para la oscuridad en el mundo,
un chivo al cual cargarle
nuestros pecados más horribles,
y disipar nuestra culpa.
Pero todo el mal que he visto
por seres humanos fue hecho.
No es un ángel de tinieblas
el que hace de un coche una bomba,
o roba dinero que iba a ser para que otros comieran.
Y no fue ningún espíritu extraño
el que me encadenó a esta pared.
Uno de los que me secuestraron
dijo una vez: “Ningún hombre cree que es maligno”.
Pensamiento sutil y penetrante
en estas circunstancias, y venido de él.
Y ése es el misterio:
no es un tonto, y loco no parece.
Sabe que no les hice daño ni a él ni a los suyos.
Me mira a la cara
cada día, durante años, y
me oye llorar en la noche.
Y aún así cada día checa mi cadena,
se asegura de que mis ojos estén bien vendados,
luego se arrodilla afuera de mi celda
y le reza a Alá, misericordioso, compasivo.
Muy bien conozco las oscuras ansias en mí mismo,
la violencia y mis intereses personales.
He visto poco en él que reconocer no pueda.
También sé que mi mente se haría pedazos,
que mi alma moriría de hacer las cosas que él hace.
Estoy tentado a creer que de veras
hay un demonio en él, algo maléfico,
una fuerza independiente que lo vuelve
algo menos que, o distinto a, un hombre.
Esa es una respuesta muy fácil y muy peligrosa;
explica cómo tántos males llegan a serlo.
Debo rechazar, aborrecer y pelear contra
estos actos, y reconocer que no
son inhumanos: justo lo contrario.
No podemos separar las cosas
que hacemos de lo que somos;
odiar al pecado y amar al pecador no es
un concepto que de veras podré entender alguna vez.
Yo nunca voy a amarlo a él—no soy Cristo.
Pero intentaré el perdón
porque sé que a fin de cuentas, como siempre,
Cristo tenía la razón.