A esas tareas, las más pesadas y cansadoras, se abocaron los diligentes Igigi, los dioses obreros, comandados por el opresivo dios Enlil, hijo de Anu (rey absoluto de los dioses). Así los días pasaron, uno tras otro, mientras la sangre y sudor de los Igigi tatuaba la tierra y teñía los ríos. Muchos soles, más de los que cualquier humano podría vivir nunca, pasaron. Los Igigi, privados del calor de sus familias por el tiempo y la distancia, blandían sus picos y palas levantando la tierra y depositándola en sus capazos. Las penas eran muchas y las recompensas muy pocas, o casi ninguna aparte del privilegio de poder respirar, un día más, para seguir trabajando a la jornada siguiente. El malestar de los trabajadores era el caldo de cultivo para una rebelión. ¡Aviso!: cualquier parecido con la realidad actual no es en absoluto casualidad, sino más bien causalidad, pues de esa historia se desprende la nuestra.
Así llegó un buen día en que uno de los Igigi se hartó del trabajo, de las penas, pero sobre todo de no ser el principal acreedor de sus esfuerzos. ¿Quién podría culparlo? Pónganse en su lugar: ahí estaba Anu mirando desde el cielo y haciéndose la permanente en el vello púbico; también su heredero Enlil en su maravilloso palacio de Eridú (las Bahamas de la época) y su primogénito Enki ocupado en hacer espeleología, rafting, y en tocarle los cataplines a unos monos medio evolucionados que se había encontrado por ahí. ¡Cualquiera se concentra en trabajar con tanto cheto atorrante al mando!
Dije, y así pasó, que estaba la divina bacanidad ocupada en pelotudear mientras sus súbditos se manchaban las manos para que ellos pudieran seguir teniendo hijos con sus hermanas, sus hijas, y hasta con sus nietas (les aseguro que Harvey Weinstein es un eunuco al lado de éstos). El caso es que cuando este Igigi rebelde se cansó, su malestar se fue contagiando al resto de sus iguales hasta el punto en que ya no importaba quién era el paciente cero y quién el cincuenta. Todos estaban hartos, enfermos, asqueados, por lo que viajaron hasta la casa de Enlil, pusieron todas sus herramientas formando una montaña de trastos frente a la puerta de la mansión, y las prendieron fuego. ¡Imagínense el quilombo que se armó! Enlil, desesperado, corría sin dirección y en calzones por toda la casa 😂 (esto es licencia mía), y al final terminó pidiendo la escupidera a su visir porque no se atrevía a salir fuera. ¡¿Qué macana, no?! ¿Quién se iba a imaginar que después de apretar tanto la tuerca al final se iba a partir el tornillo? Sin más dilación, y dejando de lado su orgullo, a Enlil no le quedó otra que llamar a su hermano Enki, a la gran diosa Nintu, y también a papuchi Anu -que estaba en los cielos- para que vinieran a ayudarle. En ese momento hasta la casa de Gran Hermano era un templo budista en comparación con el palacio.