El sol estaba alto y la naturaleza parecía detenida por el calor reinante y el exceso de luz.
Desde la sombra, las vacas miraban las pasturas cercanas con mirada de pereza.
Sólo la silueta de los dos hermanos sobresalía entre los pastos, en donde centenares de
langostas diminutas saltaban y volaban en todas direcciones.
A pesar del calor, Ramiro y Enrique caminaban a paso firme, la escopeta en el hombro y alternando la mirada entre el suelo que iban pisando y el horizonte.
Atravesaron el campo quemado por el sol hasta que vieron el azul de una laguna. La costearon
agazapados, y divisaron unos patos nadando muy cerca de la orilla. Después se escuchó un estampido que repercutió largamente en el silencio del campo, y hubo dos patos menos en la laguna.
El agua era una tentación irresistible, se dieron un chapuzón para refrescarse; mas el frescor
no les duró mucho. Apenas se alejaron del agua los envolvió el calor. El sol quemaba la piel
descubierta, y el aire parecía escasear.
Divisaron una arboleda que estaba algo apartada de su camino, aun así era la sombra más cercana.
- ¿Qué hacemos? ¿Seguimos o descansamos un poco allá? - Preguntó Ramiro.
- Vamos hasta allá, este sol está bravísimo, nos vamos a cocinar.
Ya en la sombra los dos suspiraron hondamente. Era un reducido grupo de árboles, que en medio del campo parecían una isla. No había ninguna vaca allí, ni rastros de que frecuentaran el lugar.
Habían pasado muchas veces por allí, mas nunca habían estado bajo su sombra.
En medio de los árboles vieron un pozo de borde irregular. Se arrimaron con cuidado y
miraron hacia abajo. Como habían caminado bajo el exceso de luz de la tarde, sus ojos
demoraron en acostumbrarse a la penumbra del pozo. Inclinados, vieron que no era muy hondo,
no tenía mas de tres metros y medio de profundidad. Les pareció ver que algo se movía, y de
repente apareció un brazo decrépito agitándose en el aire, y enseguida vieron a un cuerpo humano
desprenderse de un costado del pozo. Era poco más que un esqueleto cubierto con piel y algo
de carne; evidentemente era un cadáver, aún así se movía.
Los hermanos, al ver aquella cosa, lanzaron un grito al unísono y salieron corriendo despavoridos.
A pesar del calor no pararon hasta su casa, fue una carrera sola, volteando cada poco para mirar
rumbo a la arboleda.
No se lo contaron a sus padres, temían que al regresar el muerto ya no estuviera allí, que fuera
un fantasma o una aparición, aunque les había parecido muy real.
Durante la cena se cruzaban miradas cómplices, como todos los que guardan un secreto común.
Dormían en el mismo cuarto, y después de acostarse hablaron largo y tendido del muerto.
- Para mí que es un zombie, un muerto viviente - decía Ramiro.
- Puede ser, pero, ¿qué hace un zombie aquí en el campo? ¿Por qué no murió del todo?
- Quién sabe…
Al final decidieron regresar, pudo más su curiosidad. La aparente imposibilidad del zombie para
salir del pozo les dio cierta confianza, y llevaban sus escopetas.
Llegaron hasta la arboleda, y con cautela se aproximaron al borde.
Esta vez lo miraron sobre el caño de sus escopetas, pero no pudieron evitar retroceder al verlo.
Se arrimaron de nuevo, y lo observaron mejor.
- Te dije que era un zombie - dijo Enrique.
- ¡Fui yo el que dijo que era un zombie! - protestó Ramiro.
- Sí, bueno, que importa.
Mientras lo observaban el zombie elevaba sus ojos blancos hacia ellos y levantaba los brazos.
- ¿Y qué hacemos con él? - preguntó Ramiro.
- Yo digo que le volemos la cabeza - le contestó Enrique.
- ¿Y si después lo descubren y piensan que nosotros lo matamos? Somos los únicos que cazamos
por aquí.
- ¡Ah! No se me había ocurrido. Si decimos que ya estaba muerto no nos van a creer.
Quedaron en silencio, mirando a su cadavérico compañero que también los miraba.
Como no decidieron qué hacer se marcharon.
Al otro día partieron rumbo a la arboleda. Por el camino cazaron una paloma.
El zombie estaba allí, manoteando hacia lo alto con lento movimiento. A Enrique se le ocurrió una idea:
- Vamos a tirarle la paloma para ver qué hace.
- Sí, a ver qué hace. Seguro que se la come toda - Y arrojaron el ave muerta al pozo.
Lo vieron inclinarse y luego apareció con la paloma en la boca. La despedazó con las manos y
volaron plumas por todos lados. Los hermanos festejaron aquella acción.
- ¡Genial!
- ¡La hizo picadillo en un segundo!
Cuando regresaron a su casa ya habían decidido arrojarle más animales muertos.
Todos los días le arrojaban el resultado de su cacería. El zombie desgarraba y tragaba todo lo
que le tiraran; cuanto más fresco el animal lo devoraba con más voracidad.
Para perpetuar su espectáculo grotesco, los hermanos tuvieron la precaución de cubrir el pozo
con ramas, para que no lo encontraran. Aquel ser repulsivo, aquel despojo era su mascota.
Un día, debido a una tormenta que se aproximaba, su padre salió a buscarlos al campo. Estaban en la
arboleda cuando escucharon que los llamaban, y al mirar hacia el campo vieron que su padre
estaba cerca. Para evitar que fuera hasta allí salieron a su encuentro; pero su actitud nerviosa
hizo que su padre desconfiara, entonces los interrogó:
- ¿Qué estaban haciendo ahí ustedes?
- ¿Nosotros? Nada… descansando en la sombra - le contestó Enrique.
- Pero está nublado - repuso su padre.
- Sí, pero en la escuela dijeron que el sol igual quema aunque esté nublado - dijo Ramiro.
- Bueno… vámonos que se viene una tormenta.
Al día siguiente, fueron a desayunar, y como su padre no estaba le preguntaron a su madre:
- ¿Y papá a dónde salió? - Su madre los miró muy seria.
- Salió temprano. Fue a la arboleda esa donde estaban ustedes, a ver qué andaban haciendo.
¡Más les vale que no sea alguna travesura! - Los hermanos se miraron horrorizados.
Salieron disparados de su casa y su madre no pudo detenerlos. Los dos experimentaron un
presentimiento terrible.
Al llegar vieron que las ramas que cubrían el pozo estaban desordenadas y faltaban algunas.
Al mirar hacia abajo vieron algo horrible que los llenó de terror; su padre había caído al pozo.
Jorge Leal
Desde la sombra, las vacas miraban las pasturas cercanas con mirada de pereza.
Sólo la silueta de los dos hermanos sobresalía entre los pastos, en donde centenares de
langostas diminutas saltaban y volaban en todas direcciones.
A pesar del calor, Ramiro y Enrique caminaban a paso firme, la escopeta en el hombro y alternando la mirada entre el suelo que iban pisando y el horizonte.
Atravesaron el campo quemado por el sol hasta que vieron el azul de una laguna. La costearon
agazapados, y divisaron unos patos nadando muy cerca de la orilla. Después se escuchó un estampido que repercutió largamente en el silencio del campo, y hubo dos patos menos en la laguna.
El agua era una tentación irresistible, se dieron un chapuzón para refrescarse; mas el frescor
no les duró mucho. Apenas se alejaron del agua los envolvió el calor. El sol quemaba la piel
descubierta, y el aire parecía escasear.
Divisaron una arboleda que estaba algo apartada de su camino, aun así era la sombra más cercana.
- ¿Qué hacemos? ¿Seguimos o descansamos un poco allá? - Preguntó Ramiro.
- Vamos hasta allá, este sol está bravísimo, nos vamos a cocinar.
Ya en la sombra los dos suspiraron hondamente. Era un reducido grupo de árboles, que en medio del campo parecían una isla. No había ninguna vaca allí, ni rastros de que frecuentaran el lugar.
Habían pasado muchas veces por allí, mas nunca habían estado bajo su sombra.
En medio de los árboles vieron un pozo de borde irregular. Se arrimaron con cuidado y
miraron hacia abajo. Como habían caminado bajo el exceso de luz de la tarde, sus ojos
demoraron en acostumbrarse a la penumbra del pozo. Inclinados, vieron que no era muy hondo,
no tenía mas de tres metros y medio de profundidad. Les pareció ver que algo se movía, y de
repente apareció un brazo decrépito agitándose en el aire, y enseguida vieron a un cuerpo humano
desprenderse de un costado del pozo. Era poco más que un esqueleto cubierto con piel y algo
de carne; evidentemente era un cadáver, aún así se movía.
Los hermanos, al ver aquella cosa, lanzaron un grito al unísono y salieron corriendo despavoridos.
A pesar del calor no pararon hasta su casa, fue una carrera sola, volteando cada poco para mirar
rumbo a la arboleda.
No se lo contaron a sus padres, temían que al regresar el muerto ya no estuviera allí, que fuera
un fantasma o una aparición, aunque les había parecido muy real.
Durante la cena se cruzaban miradas cómplices, como todos los que guardan un secreto común.
Dormían en el mismo cuarto, y después de acostarse hablaron largo y tendido del muerto.
- Para mí que es un zombie, un muerto viviente - decía Ramiro.
- Puede ser, pero, ¿qué hace un zombie aquí en el campo? ¿Por qué no murió del todo?
- Quién sabe…
Al final decidieron regresar, pudo más su curiosidad. La aparente imposibilidad del zombie para
salir del pozo les dio cierta confianza, y llevaban sus escopetas.
Llegaron hasta la arboleda, y con cautela se aproximaron al borde.
Esta vez lo miraron sobre el caño de sus escopetas, pero no pudieron evitar retroceder al verlo.
Se arrimaron de nuevo, y lo observaron mejor.
- Te dije que era un zombie - dijo Enrique.
- ¡Fui yo el que dijo que era un zombie! - protestó Ramiro.
- Sí, bueno, que importa.
Mientras lo observaban el zombie elevaba sus ojos blancos hacia ellos y levantaba los brazos.
- ¿Y qué hacemos con él? - preguntó Ramiro.
- Yo digo que le volemos la cabeza - le contestó Enrique.
- ¿Y si después lo descubren y piensan que nosotros lo matamos? Somos los únicos que cazamos
por aquí.
- ¡Ah! No se me había ocurrido. Si decimos que ya estaba muerto no nos van a creer.
Quedaron en silencio, mirando a su cadavérico compañero que también los miraba.
Como no decidieron qué hacer se marcharon.
Al otro día partieron rumbo a la arboleda. Por el camino cazaron una paloma.
El zombie estaba allí, manoteando hacia lo alto con lento movimiento. A Enrique se le ocurrió una idea:
- Vamos a tirarle la paloma para ver qué hace.
- Sí, a ver qué hace. Seguro que se la come toda - Y arrojaron el ave muerta al pozo.
Lo vieron inclinarse y luego apareció con la paloma en la boca. La despedazó con las manos y
volaron plumas por todos lados. Los hermanos festejaron aquella acción.
- ¡Genial!
- ¡La hizo picadillo en un segundo!
Cuando regresaron a su casa ya habían decidido arrojarle más animales muertos.
Todos los días le arrojaban el resultado de su cacería. El zombie desgarraba y tragaba todo lo
que le tiraran; cuanto más fresco el animal lo devoraba con más voracidad.
Para perpetuar su espectáculo grotesco, los hermanos tuvieron la precaución de cubrir el pozo
con ramas, para que no lo encontraran. Aquel ser repulsivo, aquel despojo era su mascota.
Un día, debido a una tormenta que se aproximaba, su padre salió a buscarlos al campo. Estaban en la
arboleda cuando escucharon que los llamaban, y al mirar hacia el campo vieron que su padre
estaba cerca. Para evitar que fuera hasta allí salieron a su encuentro; pero su actitud nerviosa
hizo que su padre desconfiara, entonces los interrogó:
- ¿Qué estaban haciendo ahí ustedes?
- ¿Nosotros? Nada… descansando en la sombra - le contestó Enrique.
- Pero está nublado - repuso su padre.
- Sí, pero en la escuela dijeron que el sol igual quema aunque esté nublado - dijo Ramiro.
- Bueno… vámonos que se viene una tormenta.
Al día siguiente, fueron a desayunar, y como su padre no estaba le preguntaron a su madre:
- ¿Y papá a dónde salió? - Su madre los miró muy seria.
- Salió temprano. Fue a la arboleda esa donde estaban ustedes, a ver qué andaban haciendo.
¡Más les vale que no sea alguna travesura! - Los hermanos se miraron horrorizados.
Salieron disparados de su casa y su madre no pudo detenerlos. Los dos experimentaron un
presentimiento terrible.
Al llegar vieron que las ramas que cubrían el pozo estaban desordenadas y faltaban algunas.
Al mirar hacia abajo vieron algo horrible que los llenó de terror; su padre había caído al pozo.
Jorge Leal