EL DESAFÌO CHECHENO CONTRA RUSIA

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La niebla, fría y espesa, no se había levantado aún de la frondosa garganta, mientras un sol mortecino empezaba a despuntar lentamente sobre las cumbres, haciendo que en Shodroda, una aldea escondida entre las laderas del Cáucaso, todos se pusieran en pie para encarar una nueva jornada. La mujeres ordeñaban las vacas; los niños, desgreñados, corrían por las calles e ideaban juegos con los que pasar el rato. Una mañana normal para el pueblo, cuyos vecinos iban a sacudirse de golpe su somnolencia con la repentina llegada de los pastores: habían bajado corriendo de la pradera y, casi sin aliento, contaban a voz en grito que unos guerrilleros estaban atravesando el paso de montaña y se dirigían a la aldea.

Conducían borricos cargados con fusiles y cajas de municiones, y caminaban sin ocultarse, como si no sintieran el menor temor a encontrarse con los soldados que patrullaban por la frontera. Al mediodía estaban ya en el pueblo. Nadie se enfrentó a ellos, entraron sin disparar un solo tiro. Los policías locales habían pasado la noche bebiendo vino para celebrar el cumpleaños de un compañero, y en cuanto se enteraron de la llegada de aquel destacamento, metieron sus fusiles en los maleteros de sus coches y salieron pitando de allí en dirección a la ciudad más cercana. Además, en la aldea apenas quedaban hombres, aparte de los abuelos, ya que en esa época del año (en pleno verano abrasador) viajaban a Rusia a trabajar en la construcción o en la recolección, y así tener dinero para afrontar en las montañas el otoño frío y mísero que se avecinaba, y el gélido invierno que lo seguiría.

Los guerrilleros se mostraron amistosos. Reunieron a la gente en la plaza y anunciaron que habían venido de los montes para libe

14 TORRES DE PIEDRA rarlos. El comandante habló de injusticia y de funcionarios corruptos, pero también del Todopoderoso, que resarciría a los campesinos de los daños y los perjuicios sufridos.

—¡En nombre del Todopoderoso declaro esta aldea libre e independiente de un gobierno que ha olvidado a Dios!

El barbudo comandante prometió además que sus guerrilleros no harían nada malo a la gente del lugar, e incluso prohibió a sus hombres coger manzanas de los árboles del pueblo.

—Uníos a nosotros y vivid según los preceptos del Altísimo —continuó diciéndoles a los aldeanos—. Si tenéis miedo de los helicópteros que aparecerán por aquí tan pronto como adviertan nuestra presencia, o si no os consideráis preparados para vivir como dicta el Señor, entonces podéis marcharos.

Su decepción resultó evidente una hora después, cuando los habitantes se pusieron en camino llenos de tristeza y abandonaron la aldea, en la cual ondeaba una solitaria bandera verde colocada por los guerrilleros en el minarete de la mezquita.

Aquel día los barbudos guerrilleros habían entrado en otras aldeas repartidas por los verdes valles del Cáucaso, hendido por la frontera que separaba el tranquilo Daguestán de la rebelde Chechenia. Se presentaron en Rajata, Ashino, Tando, Ansalta, Agvali, Galatli, Shauri, Andi y en una docena más de poblaciones situadas en los distritos de Botlij y de Tsumada, en territorio daguestano. Los habitantes de las aldeas sabían que esos hombres eran chechenos; los reconocían por su acento, pero también por su manera de comportarse, poco frecuente por esas tierras. Los chechenos siempre habían tratado a los demás con arrogancia, pero su soberbia resultaba del todo insoportable desde que en el verano del 96, tras una guerra de casi dos años, lograran detener al ejército ruso, cien veces más poderoso, y lo obligaran a retirarse, cosa que no había sido capaz de conseguir ningún otro pueblo caucásico. En realidad, hacía mucho que ya ninguno de ellos intentaba siquiera desafiar a Rusia. Desde su victoria frente a los rusos, los chechenos no solo se pavoneaban ante los demás como nunca antes lo habían hecho, sino que además ahora se creían con derecho

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a dar lecciones a sus vecinos y a inmiscuirse en sus asuntos. A Daguestán lo llamaban desdeñosamente Dar al-Kufr, la Tierra de los Infieles, aun cuando ellos mismos habían abrazado la fe de Mahoma mil años más tarde que los montañeses daguestanos. Antes de eso habían pasado siglos postrándose ante las montañas y los bosques sagrados, e incluso ante el dios de los cristianos, mientras en Daguestán los ulemas y jeques rivalizaban en devoción y conocimientos con los místicos de El Cairo, Bagdad o Estambul. De Daguestán salieron también los ilustres imanes caucásicos —el más destacado de los cuales fue Shamil—, que lucharon por un estado de Dios, además de por la libertad. De allí proceden igualmente las tres cuartas partes de los peregrinos caucásicos que cada año realizan el hayy, la peregrinación a La Meca, patria del Profeta. Los chechenos acogieron la fe mucho más tarde y a través de un falso profeta como fue el jeque Mansur, y por si eso fuera poco, el celo propio de los neófitos los llevó a denominar su territorio como Dar al-Islam, la Tierra de la Fe.

Ahora, desde que les habían plantado cara a los rusos, ya solo se ponían a sí mismos como ejemplo a seguir por los demás, y animaban a todos sus vecinos, cercanos o no, a que se unieran a ellos en su rebelión contra Rusia. Si se enteraban de que alguien había pronunciado la palabra «independencia» en Kabardia, Cherkesia, Balkaria o Karachai, de inmediato mandaban emisarios para establecer contacto, prestar apoyo y difundir la idea de crear un Estado único para todos los montañeses del Cáucaso. Con su arrogancia característica, explicaban a los montañeses daguestanos que, en realidad, Daguestán y Chechenia eran una misma cosa, y por tanto ambos pueblos debían echar cuanto antes de su país a los soldados, funcionarios y aduaneros rusos, para poder por fin vivir en libertad, respirar a pleno pulmón.

Cierto: los habitantes de la aldea de Shodroda, que había sido ocupada por los barbudos guerrilleros, consideraban a los chechenos de los suyos. Las fronteras separaban sus pueblos, sus pastos y sus abrevaderos solo en los mapas. Vivían muy cerca unos de otros, a un lado Botlij (en Daguestán) y al otro Vedeno (en Chechenia). Cuando el muecín de Shodroda llamaba a la oración a través del altavoz de hojalata sujeto con alambre a la pared de la mezquita, su voz ronca se

16 TORRES DE PIEDRA podía oír también en las aldeas chechenas situadas al otro lado del valle. Se conocían, se hacían visitas, comerciaban entre ellos, se invitaban a bodas y funerales, y, aunque no era frecuente, a veces sus hijas se casaban con los hijos de los vecinos. Mientras los chechenos luchaban en los montes contra los rusos, sus esposas y sus hijos se refugiaban en las casas de los montañeses daguestanos, que los alimentaban y cuidaban sin llevar la cuenta de los días que sus huéspedes se quedaban ni pedirles nada a cambio. Muchos habitantes de Daguestán, en especial chechenos afincados allí, se unieron a los guerrilleros para ayudarles en su guerra contra los rusos. No esperaban grandes muestras de gratitud, no lo hacían por eso; en el Cáucaso, dar refugio es un deber tan sagrado como lo es preservar el buen nombre de la familia o cobrarse las deudas de sangre que cada generación hereda de la anterior, la única manera de reparar daños o limpiar una deshonra. Pero lo que tampoco se imaginaban era que los chechenos, sin tan siquiera agradecerles la hospitalidad recibida, fueran a campar a sus anchas por los pueblos daguestanos y a entrar en sus casas empuñando los fusiles.

—¿A qué habéis venido? —preguntaron los ancianos de las aldeas daguestanas a los guerrilleros que bajaban de las montañas, en un intento por detenerlos—. Aquí no se os ha perdido nada.

—La Tierra entera pertenece al Creador —gruñó el comandante apartando a los canosos ancianos que le cerraban el paso—. Somos siervos del Todopoderoso y podemos ir donde nos plazca sin pedirle permiso a nadie.

Entre los guerrilleros había también muchos daguestanos. La presencia de los jóvenes del lugar entre las tropas guerrilleras parecía alentar de tal forma a los comandantes chechenos que se comportaban como si al imponerse por la fuerza a los campesinos daguestanos les estuvieran haciendo un favor. No esperaban encontrar posturas hostiles, ni siquiera recriminaciones. Daban la impresión de sentirse seguros de sí mismos, de la causa que los guiaba y de su victoria final. Trataban a los daguestanos que habían venido con ellos desde el otro lado de las montañas como lo hace un superior con sus subordinados, no como lo haría alguien que está de invitado en casa de personas dispuestas a realizar cualquier sacrificio por él. Los habitantes de

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Shodroda, Tando y Ansalta no tardaron en darse cuenta de que esos barbudos, entre los cuales reconocían a paisanos y vecinos suyos, eran los mismos rebeldes que un año antes se habían visto obligados a huir de Daguestán al desatar las iras de las autoridades locales. Los funcionarios de Majachkalá los tacharon públicamente de criminales peligrosos, seguidores de una religión subversiva y maligna. Y ciertamente, los rebeldes habían proclamado la necesidad de derrocar ese gobierno, en su opinión corrupto e impío, por lo que casi un millar de ellos decidieron trasladarse a la vecina Chechenia, donde hallaron refugio. Se instalaron en la localidad de Urús-Martán, conocida en todo el Cáucaso por ser bastión de idealistas y fanáticos musulmanes, usurpadores y proscritos. No reconocían autoridad alguna y soñaban con un nuevo califato, que unos imaginaban como un Estado verdaderamente justo, y otros como un oasis de anarquía. Hasta UrúsMartán llegaron rebeldes caucásicos de todos los pelajes, e incluso guerreros árabes que viajaban por el mundo buscando una guerra santa donde morir como un mártir y ganarse así la entrada en el paraíso.

Urús-Martán era también tristemente famosa en el Cáucaso por su relevancia como mercado de esclavos, donde tenían su base de operaciones los jefes de las bandas armadas dedicadas a secuestrar personas para exigir después el pago de rescates. Urús-Martán escapaba a cualquier tipo de control (también al del presidente checheno, que allí no era reconocido), y a decir verdad nadie sabía exactamente lo que ocurría en aquel lugar. En cuanto las autoridades de Daguestán fueron informadas de que los rebeldes se habían refugiado en Urús-Martán, ordenaron reforzar la vigilancia en la frontera con Chechenia: bien sabían que los proscritos habían comparado su huida de Daguestán con la salida de Mahoma de La Meca, y habían prometido regresar triunfantes como ya lo hiciera el Profeta. Y volvieron, confiando en encontrar, al menos, el aplauso y la atención de los habitantes de las humildes aldeas fronterizas, olvidadas hace mucho por los funcionarios de la lejana Majachkalá, cuya única ocupación consistía en encontrar la forma de aumentar sus riquezas. Los rebeldes contaban con que, gracias a la ayuda de los experimentados guerrilleros chechenos, lograrían echar de la frontera a las patrullas

18 TORRES DE PIEDRA de soldados rusos y establecer en las tierras liberadas una república montañesa independiente de fieles creyentes. Con el tiempo, dicha república debía unirse a Chechenia y a los demás oasis de libertad y de justicia divina que irían surgiendo en Daguestán, para así formar el embrión del futuro califato caucásico.

Pasados tres días, los líderes chechenos y daguestanos de la revuelta se reunieron en la aldea de Ansalta, que habían conquistado sin combatir. Tras una breve deliberación, eligieron un gobierno insurgente en el cual se encontraban los representantes de medio centenar de pueblos perdidos entre las montañas, y en los cuales se vivía según mandaban los preceptos del Corán, sin haber necesitado para ello revoluciones ni rebeliones armadas. En algunas aldeas fueron expulsados los policías y los funcionarios colocados allí por las autoridades centrales; en otras, ellos mismos se habían ido ya antes, huyendo de la pobreza y del futuro gris que les aguardaba, como también lo habían hecho los maestros, los médicos o los ingenieros agrónomos. Muchos de los líderes de la rebelión —mullahs, periodistas, poetas— habían pasado ya largas temporadas en la cárcel o en las colonias penales de la lejana Siberia. Su lucha —encaminada a liberar el Cáucaso de los ocupantes rusos—, aunque aparentemente fuera infructuosa, y su religión, el islam, prohibida por los ocupantes rusos, eran castigadas con la prisión y el destierro. Al frente del consejo de los insurgentes se colocó el mullah Bagauddin Magomédov, de Kizliar, que poco después se proclamó jeque, mientras que Siradyin Ramazánov, un ávaro de Gunib, se convirtió en su visir. Anunciaron la creación de una república musulmana independiente y declararon una guerra santa a Rusia. También necesitaban un emir que los condujera a la victoria, y para ese cometido eligieron, sin un solo voto en contra y ni siquiera un atisbo de duda, al comandante checheno que había dirigido a los rebeldes desde Chechenia hasta la frontera daguestana, y al cual la guerra contra los rusos lo había elevado a la categoría de héroe en todo el Cáucaso. Se llamaba Shamil Basáyev.

Al día siguiente, aviones rusos bombardearon Ansalta. Dio así comienzo una nueva guerra, a la cual seguiría otra, mucho más terrible que cualquiera de las que hasta entonces se habían vivido en la región.

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Los helicópteros se elevaron pesadamente, lanzando sonidos que más parecían quejas; sus fuselajes grises con estrellas de color rojo se afanaban por avanzar en el aire fresco y límpido de la mañana, como alguien que luchara desesperadamente con las olas para no hundirse en el mar. Desde la localidad de Botlij, situada en un monte de cierta altura, se les podía contemplar cuando recorrían volando el desfiladero, con el morro inclinado hacia el arroyo, como si quisieran ver su imagen en el agua o descubrir algo oculto entre las piedras. Al llegar al pie del monte, donde el desfiladero describía una curva para evitar la colina y la ciudad pegada a su ladera, se apartaban bruscamente del riachuelo, como si en el último momento hubieran advertido una roca contra la cual hubiesen estado a punto de estrellarse. Los helicópteros subían más y más, gimiendo por el esfuerzo realizado para salir lentamente del barranco hasta alcanzar la vertical de la plaza mayor de Botlij. Después permanecían un rato suspendidos sobre la ciudad, alineados, como si estuvieran analizando la situación, para al cabo de un rato lanzar un feroz ataque contra el monte que formaba la pared opuesta del desfiladero. Los lugareños llamaban a ese monte Oreja de Asno. En sus laderas, así como en las del Monte Pelado y en la aldea de Tando, situada entre ambas montañas, se habían escondido los guerrilleros llegados desde Chechenia que pretendían organizar una rebelión armada en una población tan tranquila como era Botlij. El primer día habían llegado hasta las afueras y con certeros disparos de lanzagranadas habían destruido varios helicópteros rusos en el helipuerto que habían improvisado en un terreno lleno de rocas. Sin embargo, lo que no lograron fue espolear a los ávaros del lugar para que lucharan junto a ellos; es más, los montañeses locales no solo no se dejaron convencer por los recién llegados, sino que se pusieron en su contra. Por ejemplo, los habitantes de Godoberi se armaron de viejas escopetas de cazar lobos y osos, y, tras impedir a los guerrilleros la entrada en el pueblo, les atacaron dejando caer sobre ellos avalanchas de piedras. Ante esta inesperada oposición, los guerrilleros se atrincheraron en sus escondites de las montañas, ocultaron su armamento en cuevas y bosques,

20 TORRES DE PIEDRA y se dividieron en pequeños grupos para defender solo los montes, los desfiladeros y las aldeas que tenían bajo su control, mientras esperaban los refuerzos y las nuevas órdenes que debían llegar desde Chechenia.

Por el día, cuando los cazas y helicópteros rusos lanzaban bombas y misiles contra ellos, los guerrilleros se resguardaban en grutas seguras, de donde no salían hasta que no cesaban los bombardeos, se hacía el silencio y los rusos enviaban a la infantería montaña arriba. Entonces, encaramados a grandes rocas desnudas, disparaban a placer contra los soldados que subían la pendiente con gran esfuerzo. Después de unos cuantos enfrentamientos sangrientos de ese tipo, los rusos renunciaron a esta estrategia. A partir de ese momento dejaron de oírse disparos de ametralladora, salvo cuando los guerrilleros daban la bienvenida a los helicópteros que les atacaban, y aún menos frecuentes fueron los combates en las laderas de los montes. Los rusos pensaron que para luchar contra los rebeldes serían más útiles los helicópteros acorazados, y durante todo el día, desde el alba hasta el crepúsculo, se dedicaron a hostigar las guaridas de los guerrilleros y a destruir las aldeas ocupadas por ellos. Sistemáticamente, día tras día, casa por casa.

A lo lejos, en las montañas que rodeaban Botlij, resonaban explosiones sordas, y las columnas de humo blanco señalaban los lugares donde habían caído las bombas o los misiles, entre peñas grisáceas y bosques verdes. Cuando los ataques se intensificaban, las nubes de humo envolvían las laderas y las cimas de los montes como si se tratara de una niebla espesa. Solo a la hora de comer se detenían los bombardeos, al mediodía, cuando el calor resultaba menos soportable.

En la ciudad no se oía ni el vuelo de una mosca. Daba la impresión de que sus habitantes estuvieran conteniendo la respiración y escucharan en tensión las lejanas explosiones, para intentar adivinar así lo que les deparaba el futuro. En la plaza mayor, cuyo pavimento aún era de empedrado, ancianos de grandes bigotes y con gorros de piel se sentaban encogidos en un pequeño banco. Observaban aquel espectáculo bélico de las montañas sin pronunciar palabra y apenas sin

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moverse. Se pasaban el día en la plaza, a semejanza de los escasos árboles del lugar, tan viejos como ellos, cuya sombra los protegía de los rayos solares. Parecían veteranos a los que se hubiera invitado a una función gratuita por los servicios prestados: después de ser acompañados hasta el patio de butacas con todos los honores y quedarse solos, veían en silencio una representación que se repetía sin cesar, aunque no alcanzaban a entender ni el argumento ni la idea principal. Esa sensación resultaba aún más intensa por el hecho de que la ciudad entera semejaba un anfiteatro esculpido en una escarpada peña. Las gradas las formaban las paredes montañosas que rodeaban Botlij, en cuyas grietas y fallas se han ido encajonando a lo largo del tiempo filas de casas hechas de piedra, apiñándose, empujándose y subiéndose unas encima de otras, tratando de encontrar soporte y equilibrio. Los tejados de las situadas más abajo servían de patio a las construidas más arriba, y las que estaban a la misma altura compartían muros. Esa pugna frenética, esa lucha por el espacio físico, apenas dejaba sitio para las callejuelas estrechas y sinuosas que llevaban desde las zonas altas de la ciudad hasta la plaza mayor y la pequeña mezquita edificada a un lado. Ese era el punto central, el más importante, un lugar sagrado y reservado para los ancianos, que contemplaban día sí, día también cómo los aviones y helicópteros atravesaban aquel sereno cielo azul oscuro y ahuyentaban a los azores y las águilas.

Los niños normalmente se subían a los tejados y a las copas de los árboles, miradores ideales desde los cuales se veía perfectamente el cielo —tomado por aviones y helicópteros—, las montañas y, a lo lejos, el desarrollo de la guerra. Los tejados y los árboles más concurridos eran los que estaban en los límites de la ciudad, junto al despeñadero por el cual subían volando los helicópteros. Desde el borde del barranco uno podía distinguir las caras de los pilotos cuando las máquinas llegaban a la altura del saliente en el que se encontraba Botlij. Los chavales allí reunidos chillaban entusiasmados cada vez que aparecía algún helicóptero. Las mujeres, por su parte, veían la guerra desde los huertos de sus casas, o más bien lanzaban miradas fugaces e inquietas en esa dirección mientras cocinaban o sacaban agua de los pozos; abandonaban un momento las tablas de lavar y las

22 TORRES DE PIEDRA ollas humeantes, se enderezaban, con una mano se protegían la vista del sol y miraban al cielo.

Desde el amanecer hasta el momento en que, a la caída del sol, la voz lastimera del muecín llamaba a los fieles a orar en la mezquita, la ciudad entera quedaba paralizada, contemplando los helicópteros y escuchando las lejanas explosiones. Y con ella, también nosotros los periodistas.

No había otra cosa que hacer. No sucedía nada. El problema era que desde nuestro anfiteatro no se divisaba el escenario en el que estaba teniendo lugar la representación: una gran montaña verde nos tapaba la visión. Oíamos los ecos de los combates. Veíamos las columnas de humo elevándose sobre la cima del monte y los aviones y helicópteros que desaparecían tras ella. Tres llegaban volando, tres se iban volando. Luego una explosión, humo, una pausa, y vuelta a empezar. Llegaban dos, detrás otros dos, explosión, humo, ruido de motores y aparatos alejándose. Y allí estábamos nosotros, como espectadores en un teatro en el que la función ya hubiera comenzado pero nadie se hubiera acordado de levantar el telón. No sabíamos lo que ocurría en el escenario, y aunque los actores entraban y salían de él y percibíamos los sonidos de la representación, solo podíamos imaginarnos la trama y el curso de los acontecimientos.

Tampoco podíamos movernos ya de allí. El ejército había cerrado las carreteras que atravesaban las montañas en dirección a Vedeno, en Chechenia, y los soldados de los puestos que rodeaban Botlij ni siquiera nos permitían dirigirnos a Godoberi, porque al parecer en las inmediaciones había combates. Nos debían haber llevado allí unos ávaros con los que habíamos volado desde Moscú hasta Majachkalá en un avión vacío. Vivían en Godoberi, pero en verano se trasladaban a Rusia para trabajar como obreros en la construcción. Habían dejado sus trabajos después de oír por la radio las noticias acerca de los guerrilleros chechenos que habían cruzado impetuosamente la frontera, y se dirigían a su pueblo para luchar contra los intrusos. En el viaje discutieron entre ellos a cuenta de las armas: uno de ellos decía que debían comprar fusiles en el mercado de Majachkalá, pero otros dos opinaban que no era necesario gastarse el

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dinero porque seguramente las autoridades del pueblo estarían repartiendo armas entre la población. Por desgracia en Botlij nos separaron de los ávaros. Los soldados solo dejaban continuar camino hacia Godoberi a quienes pudieran demostrar con algún documento que vivían en el pueblo; a los demás los obligaban a quedarse en Botlij, e incluso a veces los enviaban de vuelta a Majachkalá. Aparecieron por allí agentes de la policía secreta; se les veía en los puestos de control junto a las carreteras, y frecuentaban los mismos mesones que los lugareños y que nosotros, los forasteros. Deambulaban por las callejuelas sinuosas sin un propósito aparente, se paraban junto a la mezquita de la plaza, a la sombra de los árboles, escuchaban, desconfiaban, iban de un lado a otro, todo lo prohibían y en todas partes pedían carnets, salvoconductos y permisos, en los cuales nunca había suficientes sellos redondos, triangulares o cuadrados.

Habíamos llegado a destiempo, y no al lugar correcto… Como siempre.

Por lo general llegaba demasiado tarde, y elegía normalmente el camino menos indicado. Si exceptuamos algunos golpes de suerte y los acontecimientos previsibles, lo habitual era que me pusiera en marcha cuando me enteraba de que algo importante ya había tenido lugar. Nada más darse la salida yo ya me quedaba rezagado, y luego intentaba desesperadamente recuperar el tiempo perdido. Conseguir ser testigo de un suceso de principio a fin no resulta nada fácil, y menos aún contemplarlo todo desde ambos lados de la barricada, tener una visión completa del hecho, para así depender únicamente de las observaciones y las impresiones propias. Colocarse pegadito a esa línea mágica e invisible que marca el límite entre el patio de butacas y el escenario, pero sin rebasarla; ver de cerca los rostros de los protagonistas, cada una de sus muecas, escuchar sus gritos y también sus más ligeros susurros, percibir todos sus gestos. Estar lo bastante próximo al drama que interpretan como para sentirse un actor más, aunque sea por un momento, y al mismo tiempo lo suficientemente alejado como para poder retirarse sin correr peligro, no dejarse arrastrar y devorar por él, no permitir que una exagerada curiosidad por

24 TORRES DE PIEDRA el horror convierta al espectador y crítico en protagonista sin derecho a regresar a la platea.

La decisión de viajar a Botlij fue un error cometido de forma consciente por casi todos los periodistas. ¿Qué podía esperarse llegando al tercer o cuarto día de asedio, en un país gobernado por burócratas todopoderosos y por una policía secreta desalmada y brutal? Los guerrilleros no atacaban la ciudad, sino que se habían detenido a las afueras, por lo cual no era posible relatar ni la tragedia de los habitantes de la fortaleza sitiada, ni la victoria de sus conquistadores. El único argumento a favor de Botlij era el hecho de que justo allí se estaba desarrollando la guerra y de que resultaba relativamente sencillo llegar de manera bastante rápida. Se trataba, sin duda, de un argumento de peso.

Sabía que era preciso viajar a Chechenia. Primero a Grozni, Novie Atagi, Starie Atagi, y después girar al este, hacia las montañas, Nozhai-Yurt y Vedeno, y allí buscar a algún guía que me llevara hasta el campamento de la guerrilla atravesando el paso de Jarami. Una vez con los guerrilleros, sería posible acceder al monte Oreja de Asno, visible desde Botlij pero inaccesible, el lugar donde realmente estaba teniendo lugar la guerra. Allí podría convencerme por mí mismo de cómo era aquello, vivirlo en persona.

Eso precisamente había hecho Ruslán, fotógrafo y operador de cámara: siguió a los guerrilleros hasta alcanzarlos en las montañas y se convirtió en el cronista de su incursión en Daguestán. Yo me encontraba muy cerca, al otro lado de la montaña. En la pantalla de un viejo televisor vi a un sonriente y confiado Basáyev repartiendo entre sus hombres grandes sandías bien maduras; lo vi con su uniforme de campaña con inscripciones árabes en las hombreras, reunido con sus comandantes para estudiar un mapa de la zona; y vi cómo sus artilleros disparaban cañones de pequeño calibre contra helicópteros apenas visibles, al grito de Allah akbar!, «¡Dios es grande!». Aunque trabajaba para medios extranjeros, Ruslán era checheno, detalle importante en aquella época, en la que en Chechenia no se entraba así como así. Tras la guerra con Rusia, finalizada con un alto el fuego que nada solucionaba, la región quedó completamente fuera de con

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trol y se convirtió en una versión moderna de los Campos Salvajes,* donde se vivía sin ley alguna. Un territorio en el que bandas armadas se dedicaban a perseguir y raptar a personas para pedir rescates por ellas, bien fuera por recaudar dinero, bien porque se lo hubieran encargado sus patronos del Cáucaso o de Rusia. Los extranjeros —o lo que es lo mismo, los periodistas, porque del extranjero nadie más asomaba la nariz por allí— constituían una mercancía especialmente valiosa. Por ellos se podían obtener los precios más altos, y además su secuestro resultaba muy eficaz para poner en entredicho a los políticos chechenos que hablaban de que Chechenia podía existir como un Estado independiente, seguro y previsible. La rebelión que se había producido en las inmediaciones de Botlij hizo que viajar a Chechenia se volviera aún más tentador, pero también los riesgos eran mucho mayores. Entraba dentro de lo probable que los traficantes de seres humanos, intuyendo una próxima llegada de extranjeros, intensificaran su vigilancia y prepararan nuevas trampas. Para no tener problemas con ellos, era necesario contratar a guardaespaldas de confianza y pagarles por su protección con la suficiente generosidad como para que no consideraran más rentable vender a su huésped y bienhechor a los mercaderes de esclavos.

Ir a Botlij a través de Chechenia suponía no solo alargar el recorrido del viaje, sino también aumentar considerablemente los costes y los riesgos. Si uno decide pasar al otro lado de la barricada, debe tener presente que las probabilidades de dejar atrás la platea y caer directamente en el escenario son muy altas. En mi caso eso era algo que deseaba evitar a toda costa; sí, quería estar cerca, por supuesto, pero no en medio. Por esa razón viajé a Botlij, para escuchar desde la plaza mayor las lejanas explosiones procedentes del otro lado de la montaña, y darme por satisfecho contemplando el humo

*A sangre y fuego(N. del T.)

26 TORRES DE PIEDRA blanco levantado por las bombas al estallar, que flotaba sobre las verdes laderas y los picos rocosos.

Observar y escuchar la guerra a escondidas.

Un día, ya bien entrada la mañana, me tropecé en la ciudad con un pequeño destacamento de soldados rusos, corpulentos, tostados por el sol y el viento, llenos de polvo, todos con gafas oscuras. Deambulaban aburridos por las callejuelas, y saciaban su sed con cerveza caliente que les vendían en secreto. Entre ellos estaban Dima y Serguéi, dos siberianos a los que había conocido la tarde anterior en la plaza, delante de la mezquita. Habían llegado en un camión enorme cuando el crepúsculo ya teñía el cielo de rojo. Tenían que comprar provisiones para el destacamento: cordero, verduras frescas, fruta. Habían pagado con un billete grande, muy poco frecuente en las montañas, y esperaban junto al vehículo a que el tendero terminara de reunir el dinero de la vuelta, motivo por el cual estaba recorriendo los puestos del mercado. Con las chaquetas del uniforme desabrochadas, se apoyaban despreocupados en la cabina del camión y fumaban mientras ráfagas de viento refrescaban sus rostros sudorosos. A los lugareños los trataban con indulgencia y aires de superioridad, pero sin mostrar hostilidad ni menosprecio.

Antes de que el vendedor regresara con el dinero, los siberianos me comentaron que al día siguiente, al amanecer, su destacamento iba a lanzar un ataque sobre Oreja de Asno y sobre otro pequeño monte situado algo más lejos, que los soldados llamaban Submarino.

—Quien sube allí ya no vuelve —contaba Dima, mirando hacia algún lugar lejano frente a él y dando una larga calada al cigarrillo, para causar mayor impresión.

Mientras tanto, Serguéi le entregó con disimulo un puñado de billetes al tendero para que les trajera vodka. El vendedor miró nervioso a los lados y se perdió entre los puestos. Delante de la mezquita los ancianos seguían sentados en el banco, sin quitarse de la cabeza los gorros de piel. Ellos eran la causa de que en el Cáucaso el alcohol fuera considerado algo vergonzoso y prohibido. No era posible comprarlo en las tiendas. Nadie en su sano juicio osaba beber en público,

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y mucho menos a la vista de los ancianos; emborracharse era sinónimo de degradación social, de deshonra, de la cual después no había forma de librarse. Pero ni siquiera esto salvó las montañas del alcoholismo. Aquí el vodka se bebe a hurtadillas, y además es frecuente hacerlo hasta caer de bruces. Lo trajeron los colonos eslavos, que habituaron a la población autóctona a la bebida con el mismo entusiasmo con que los colonizadores europeos lo hicieron en Norteamérica con los indios. Después se alcoholizaron los jóvenes montañeses que bajaban a las estepas y a la costa para estudiar o trabajar. Muchas de estas personas, que estaban acostumbradas a vivir en espacios sin límites, fueron obligadas a trasladarse de los pueblos a las ciudades y a encerrarse en bloques de viviendas. La nostalgia y la tristeza les empujaban a beber, como también la desesperación por la ausencia de Dios o el temor de Él. El vodka llegó a las montañas al mismo tiempo que la electricidad, la televisión y las carreteras de asfalto que atravesaron el Cáucaso y le privaron de su inaccesibilidad, algo que durante siglos había constituido su único sistema de defensa. La fortaleza inexpugnable que era el Cáucaso se había transformado en una vulgar habitación de paso, que solo se diferenciaba de otras similares por sus tradiciones y su religión.

El vendedor volvió con un saco de tela para manzanas, sin dejar de mirar hacia atrás. En el fondo del saco había guardado cuatro botellas de un vodka muy fuerte de color amarillo. Serguéi se ocultó tras el camión y abrió una de las botellas. Luego sacó de un bolsillo una mandarina cuyos gajos debían de servir para darle mejor sabor al alcohol.

El día anterior los siberianos habían regresado al campamento después de participar en un fallido ataque nocturno a la localidad de Tando, ocupada por los chechenos. Ni siquiera pudieron llegar hasta el pueblo. Dos vehículos blindados habían sido alcanzados por los lanzagranadas de los guerrilleros y habían quedado envueltos en llamas. No solo tuvieron que retroceder, sino que además perdieron a ocho soldados y otros veinte resultaron heridos.

—Es muy difícil combatir contra ellos. Han aprendido a luchar —me contaba Dima con una mueca de asco en el rostro: el jugo dulzón de la mandarina hacía que tragar el medio vaso de vodka que

28 TORRES DE PIEDRA acababa de beberse fuera aún más complicado—. Y ayer disparamos por error a unos policías daguestanos. Se ve que los tomaron por rebeldes, y ahora tenemos cuatro negros de los nuestros menos.

Los siberianos llamaban negros a la población autóctona, sin hacer distinción entre georgianos, azerbaiyanos o habitantes de Asia Central: negro era cualquiera que no entrara dentro del grupo de los eslavos. Dima y Serguéi pertenecían a las tropas mercenarias que llevaban siete años combatiendo por dinero en todos los territorios del antiguo imperio donde habían estallado guerras. Habían luchado en Tayikistán, en Abjasia, en Chechenia y ahora también en Daguestán. En realidad hasta entonces no habían tenido ninguna ocupación, porque patrullar por las calles de Botlij o comprobar los documentos de identidad de la gente no lo consideraban una ocupación. El ataque a Tando había sido la primera operación a la que habían sido enviados soldados como ellos, curtidos en muchas batallas y que veían la guerra desde una perspectiva puramente técnica, como una forma de ganar dinero. Aparte de a ellos, el alto mando había enviado a las montañas para luchar contra los guerrilleros a críos aterrorizados, a muchachos recién reclutados que los oficiales mantenían en la retaguardia, lejos de los combates, a los que como mucho encargaban rastrear las laderas de las montañas bombardeadas antes por la aviación o las aldeas destruidas. A la mañana siguiente el destacamento de Dima y Serguéi debía entrar precisamente en uno de esos pueblos arrasados por los aviones y comprobar si había guerrilleros en él. Eran ya las tantas de la noche; los siberianos, bastante bebidos, me prometieron mientras se subían al camión que me llevarían con ellos a esa misión, siempre y cuando los esperara antes del amanecer en la plaza, junto a la mezquita.

Al hablar sobre sus peripecias, sus numerosas victorias, su crueldad, su valor y su fuerza, o sobre la violencia como parte de sus vidas, contaban con despertar admiración en sus interlocutores, o al menos conmiseración. A cada momento comentaban que si cayeran en manos de los guerrilleros les aguardaría una muerte horrenda. En Chechenia, a los mercenarios y a los pilotos no se les hacía prisioneros: primero los sometían a las torturas más atroces y después los mataban, normalmente cortándoles el cuello. Me dio la impresión

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de que Dima y Serguéi no le temían al dolor o a la muerte, pero sí al rechazo y la soledad que encontraban en todas partes. Nadie veía en ellos a unos héroes. En los países en los que combatían los consideraban unos invasores, unos bárbaros que se alimentaban de la desgracia ajena. Incluso cuando compraban en los mercados debían andarse con cuidado, no fuera que alguien del lugar quisiera clavarles un cuchillo en la espalda. En sus casas, donde los consideraban unos bichos raros incapaces de adaptarse, tampoco podían esperar comprensión ni estima. Les tenían miedo porque eran peligrosos, en particular cuando se enfurecían durante las borracheras. Nadie los quería, nadie los echaba de menos ni pensaba en ellos, nadie notaba su ausencia ni deseaba escuchar sus historias. Aunque les resultara algo difícil de asumir, la verdad era que sin ellos la vida en sus lugares de origen seguía su curso con absoluta normalidad.

A primera hora de la mañana acudí al lugar acordado, pero nadie vino a recogerme. Por la tarde me topé con el grupo de los siberianos, que descansaban a la sombra de unos árboles y parecían bastante aburridos. Su comandante, un tipo bajito y nervudo con la cabeza rapada, escuchaba las noticias por un transistor y no mostraba grandes deseos de entablar una conversación. Según se informaba desde Moscú, aunque la situación en la región de Botlij continuaba siendo extremadamente grave, las tropas rusas habían tomado el control absoluto, ejecutando de manera ejemplar la planificación táctica y causando cuantiosas bajas entre los guerrilleros. La aviación había cortado la retirada a los rebeldes, en cuyas filas reinaba el caos. De acuerdo con los comunicados del Kremlin, la guerra en la frontera checheno-daguestana prácticamente había concluido, y la rebelión había sido aplastada.

—Un panorama precioso —murmuró el comandante, quizá para sí mismo, quizá dirigiéndose a mí—, pero entonces, ¿por qué nuestra aviación sigue hoy bombardeando Oreja de Asno, que según los comunicados lleva ya unos días en nuestro poder? ¿Y qué les voy a escribir a las madres de los soldados muertos? Esta mañana he perdido a otros tres. Los mandan a casa tiesos, metidos en cajas de zinc. ¿Qué escribo? ¿Por qué han muerto, si ya no hay guerra?

No vi ni a Dima ni a Serguéi entre aquellos soldados refugiados bajo la sombra de los árboles, aunque sin duda se trataba de su des

30 TORRES DE PIEDRA tacamento, el mismo que al amanecer debía buscar a guerrilleros en la aldea recién bombardeada. Esos eran los soldados a los que había estado esperando junto a la mezquita, pero ni Dima ni Serguéi estaban con ellos.

—¿Fue contigo con quien bebieron vodka? Traían tal cogorza que no ha habido forma de ponerlos en pie. No han participado en la misión, están en el calabozo. —Era la primera vez que el comandante sonreía, dejando ver unos dientes dorados—. Deberían invitarte otra vez, porque si no se hubieran emborrachado ayer, lo mismo habría tenido que mandarlos a ellos en los ataúdes, con una carta para sus madres hablándoles de lo valientes que habían sido sus hijos.

Por su aspecto, Nazir Hayyi Bashirjanov parecía un oso más de los muchos que se podían encontrar en aquellas montañas. No era tarea sencilla calcular su edad; puede que tuviera treinta y cinco, pero igualmente podría tener cincuenta. Era rechoncho, de espaldas anchas y manos grandes y nudosas, y tenía unos andares desmañados. A pesar del calor reinante, vestía un raído traje negro de lana gruesa y calzaba unos zapatos polvorientos con los talones pisados. Se pasaba el día en el patio de una posada situada a las afueras de la ciudad, junto a la quebrada. Era el alcalde de la cercana localidad de Tando; a través de los prismáticos que un policía primo suyo le había prestado, contemplaba la lenta muerte de su aldea, arrasada metódicamente por la aviación rusa. Desde el patio de la posada los alrededores de Tando se veían a la perfección; sin embargo, el pueblo en sí se encontraba oculto tras una colina cubierta de árboles. Pero Nazir Hayyi no necesitaba verlo todo para saberlo todo. Había nacido y crecido allí, conocía al detalle la zona, le bastaba con observar dónde caían las bombas o desde dónde se elevaba el humo para tener una idea de qué casa o qué corral había saltado por los aires.

—Al parecer no hay ya ni un solo edificio entero. Un par de días más y no quedará piedra sobre piedra. —Hablaba poco, y cuando lo hacía se frotaba su angulosa mandíbula con el puño—. La gente dice que en el pueblo hace mucho que no hay guerrilleros,

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pero los rusos temen una emboscada y por eso siguen bombardeando, para asegurarse. Si no se atreven a entrar ellos mismos a comprobarlo, al menos que dejen a la gente volver a sus hogares. Dicen que en otros lugares, cuando ya entraban en las aldeas, iban de casa en casa y lanzaban granadas en las que estaban intactas, así, sin más, sin siquiera mirar si había alguien dentro. Claro, ahora luchan, pero ¿dónde estaban antes? ¿Por qué permitieron que los guerrilleros cruzaran la frontera y atacaran los pueblos? Entonces era cuando había que pelear para proteger a la gente. ¿Qué culpa tienen las casas? ¡Bah! ¡Tando se ha ido al diablo!

Aunque Nazir Hayyi jamás lo reconocería abiertamente, lo que más le preocupaba era la suerte que hubiera corrido su perro, al cual no le dio tiempo a soltar de su cadena cuando salió a toda prisa del pueblo, huyendo de los rebeldes. Al llegar a las afueras le oyó ladrar, pero ya no quiso regresar. Se daba ánimos diciéndose a sí mismo que en definitiva los guerrilleros no eran unos salvajes, sino gente corriente como él, y tendrían asuntos más importantes que hacer en vez de dedicarse a matar animales. Durante un par de días quizá no tendría nada para comer, pero no era probable que se muriera de hambre, y en cuanto la cosa se tranquilizara un poco Nazir Hayyi volvería al pueblo a echar un vistazo para ver en qué estado se hallaba. Ni siquiera se había parado a pensar en los aviones.

—¿Qué habrá sido de las vacas, las ovejas y las cabras? No nos dio tiempo a ir a buscarlas a todas a los pastizales y a los establos. ¿Qué les pasará? Si han podido dispersarse por las montañas, al menos seguirán vivas, pero las que dejamos encerradas seguro que habrán muerto por las bombas y el fuego. —A Nazir Hayyi le atormentaba esa impotencia que sentía; hubiera querido ayudar en algún lado, aunque solo fuera para dejar de darle vueltas a lo que había ocurrido con la casa, el perro y las vacas del establo—. En octubre llegarán los fríos, la gente empieza a prepararse para el invierno. ¿Dónde van a vivir? Las casas están destruidas, los animales por ahí perdidos, nadie ha recogido la fruta y las verduras y se pudren en la tierra. ¿Cómo vamos a salir adelante?

Al alcalde le asustaba la idea de que con la destrucción del pueblo se hubiera extinguido también la que hasta entonces había sido

32 TORRES DE PIEDRA su vida. Lo notaba, lo veía, pero no era capaz de encontrar una solución. ¿Cómo afrontar la situación sin una casa? ¿Qué les diría a las personas que lo eligieron para un puesto cuyo cometido era gobernar y guiar la comunidad? ¿Que lo habían perdido todo? ¿Que nada de lo que hasta entonces constituía su día a día tenía ya valor? ¿Que sus antiguas vidas no iban a volver y mejor harían no pensando en el pasado, para no sucumbir al dolor y no enloquecer? ¿Qué iba a ser de sus tierras? Si no tenían casa no podrían labrarlas. ¿Y el cementerio donde yacían sus padres y sus abuelos? En el Cáucaso, quien no tiene una casa, una torre de piedra que pase de padres a hijos, es considerado el más pobre de los mortales. Un hombre no puede considerarse como tal si es incapaz de proporcionar a su familia un techo. A aquellos que carecen de un cementerio propio y no saben dónde descansan sus antepasados, en las montañas se les tiene por personas sin dignidad.

Sin casa, sin tierras y sin cementerio, el alcalde no será nadie, perderá su lugar bajo el sol, no podrá siquiera decir de sí mismo que es un hombre libre. No le quedará nada que pueda considerar valioso, que le marque un objetivo y dé sentido a su vida. Se convertirá en un refugiado, un vagabundo, un indigente rechazado por todos que mendiga favores arrodillado ante los demás. Le resultaba difícil aceptar la desgracia que había caído sobre él y sobre toda la aldea, y más aún por tratarse de una terrible injusticia. No habían cometido ninguna falta que justificara semejante castigo. Su pueblo nunca había servido de refugio a los rebeldes, él no lo habría permitido, y no habían ayudado a los guerrilleros de ninguna forma. Entonces, ¿por qué todo aquello? A veces Nazir Hayyi se decía que la vida, por muy cruel que fuera, no permite tales injusticias; alguien le ayudaría, no quedaría abandonado a su suerte. Quizá el ejército ruso, que ahora arrasaba el pueblo a la vista de su alcalde, casa por casa y corral por corral, viniera después a traerles ayuda. Eso precisamente había escuchado por la radio, que las autoridades de Moscú habían prometido no olvidarse de los afectados por la guerra. La verdad era que ya en otras ocasiones habían dicho cosas parecidas y nunca habían cumplido su palabra. El dinero destinado a socorrer a las víctimas y a reconstruir sus hogares se lo agenciaban

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siempre los funcionarios. Pero quién sabe, quizá esta vez fuera diferente.

Por la noche Nazir Hayyi rezaba en la mezquita. Le pedía al Todopoderoso ayuda y fuerzas, y también que se le permitiera entender la razón por la cual su aldea se encontraba en primera línea de fuego sin comerlo ni beberlo. Además, querría saber qué pretendía decir el barbudo comandante venido del otro lado de las montañas cuando les explicó a los lugareños que no rezaban ni vivían como era debido. Les habló de un Dios cuyo nombre era idéntico al de aquel al que el alcalde, sus vecinos y todos sus antepasados llevaban siglos adorando. ¿En qué habría de ser mejor ese otro Dios?

Shamil Basáyev, el comandante rebelde, se comportaba de forma rara y les contaba cosas insólitas. Lo conocían desde hacía años, vivían como buenos vecinos, quizá no como amigos, pero al menos sin causarse problemas. Se visitaban con ocasión de bodas y entierros, o por simple cortesía. Ahora, en cambio, les parecía un extraño, cosa por otro lado lógica: se había presentado un día sin ser invitado, con un fusil en la mano y trayendo consigo la guerra.

—Le teníamos por un hermano. Nunca echamos de nuestras tierras a los guerrilleros cuando en Chechenia había guerra y venían desde las montañas para curarse las heridas, descansar y recobrar fuerzas. Nuestra policía miraba para otro lado cuando los chechenos pasaban armas y municiones de contrabando por Botlij, o si traían a sus heridos para que los curáramos. Corríamos un gran riesgo, pero considerábamos que era nuestro deber. Tras la guerra nuestros ancianos invitaron a Shamil y a su hermano Shirvani. Les regalaron unas zamarras de piel como símbolo de nuestra amistad. —Aunque Nazir Hayyi tenía el cargo de alcalde, era un hombre joven y no le permitieron participar en aquella reunión con Shamil y Shirvani. Con Shamil había hablado una o dos veces. Conocía mejor a su hermano menor, Shirvani, que, a diferencia de Shamil, nunca había tratado con desprecio a los demás—. Shamil resultó ser un traidor. Nos portamos muy bien con él, y así nos lo agradece. Era nuestro hermano, y ahora es nuestro enemigo, y lo será para siempre. Los chechenos pagarán por lo que ha hecho.

34 TORRES DE PIEDRA

Cada día llegaban a Botlij jóvenes ávaros que habían viajado a Rusia para trabajar durante los meses de verano en la construcción y en la recolección, y volvían a sus casas tan pronto como se enteraban de que había guerra. Deseaban luchar, y cuando les comunicaban que no iban a recibir armas porque debían dejar la guerra contra los chechenos en manos de tropas rusas traídas desde San Petersburgo, Rostov, Novosibirsk o Krasnoyarsk, se enfadaban, se sentían desilusionados. «La culpa de todo la tienen los darguinos», decían irritados los ávaros de la frontera al no poder hacer nada.

Aunque los ávaros constituían el más numeroso de los grupos étnicos que poblaban Daguestán, en la capital, Majachkalá, quienes mandaban eran los darguinos. Estaba claro que estos temían darles armas a aquellos, porque si bien hoy los ávaros las habían de usar para combatir contra los chechenos, quién sabe contra quién podrían dirigir los fusiles mañana. ¿Y si se aliaran con los dzhiguits* chechenos y se volvieran contra Rusia otra vez? En realidad, siempre luchaban juntos contra los rusos, constantemente provocaban insurrecciones, al frente de las cuales se ponían los imanes ávaros (aunque, a decir verdad, los ávaros nunca peleaban con demasiado entusiasmo si no estaban a su lado los chechenos). Así pues, ¿cómo podían tener la seguridad de que no acabarían siguiendo el estandarte de Basáyev, que no en vano se había proclamado emir del Cáucaso?

¿Y no sería eso precisamente lo que pretendía el astuto Basáyev? Los arrogantes chechenos no habían logrado que ninguno de sus vecinos se alzara contra los rusos: ni sus primos lejanos los cherkesos, ni otros más cercanos como los ingusetios, los ávaros de Daguestán, los darguinos, los lakos, los kumukos o los lezguinos, tenían la menor intención de morir por la libertad de Chechenia. No querían arriesgarse lo más mínimo, ni siquiera si lo que estaba en juego era su propia libertad. No les rondaba por la cabeza la idea de convertirse en héroes, no deseaban ni luchar ni morir. Los chechenos, por su parte, a pesar de toda su soberbia y su obstinación, comprendieron que solos no derrotarían al ejército ruso, menos aún cuando este no

*(N. del T.)

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dejaba de pensar en una nueva guerra y en obtener una victoria con la cual vengarse de la derrota anterior y la vergüenza sufrida. Los chechenos no eran capaces de convencer a los montañeses caucásicos de que entraran en la guerra, pero podían obligarles a ello. Bastaba con provocar una chispa: atacar algún puesto militar ruso en Daguestán, incendiarlo, no dejar a nadie vivo, provocar una venganza de los rusos, recordarles a los lezguinos las antiguas pretensiones de los tabasaranos o los tsajuros sobre sus tierras, avivar las rencillas entre los nogayos de las estepas y los kumukos, poner a los ávaros en contra de los darguinos. En resumen, hacer que empezaran a dispararse unos a otros, y antes de que se dieran cuenta ya se habrían aliado en contra de Rusia.

Basáyev no había sido el primer checheno en invadir tierras daguestanas. Durante la guerra contra Rusia, otro comandante, Salmán Radúyev, ya había ocupado la localidad daguestana de Kizliar. Cumpliendo órdenes del entonces jefe de los rebeldes chechenos, Dyójar Dudáyev, intentaba extender el fuego de la guerra a Daguestán, aunque su mayor motivación era superar en fama a Basáyev, que un año antes había lanzado un audaz ataque sobre la ciudad rusa de Budionnovsk, tomando numerosos rehenes y logrando que el gobierno ruso accediera a mantener conversaciones con el objeto de detener la guerra. El regreso de Basáyev y sus dzhiguits desde Budionnovsk hasta Vedeno fue una verdadera marcha triunfal. En las ciudades y los pueblos les daban la bienvenida y les vitoreaban. Aquel joven comandante guerrillero al que pocos conocían se hizo famoso en todo el Cáucaso. La gente le admiraba, se componían canciones sobre él. Animado por su éxito, Shamil se retiró a las montañas y desde allí anunció nuevas y espectaculares acciones. Amenazó con atacar Rostov e incluso Moscú, con tomar el Kremlin y hacer prisioneros a sus huéspedes, con volar en pedazos las centrales nucleares rusas y hundir submarinos. Estas fanfarronadas ya entonces irritaban sobremanera a Aslán Masjádov, jefe del estado mayor del ejército guerrillero, que participó en las conversaciones de paz con los rusos en representación de los rebeldes chechenos. Por culpa de Shamil, el orgulloso Masjádov tuvo que escuchar de boca de los generales rusos infinidad de reproches. Maldecía a Basáyev en todas las lenguas

36 TORRES DE PIEDRA vivas y muertas, pero aunque formalmente seguía siendo su superior, en realidad no podía ni tocarle, y lo que era peor aún: le necesitaba. En Chechenia no había ningún otro comandante como él, ni tampoco guerrilleros que supieran combatir tan bien como los dzhiguits de Shamil.

Tras la guerra, la estrella de Basáyev pareció eclipsarse. Los chechenos no lo eligieron como presidente a él, un dzhiguit, sino a alguien como Masjádov, hombre disciplinado y riguroso. Durante mucho tiempo, el joven Shamil fue un mar de dudas. Tan pronto se ponía al servicio de Masjádov como se volvía contra él o se aliaba con sus enemigos. No faltaban los que decían que de no haber sido por la irrupción en Botlij, a Basáyev se le habría acabado el crédito y habría caído en el olvido, y que por eso había provocado una nueva guerra. En aquellas calurosas tardes de agosto de 1999, los más variados e improbables rumores resonaban por todo el Cáucaso. Se habló incluso de que Basáyev, herido en su amor propio, se había dejado engañar, embaucar por los rusos (también se murmuraba que estaba confabulado con ellos), que solo necesitaban un pretexto para desencadenar una nueva guerra para la cual ya se habían preparado. La historia de Rusia, más que ninguna otra, está llena de agentes secretos, espías y provocadores que se infiltran en los círculos donde se mueven los conspiradores y los rebeldes, y los conducen a promover revueltas y revoluciones por las causas más nobles y los ideales más sublimes.

Ya en primavera habían empezado a sucederse de manera sospechosa los asaltos a los puestos militares rusos de la frontera con Chechenia. Cada vez más a menudo, misteriosos aviones no identificados lanzaban bombas sobre las montañas de la zona fronteriza, y también aumentaba el número de choques armados y de personas raptadas por las cuales después se pedían rescates. De todo ello se acusaba a los chechenos, pero en realidad se secuestraba a gente en todo el Cáucaso y después era trasladada a Chechenia, porque, al no estar controlada por los rusos, constituía un lugar perfecto como almacén y mercado de esclavos. Sin embargo, nadie se preguntó cómo lograban los secuestradores atravesar los controles policiales en las carreteras que llevan a Chechenia. Por ejemplo, el hijo del vicepri

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mer ministro de Daguestán fue raptado en Moscú y llevado en camión hasta el Cáucaso, oculto bajo sacos de patatas. Sus secuestradores tuvieron que pasar por miles de controles, pero ni un solo policía se extrañó de que alguien hubiera comprado patatas en Moscú y las transportara al sur, cuando en Stávropol podía haberlas adquirido mucho más baratas.

Antes de que Basáyev invadiera Botlij, los emisarios enviados desde Daguestán le aseguraron que estaban dispuestos para rebelarse cuando él les diera la señal, que querían ponerse a sus órdenes (a muchos de esos enviados los asesinaron más tarde en Chechenia, aunque no hay forma de saber si fue por habérsela jugado a Basáyev). El cabecilla checheno, un romántico ávido de gloria inmortal, no fue capaz de resistir tal tentación, más aún cuando los daguestanos hacían lo posible por despertar su orgullo y su ambición. Si vacilaba, le echaban en cara que se acobardaba y no les ayudaba cuando le necesitaban. «¿Qué clase de emir eres tú —le decían— si no tienes valor para venir a socorrernos?»

A los rusos, si es que en verdad habían recurrido a la provocación para tener un pretexto que justificara otra guerra, les interesaba mucho que el ataque a Daguestán lo dirigiera precisamente Basáyev, pues en Rusia encarnaba como nadie la crueldad y el fanatismo más salvaje. Ningún otro que hubiera ocupado su lugar le habría parecido a la sociedad rusa realmente peligroso, o al menos no lo bastante como para que consintieran una nueva guerra en Chechenia. Y en el verano de 1999, en Rusia se notaba en el ambiente que el permiso para la guerra iba a ser concedido.

El gobierno ruso tenía un nuevo primer ministro: Vladímir Putin, jefe de los servicios de seguridad (donde también se había formado), joven, discreto y desconocido hasta entonces. Desde el principio ya advirtió amenazante que iba a poner orden en el Cáucaso. El presidente Yeltsin, envejecido, siempre enfermo y eternamente indispuesto debido a su afición a la bebida, necesitaba desde hacía mucho un heredero que le garantizara a él una vejez sin sobresaltos, y a sus parientes y amigos paz y bienestar económico. Ya había puesto a prueba a dos candidatos, a los cuales había colocado temporalmente en el puesto de primer ministro, pero ninguno le pareció

38 TORRES DE PIEDRA adecuado. El tercero, Putin, parecía dispuesto a cualquier cosa, y eso resultaba del agrado de Yeltsin. Su energía, su determinación, su severidad, incluso esa fría crueldad que se percibía en su mirada, eran todas características que no asustaban a los rusos, sino que de algún modo les daban fuerza y confianza en sí mismos. Habían quedado hipnotizados por el desmoronamiento del imperio, y durante años permanecieron aletargados, dominados por un sentimiento de culpa y dando su conformidad a todo. Aquello que otros llamaban libertad, ellos lo relacionaban solo con la degradación y la humillación.

Con Putin había esperanzas de que se fraguara un cambio. Se rumoreaba con insistencia que el joven chequista podría resultar un candidato perfecto para ocupar el trono del Kremlin, descuidado en los últimos tiempos por el viejo presidente. Si Putin y su gente necesitaban una guerra victoriosa en el Cáucaso como vehículo que los llevara hasta el poder, entonces Basáyev les había hecho un gran favor recordándole al mundo su existencia (y de qué manera). Sin embargo, los planes del checheno para desatar en todo el Cáucaso una rebelión contra Rusia con él al frente resultaron un completo fracaso. No logró que los montañeses le siguieran, y además le tacharon de invasor, traidor, impostor y renegado. En el Cáucaso nadie le reconoció como un libertador o como el emir de una guerra santa. En esa ocasión, nadie alabó su audacia, ni siquiera le llamaron héroe.

El alcalde Bashirjanov nos traía a la posada junto a la quebrada las noticias que escuchaba por la radio, referentes a lo que estaba ocurriendo en Rusia y al otro lado de la frontera, en Chechenia, e incluso lo que sucedía detrás del monte Oreja de Asno, visible desde Botlij. Nos tirábamos el día entero en la posada, comiendo pipas y sandías dulces repletas de un jugo pegajoso. El alcalde nos informó de que aviones rusos habían empezado a lanzar bombas sobre las aldeas chechenas de la frontera en respuesta a la incursión de Basáyev en Botlij, y también habían atacado con misiles el aeropuerto de Grozni, destruyendo un avión a reacción en desuso por la falta de piezas de recambio, en el cual había viajado Masjádov al extranjero,

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y una avioneta utilizada normalmente para fumigar los campos de cultivo y las huertas, única aeronave de la que disponía la república chechena.

Con su soberbia, su torpeza y su poca prudencia, el intrépido Shamil le había causado un auténtico quebradero de cabeza a Aslán Masjádov, a quien nunca había obedecido de buena gana, ni cuando era el jefe del estado mayor del ejército rebelde, ni ahora que se había proclamado presidente de Chechenia. Los rusos anunciaron que Masjádov, como presidente de una república rebelde, sería responsable de cualquier acción realizada por sus subordinados. Precisamente a él, que durante su breve presidencia hizo todo lo posible para evitar la confrontación armada, le acusaban ahora de incitar a la guerra, de provocarla.

Masjádov declaró el estado de excepción y una movilización general por si se producía una invasión rusa. Ordenó a Basáyev y a sus tropas que abandonaran Daguestán y regresaran. «Vais a traer la desgracia para nuestro país», les advirtió. A los corresponsales extranjeros reunidos en Chechenia les explicaba que a él no le habían comunicado nada y no había podido detener a Shamil. «Todos saben que los voluntarios rusos lucharon en el bando serbio durante las guerras de los Balcanes —comentaba—, pero a nadie se le ha pasado por la cabeza acusar al Estado ruso de agresión armada por esa razón.» Inició también gestiones para que Putin le recibiera, pero nunca recibió respuesta a sus peticiones. Los secretarios de los huéspedes del Kremlin justificaban la actitud de sus superiores diciendo que estaban muy ocupados, pero que prometían devolver la llamada. Más de uno recordó lo ocurrido antes de la primera guerra, cuando el presidente Yeltsin no se reunió con el presidente checheno Dudáyev poniendo como excusa una operación del tabique nasal.

Finalmente, el Kremlin hizo públicas sus condiciones: Masjádov debía dejar de apoyar a Basáyev y a sus guerrilleros, condenar sus acciones, capturarlo y entregarlo a las autoridades rusas, y él mismo tenía que realizar un viaje de redención a Daguestán y pedir perdón a las autoridades locales por la incursión en Botlij. Masjádov, que durante casi toda su vida adulta había servido en el ejército ruso, pensaba que conocía Rusia al dedillo. Estaba convencido de que los

40 TORRES DE PIEDRA rusos esperarían a que los chechenos discutieran entre ellos y llegaran a las manos, y entonces, tomando partido por uno de los bandos, o, mejor aún, cumpliendo los deseos de la comunidad internacional, que se mostraría inquieta por la situación, enviaría sus tropas al Cáucaso y aplastaría la insurrección chechena sin necesidad de escuchar recriminaciones ni lecciones sobre cómo actuar. Por esa razón aguantaba estoicamente los insultos y las acusaciones de falta de decisión y de carecer de autoridad: para evitar a toda costa luchas internas y guerras fratricidas en Chechenia. Condenó a Basáyev tal y como exigían los rusos, pero ni tenía poder para arrestarle, ni intención de hacerlo. Tampoco llegaron a celebrarse las conversaciones con los representantes daguestanos, que, aconsejados por los rusos, eligieron la ciudad fronteriza de Jasav-Yurt como lugar donde se produciría la reunión, localidad en la cual se había firmado en 1996 el acuerdo que puso fin a la anterior guerra entre chechenos y rusos, perdida por estos últimos. Cuando Masjádov se dirigía al encuentro, un grupo de guerrilleros ávaros bastante alterados le cerraron el paso en la frontera, le amenazaron con sus fusiles, le llamaron traidor y cobarde, y no le dejaron continuar hacia la ciudad. La silenciosa resignación de Masjádov fue interpretada en el Cáucaso como la confirmación de que, a pesar de ser presidente y general, no controlaba ni gobernaba nada, nadie lo escuchaba y a nadie le interesaba su opinión.

Los días se alargaban de manera insoportable. Aunque por las mañanas el aire fresco animaba a ponerse en movimiento, llenándole a uno de aliento y esperanza, poco a poco esos sentimientos se iban difuminando, y acababan evaporándose por las tardes, cuando el calor resultaba asfixiante. También por las noches la temperatura era elevada, y ni permitía descansar, ni ofrecía esperanzas de que acabara la monotonía.

A menudo los campesinos de las aldeas vecinas se unían a nosotros en las tertulias que manteníamos con el alcalde Nazir Hayyi; también ellos habían llegado huyendo de los guerrilleros. Por lo general hablaban poco, porque no dominaban el idioma ruso. Muchos

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de ellos apenas recordaban ya una lengua que no habían aprendido hasta que no cumplieron el servicio militar en el ejército ruso, y la habían olvidado con el paso de los años. En sus casas no conversaban en ruso, las cadenas montañosas constituían obstáculos insalvables para las ondas de televisión, y los periódicos nunca llegaban hasta aquí (y en realidad, aunque lo hubieran hecho, ¿quién habría sentido la menor curiosidad por leerlos?). Aún lo entendían, o cuando menos captaban el sentido de las preguntas y las conversaciones, pero no encontraban ya en su mente las palabras y las frases adecuadas. Se sentaban pegados unos a otros, fumaban cigarrillos y bebían té amargo en unos platitos llanos que iban rellenando con el contenido de unas tazas desportilladas. Cuando llegaba la hora de la comida, el tabernero colocaba sobre las mesas unas escudillas de estaño con carne de cordero cocida, y aparte el arroz, las verduras y el pan de pita. Después de algún tiempo empecé a identificarlos por sus caras. No éramos capaces de comunicarnos, pero eso no nos impedía saludarnos cortésmente o asentir con la cabeza a modo de despedida. También cuando nos cruzábamos en la plaza nos dirigíamos mutuamente gestos de respeto.

Un día, después de comer, ya me había despedido de todos y me dirigía a la salida, cuando tres hombres me detuvieron junto a la puerta. Estaba convencido de que los había visto antes por allí. Supuse que querrían decirme algo, pero que les turbaba la presencia de los demás y preferían comentármelo en privado. La cortesía y la amabilidad con que los desconocidos me cogieron del brazo y me condujeron fuera de la posada parecían confirmar esa impresión. Torcimos hacia una callejuela solitaria y entonces uno de ellos se paró delante de mí y me dejó ver fugazmente un carnet que se había sacado de un bolsillo. Me dijo que eran agentes de la policía secreta y que estaba arrestado. Sin dejar de mostrarse amables y educados, me explicaron que en mi autorización faltaba cierto sello redondo extraordinariamente importante, sin el cual no tenía permiso para permanecer en aquella zona. Me daban la opción de regresar a Majachkalá ese mismo día, y así no se verían obligados a detenerme hasta la llegada de sus superiores desde la capital. También me informaron de que Basáyev y sus guerrilleros se habían retirado a Che

42 TORRES DE PIEDRA chenia, que todo había terminado, y que por tanto ya no tendría demasiado sentido prolongar mi estancia en Botlij. En aquel momento consideré esas palabras como un intento sincero —aunque torpe— de consolarme, algo innecesario, porque de todas formas no era capaz de enfurecerme, ni tan siquiera desilusionarme, por el hecho de que me obligaran a marcharme, librándome de paso de tener que tomar nuevas decisiones y atenerme a las consecuencias.

Unas horas más tarde me encontraba ya en camino hacia Majachkalá. Viajando por la accidentada carretera que une las montañas con la costa del mar Caspio, escuché por la radio que, efectivamente, Basáyev había ordenado a sus hombres replegarse. A pesar de ello, los rusos continuaban bombardeando las montañas y las aldeas abandonadas cercanas a Botlij. «Anunciaron que nos tenían rodeados y que ni un ratón podría atravesar sus líneas, y por eso ahora necesitan tiempo para inventarse algo que explique cómo hemos logrado volver a Chechenia sin la menor dificultad y sin que se dieran cuenta —comentaba en tono burlón el secretario de Basáyev en una conferencia de prensa celebrada en Grozni y transmitida por radio—. Si hiciéramos caso a sus comunicados y calculáramos nuestras bajas de acuerdo con sus estimaciones, resultaría que cada uno de nosotros habría muerto varias veces.» Por su parte, Basáyev había declarado en la capital chechena que la acción militar llevada a cabo en Daguestán constituía únicamente el comienzo de una guerra santa, destinada a liberar a todos los musulmanes asentados en las tierras comprendidas entre el Volga y el Don del triple yugo —ruso, eslavo y cristiano— bajo el cual vivían. Lucharían sin descanso, durante el tiempo que fuera preciso. Dejándose llevar por la emoción, advirtió incluso que no se detendría hasta ver la propia Jerusalén gobernada por la ley de Alá. «No importa cuánto dure la guerra, ni tampoco cuántos ejércitos rusos se interpongan en nuestro camino —dijo Shamil—; solo sé que muchos de los suyos morirán, y a otros tantos los cogeremos prisioneros. Correrán ríos de sangre.»

En el Kremlin, los funcionarios del Ministerio de Información prohibieron a los periodistas rusos entrevistar a Basáyev, y advirtieron a las redacciones que aquellos que no respetaran la prohibición serían castigados según lo previsto en el código penal para los terro

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ristas y los agitadores, o para quienes los apoyaran. El conductor que me llevó a Majachkalá decía que a través de un primo suyo de la policía daguestana se había enterado de que la retirada de Basáyev había sido solo una estratagema y al parecer en breve los chechenos atacarían de nuevo. Viendo la aversión mostrada por los ávaros de Botlij, Shamil condujo a sus guerrilleros de vuelta a Chechenia para darles descanso, recomponer las tropas y lanzar una nueva ofensiva. Como el ejército ruso se había desplegado en los alrededores de Botlij, los guerrilleros no hallaron dificultades en cruzar las montañas por otro lugar para atacar alguna región de Daguestán donde no hubiera efectivos rusos. La zona más segura era la provincia fronteriza de Novolakski, que los chechenos llamaban Aujovski (la consideraban tierra propia) y en la cual constituían una tercera parte de la población.

Por la noche hicimos un alto en la aldea de Giumri, dividida en dos por la estrecha carretera abierta entre las peñas, que comunicaba las laderas cubiertas de nieve con las llanuras húmedas de la costa del mar Caspio. Giumri fue la cuna de los imanes y emires que siglo y medio atrás alentaron en las montañas una rebelión —cuyas probabilidades de éxito cabría juzgar como escasas— contra los oligarcas locales y contra la codiciosa Rusia, decidida a expandirse y a llevar sus fronteras hasta el Cáucaso.

La carretera se ensanchaba en un lugar en el cual describía una curva muy cerrada al borde de un precipicio; allí, un mensaje tallado en una enorme roca gris llamaba la atención de los viajeros: «Aquel que piense en las consecuencias, jamás será un héroe». Desde el salón de té en el que nos detuvimos a tomar algo pudimos ver largas caravanas militares de camiones, tanques, vehículos blindados, cañones y cocinas de campaña subiendo por la estrecha carretera. Mi conductor me dijo que en el aeropuerto de Majachkalá estaban aterrizando uno tras otro grandes aviones de carga que traían tropas y armamento. Maldecía las columnas militares, porque se habían adueñado de las carreteras y no dejaban pasar a nadie, y para él eso suponía perder su fuente de ingresos.

—¿Para qué tantos soldados? ¡Pero si Basáyev ya ha huido con sus hombres a las montañas! Es inútil buscarlo ahora —decía hecho

44 TORRES DE PIEDRA una fiera—. Hasta un tonto se daría cuenta de que la guerra ha terminado, pero los rusos parecen empecinados en no reconocerlo. Se comportan como si fuera solo el principio.

Majachkalá olía a pescado seco. La ciudad, pegada a la orilla del mar Caspio, parecía asfixiarse por la humedad y el calor sofocante, que la dejaban embotada y les quitaban a sus habitantes las ganas de ponerse en movimiento. La propia idea de realizar un esfuerzo cualquiera o de hacer algún tipo de gestión, resultaba tan agotadora como el trabajo más duro. El bochorno, inalterable e insoportable, no aflojaba ni de noche; no daba tregua, ni siquiera cuando desaparecía el sol, blanco y ardiente, que transformaba en vapor pegajoso el agua marina que bañaba aquella costa tan contaminada. El mar estaba devorando codiciosamente los pastizales, los campos de cultivo, los huertos, cortaba las carreteras y las vías del tren, deterioraba los puentes. Desde Majachkalá hasta Astracán, los pescadores veían desesperados cómo sus muelles iban desapareciendo bajo el agua o se convertían en islotes que se alejaban cada vez más de la orilla, mientras los pastores contemplaban no menos preocupados cómo el agua salada cubría sus verdes pastizales y los transformaba en pantanos o bien en desiertos blancos como una mortaja.

Me hospedé en un hotel que me recomendaron por ser, al parecer, el único decente de la ciudad. Cuando se echaba la noche, todos abrían las puertas y las ventanas, y el edificio resoplaba tratando de atrapar un poco de aire. A nadie le importaba renunciar a la intimidad con tal de que en sus habitaciones entrara una ráfaga de viento, por leve que fuera, y les proporcionara algo de alivio. Y yo no necesitaba salir de la mía para escuchar las conversaciones entre Andréi y Kola, periodistas de una cadena de televisión moscovita, y enterarme así de sus planes para el día siguiente. Solían sentarse a fumar junto a una mesita, con las camisas desabrochadas, y preparaban proyectos para el futuro sin perder nunca el ánimo. Edi trabajaba en una emisora de radio alemana. Lo único que deseaba era marcharse a Moscú. Casi no salía de su habitación, y ni siquiera se levantaba de la cama; se le oía protestar cuando le molestaba el volumen del viejo televisor

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que había en el pasillo, o cuando se reunían a cantar a voces unos cuantos insomnes que buscaban consuelo en la calidez del vodka y bebían hasta nublar sus sentidos. Yura, el más viejo de nosotros, calvo como una rana y siempre elegante, se paseaba por su habitación medio desnudo y solía pasar las noches en compañía de varias fulanas tetonas y ya talluditas. Las mujeres preparaban opíparas cenas con diversos pescados, carnes, frutas, verduras y setas, productos que Yura, hombre avezado y de mundo, escogía minuciosamente en los mercados de la ciudad. Tras los banquetes, rociados con abundante vod ka, Yura y sus chicas se dejaban llevar tranquilamente por la lujuria sobre un sofá colocado frente a la puerta, abierta de par en par con la intención de que corriera el aire. Se quedaban dormidos a cualquier hora, en los lugares más insospechados y en las posturas más raras. Despertaban, se desperezaban, se acercaban a la mesa, en la que nunca faltaban fuentes, platos, vasos, copas y botellas, y después, nuevamente embriagados, volvían al sofá intentando relajarse y olvidar con ayuda de las caricias y los abrazos. Al recorrer los pasillos del hotel, entre habitaciones con las puertas abiertas de par en par, a veces se tenía una sensación similar a la que se experimenta en esos malos sueños en los cuales uno resulta invisible para los demás y puede espiarlos impunemente, con total descaro, pero sin llamar su atención.

Aguardábamos en el hotel algún cambio en el desarrollo de los acontecimientos. La ciudad era un hervidero de rumores. Las noticias sobre los nuevos y misteriosos secuestros de personas a las que se ponía un precio, y sobre los aún más enigmáticos atentados con bomba, surgían una detrás de otra. También se decía que después del ataque a Botlij perpetrado por Basáyev y sus guerrilleros, al ejército ruso no le iba a quedar más opción que meter en cintura al resto de los rebeldes del Cáucaso. Eso significaría, por un lado, una nueva campaña militar en Chechenia —en la cual pocos creían—, y, por otro, una expedición de castigo en el valle de Kadar, a medio día de camino de Majachkalá, donde el año anterior barbudos revolucionarios bien relacionados con Basáyev habían declarado su pueblo califato independiente. Su rebelión en la tranquila Daguestán casi provoca una guerra civil. Se desencadenó una tempestad generalizada.

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Incluso en el inmenso y tétrico edificio que albergaba la sede del gobierno daguestano llegó a ondear la bandera verde de la revolución musulmana. El golpe de Estado lo encabezó Nadir Sha Jachiláyev, antiguo campeón de boxeo y de kárate, además de poeta, convencido de que su fama y su fuerza podrían servirle como vehículo para alcanzar la cima del poder. Invirtió el dinero del contrabando de pescado y caviar en hacerse con las riendas del partido político Rafah, con la vista puesta en las elecciones parlamentarias; según los planes de su creador, el ambicioso aunque derrochador Abdul Vahid Niyázov, la formación debía guiar y representar políticamente a los veinte millones de musulmanes residentes en Rusia. El otrora boxeador y poeta se iba a convertir de golpe en diputado de la Duma rusa y en líder espiritual de los entusiastas musulmanes del Cáucaso.

¿Cómo se le ocurrió la idea de lanzarse a conquistar el poder en Daguestán? ¿Fue a causa de su repentina popularidad? ¿O le tentó quizá la inmunidad que otorgaba el cargo de diputado? En todo caso, la cuestión fue que él y su hermano mayor, también ex campeón de boxeo, condujeron a sus seguidores hasta los edificios del gobierno, sumergidos en una densa sombra producida por pinos enormes y frondosos, los tomaron sin el menor esfuerzo y plantaron una bandera verde en el tejado. Se marcharon solo cuando se lo pidieron los mediadores enviados por Moscú, que apelaron al sentido común de los rebeldes y al mismo tiempo les amenazaron con usar el ejército para convencerlos. Nadir Sha cedió, pero mientras se fijaban las condiciones del acuerdo la policía gubernamental aprovechó la ocasión para saquear los despachos de los ministros y apropiarse de unos cuantos ordenadores, televisores, teléfonos caros y alfombras de gran valor.

Había transcurrido un año desde aquella revuelta fallida. En Majachkalá, soportando temperaturas de cuarenta grados, los soldados rusos continuaban custodiando los edificios, por si otros imprudentes o lunáticos lo intentaban. A Nadir Sha las autoridades le habían engañado al incumplir el acuerdo, y los rusos lo habían incluido en la lista de criminales buscados, así que había optado por ocultarse de nuevo en el valle de Kadar, desde donde podía pasar a Chechenia a través de los bosques en caso de peligro. Yo estaba em

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peñado en viajar hasta el valle, pensando que eso me quitaría un poco el mal sabor de boca dejado por el asunto de Botlij. Durante tres días busqué entre mis conocidos a alguien que me guiara hasta el valle, y la inactividad me torturó durante otros tres, mientras esperaba a que Jamzat, mi contacto en el valle, llegara a la estación de autobuses, donde habíamos acordado vernos. Me dio un número de teléfono, pero me rogó que no le llamara si no era realmente necesario, y que, llegado el caso, tuviera mucho cuidado con lo que decía. En el hotel solo funcionaba un teléfono, y se encontraba en el vestíbulo junto a la recepción, donde las columnas y las baldosas de mármol oscuro del suelo aumentaban el volumen de cada susurro, de cada murmullo. No era preciso esforzarse demasiado para escuchar las conversaciones telefónicas, cosa que hacía, sin tan siquiera disimular, el viejo recepcionista del hotel, a quien los demás empleados llamaban portero. Quizá alguien se lo hubiera ordenado, aunque también es posible que lo hiciera por puro aburrimiento.

Hasta que apareció nuevamente Jamzat, trayendo la noticia de que los rebeldes del valle de Kadar habían accedido a que los entrevistara, mi única actividad era la excursión diaria a la estación; el resto del tiempo me quedaba en la habitación del hotel como aturdido, aunque aproveché para ordenar mis notas y esbozar futuras crónicas.

La libertad había ofuscado a los montañeses caucásicos, igual que les había ocurrido a los demás pueblos sometidos por el poderoso y aparentemente eterno imperio ruso, cuando en las postrimerías del siglo xx se derrumbó de súbito bajo su propio peso. La libertad les había llegado de forma inesperada, y quizá por eso se sentían intimidados (o más bien atenazados por el miedo) en lugar de alegrarse. Pocos habían creído en ella, solo unos cuantos la habían exigido; a decir verdad, casi nadie se había atormentado por su ausencia o había sido capaz de imaginarla. Los animales salvajes nacidos en cautividad no añoran el bosque ni la inmensidad de las estepas; aceptan como medio natural propio ese mundo delimitado por las rejas de las jaulas,

48 TORRES DE PIEDRA pues no conocen otro. La experiencia les enseña a esperar las horas en las que reciben los alimentos y dormir el resto del tiempo, resignados a una suerte que consideran la única posible.

La libertad se les había echado encima como si fuera un rayo que cae de un cielo despejado. No la esperaban, no estaban preparados para recibirla. ¡Ironías del destino! Durante doscientos años habían luchado para no dejarse arrebatar la libertad; después habían derramado un mar de sangre por recuperarla, para finalmente reconocer la superioridad de Rusia y aceptar ser sus vasallos. Ahora esa libertad que les entregaban tomaba la forma de un regalo no deseado. Resultaba, ciertamente, una manera poco habitual de obtener la libertad.

Les comunicaron que eran libres. Se enteraron de ello a través de la televisión, una noche de diciembre de 1991. El presentador del telediario anunció que desde aquel día el gran imperio quedaba disuelto, según habían decidido los presidentes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia, reunidos en secreto en el bosque de Białowie˙za. La noticia provocó entre los montañeses caucásicos temor en lugar de alegría, incluso les causó cierta humillación, porque los eslavos habían venido otra vez a señalarles cuál era su lugar, de nuevo los menospreciaban y los engañaban. Desmantelaban el imperio con la misma ostentosa petulancia con la que anteriormente lo habían erigido, sometiendo un país tras otro, y la misma con la que en los últimos años habían intentado perfeccionarlo. Todo solos y pensando nada más que en ellos, sin tan siquiera dignarse pedir la opinión de aquellos a los que habían convertido en sus siervos y a los cuales habían impuesto su modo de vida.

Así, viendo que resistirse al invasor eslavo no les conduciría a nada, los montañeses caucásicos prefirieron mimetizarse, demostrando un pragmatismo propio de los pueblos amenazados de extinción. Al no poder oponerse, decidieron adaptarse. Con el tiempo contrajeron esa enfermedad típica de los pueblos subyugados: creerse inferiores a sus opresores y desear imitarlos en todo. Renunciaron a su propia fe, renegaron de ella. En el imperio comunista, creer en la existencia de Dios era considerado




 



 

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