es la más afectada por la gran desgracia. Es posible que esta «gran desgracia» sea el recuerdo de alguna calamidad atmosférica que hubiese afectado dolorosamente a todos los hombres de entonces. 
Istar oye las voces de los hombres, les compadece, y con una fuerza de disimulo de la que sólo es capaz una diosa mujer, recupera la forma divina, se presenta a Ea, le alaba la magnificencia de su obra y le dice que para terminar de conocer todo lo creado desea hacer una visita a la ciudad de los muertos. Ea le hace ver los grandes peligros a que se expone y ella le pide su ayuda para protegerla de todos. Ea, halagado, le promete que así lo hará y aconseja a Istar que se revista de todos sus atributos divinos. Así lo hace ella y así, resplandeciente de gloria, con todos sus atributos divinos encima, se dirige a la ciudad de los muertos, decidida a intentarlo todo para recuperar al ser amado. 
La ciudad de los muertos tiene siete puertas y ante la primera hay un guardián que cierra el paso a la diosa.
—¿Qué quieres? —le pregunta de mal modo. 
—Entrar. 
Esta pretensión provoca una carcajada en el guardián. 
—Los inmortales no pueden poner los pies en la ciudad de los muertos. 
—Tengo permiso de Ea. 
El guardián trata de discutir la jurisdicción del Gran Dios sobre el reino infernal y entonces Istar, perdida la paciencia, exclama: 
—¡Quiero entrar! Y si no me abres la puerta la derribaré. Tengo poder suficiente para ello. 
—Espera. 
El guardián corre a advertir a la reina y le repite las palabras de Istar. La reina duda. No sabe si de veras Istar tiene poder para derribar las puertas. Es un caso que no ha ocurrido nunca. Pero como Istar ha hablado con mucha seguridad, la reina tiene miedo de que el poder exista, y da órdenes secretas al guardián, que en seguida las comunica a la diosa. Tampoco la diosa está muy segura de su poder y acepta todas las condiciones que le va poniendo el guardián, pues éste es el camino más seguro. 
—Puedes entrar y yo mismo te abriré la puerta. Pero con una condición: te has de despojar de todos tus atributos. Como diosa no podemos permitirte la entrada. Como simple mujer, sí. 
Istar sabe lo mucho que arriesga, pero como sólo piensa en recuperar a Tammuz, accede a todo, sin tener en cuenta que al desprenderse de sus atributos divinos renuncia a su poder de inmortal, y se pone en manos de su enemiga y rival la reina de la ciudad de los muertos. 
Y antes de pasar la primera puerta se despoja de su corona de oro. Antes de pasar la segunda, de sus pendientes de oro y brillantes; antes de pasar la tercera, de sus collares de perlas; antes de pasar la cuarta, de su cinturón de piel de oro; antes de pasar la quinta, de sus ajorcas hechas de serpientes de cristal ; antes de pasar la sexta, de su cetro tallado en una sola piedra, y, antes de pasar la séptima, de su manto tejido con hilos de oro y de luz. Y entra en la ciudad como una simple mujer, casi desnuda, sólo cubierta de una túnica interior ligera. Así llega a presencia de la reina, que, cuando la ve, queda deslumbrada por tanta belleza. Istar la mira con los ojos quietos. Sabe que todo su poder reside ahora en ellos. La reina, asustada, cierra los suyos y pregunta: 
—¿Qué quieres de mí? 
—-Quiero que me devuelvas a Tammuz, mi amado. 
La reina de la ciudad de los muertos finge aceptar la petición y señala una puerta de piedra. 
—Aquí está. Pasa tu misma a buscarlo. 
Istar pasa el umbral, ligera como la esperanza, y cuatro guerreros de la reina caen sobre ella, la encadenan y la encierran en uno de los calabozos de la ciudad, desde donde sólo puede oír las burlas y las carcajadas de su enemiga. 
Entretanto en la tierra reinan el hambre, el frío y la desolación. 
Ea ignora lo ocurrido. Como de costumbre, de vez en cuando manda emisarios a la tierra para que le den cuenta de cómo anda todo. Un emisario llega horrorizado: 
—Señor: el frío y la oscuridad reinan en la tierra. Las mujeres no tienen hijos, las plantas no dan fruto y los cauces de los ríos están secos. 
Ea baja entonces a la tierra y, muy enfadado, ordena a los árboles que cumplan su deber y que den fruto, a las hembras que tengan hijos, a las abejas que elaboren miel y a los campos que den trigo de espigas llenas y doradas. Y todos a la vez le contestan: 
—Nos pides lo imposible, señor. El amor ha desaparecido de la tierra y sin amor no podemos hacer nada. Es preferible morir. 
Ea se entera entonces de todo lo ocurrido y sabe que Tammuz ha muerto y que Istar está prisionera de la reina de la ciudad de los muertos. Murmura: 
— ¡Esa gentuza ! 
Si él no lo arreglara todo de vez en cuando, ya el universo, abandonado a las fuerzas del mal, habría dejado de existir. Es más poderoso que la reina del infierno y la llama a su presencia. Se entrevistan de noche en la cumbre de una montaña, rodeados de relámpagos, rayos y truenos que les hacen invisibles a la espantada curiosidad de los hombres. Ella, la reina de la ciudad de los muertos, no puede abandonar su reino a la luz del sol. 
Ea la recibe encolerizado: 
—¿Qué has hecho, desgraciada?
—He tomado lo que me pertenecía. Tammuz estaba muerto. 
—Pero Istar vive. 
—Ha venido por su propia voluntad. Te la devolveré. No la necesito y te ruego que le prohíbas que otra vez vaya a molestarme. 
La reina de la ciudad de los muertos devuelve a Istar en forma de mujer, casi desnuda, sin ninguno de sus atributos, cubierta sólo con una camisa sucia y rota. Cuando Ea la ve en tal estado se indigna con ella. 
—¿Dónde abandonaste tus atributos de diosa? 
Istar le cuenta entonces toda la verdad: que ama a Tammuz por encima de todo, que prefiere la muerte de los hombres a la vida de los dioses sin él. 
Ea llama otra vez a la reina de la ciudad de los muertos y la amenaza con destruir su reino, cosa que sería una terrible desgracia para los hombres al arrebatarles el consuelo de la muerte en la vejez, y la hace entrar en razón. Pero la reina tiene a Tammuz legalmente en su poder y no lo entrega sin imponer condiciones. 
—Yo le amo —dice-—, y no lo cederé del todo a mi rival. Todos los años Tammuz bajará a los infiernos a pasar un tiempo conmigo. 
Ea acepta la condición y entonces Istar baja otra vez a la ciudad de los muertos amparada ya en la protección del Gran Dios. Allí la reina rocía a Tammuz con el agua de la vida y le resucita. En el momento en que Tammuz e Istar se abrazan para no dejar de amarse jamás, aunque ellos estén todavía en el infierno, es tanta la fuerza de su amor, que reaparece la luz del sol en la tierra, y las ramas brotan todas a la vez como en un maravilloso advenimiento de la primavera. 
Istar, cuando sale del infierno en compañía de Tammuz, va recogiendo sus atributos al pasar cada una de las siete puertas : el manto, el cetro, las ajorcas, el cinturón, los collares, los pendientes y la corona. Ea les espera junto a la primera puerta y pronuncia unas palabras que todos los hombres deberían recordar siempre. Dice a Istar: 
—Tu amor le ha salvado y ha salvado a los hombres. 
Istar, al encontrarse otra vez a la luz del sol, en compañía del amado, entona un canto de felicidad: 
Soy la diosa feliz, soy Istar, 
la diosa de la mañana y de la tarde, 
de la noche y el día; 
la diosa del amor triunfante 
en el cielo y en la tierra. 
Desde entonces Tammuz e Istar reinan junto a los hombres y, aunque, escarmentados por lo ocurrido una vez, no han vuelto a tomar forma humana, hacen que las hembras tengan hijos, que los árboles den fruto, que los campos den trigo, que las abejas den miel y que los racimos de uva se conviertan en sabroso vino. 
Pero Tammuz tiene que pasar todos los años una temporada en el reino de los muertos y entonces, en la tierra, reinan el frío y la oscuridad del invierno. Después regresa, empieza la primavera, y todo renace a la vida. 
En Babilonia se celebraba con grandes fiestas y sacrificios a los dioses esta llegada a la tierra de Tammuz y del buen tiempo que le acompaña. Y en invierno los hombres de entonces, como los de ahora, se encerraban en sus casas y esperaban ansiosos el fecundo renacer primaveral




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