La Buenos Aires de principios de 1840 era mucho menos sangrienta que varios países europeos, que tenían ejecuciones sumarias como Francia, o reconocía menos derechos a la “plebe” como Inglaterra. Sin embargo en la memoria argentina quedará coloreada con el rojo punzó, la divisa obligatoria so pena de arresto durante el rosismo, y que llegó a pintar la pirámide de Mayo. La Mazorca, el antecedente de los grupos parapoliciales del siglo XX, y una consecuencia fuera del control del acercamiento a los sectores populares, inéditamente convidados en la escena política con poder, se ocupaba de pintar de rojo sangre, tierra, casa, persona, todo lo que encontrase en el camino, tal cual queda reflejado en “El matadero” de Esteban Echeverría –la cuna de la literatura argentina es la sangre, “lodo regado con la sangre de sus arterias” Y no solamente, “Ay cielo, cielo y más cielo/Este año de cuchillas,/A costa de la invasión/Hemos de comer morcillas” clamaba un cielito anti rosista, la poesía gauchesca primera, en una diatriba anunciando en 1838 uno de los varios ataques a la costa bonaerense, de unitarios argentinos y fuerzas colonialistas mancomunadas.
En una de las pioneras campañas mediáticas de la historia argentina, los exiliados en Santiago de Chile y la sitiada Montevideo especialmente, Rosas jamás renunció al sueño sanmartiniano de una república que reúna la Banda Oriental, Paraguay y parte de Bolivia, instigaban en los periódicos financiados por propios, ricos comerciantes porteños, y extraños, federales antirosistas y potencias del mundo. Los diarios investigados por Ferro, “El grito argentino” y “Muera Rosas!”, son ejemplos de cómo se transformaba la figura de Rosas, y sus colaboradores como Manuel Oribe, Pedro De Ángelis y Tomás de Anchorena, en extraños seres dignos de las novelas góticas del siglo XIX europeo. Aquellas representaciones comunes en la Europa de la restauración absolutista, nacida de las imperialistas guerras napoleónicas, que llevaban contradictoriamente el lema de “libertad, igualdad, fraternidad”, dieron vuelo a una galería de seres deformes, que pueden verse también en las artes con las estampas truculentas de Goya. Llegado a estas pampas en el paraguas del romanticismo, el gótico y el terror, el morbo de la sangre, no produjo libros de terror en sí mismo sino comentaristas políticos “¿Quién es Juan Manuel Rosas? ¿Qué derecho tienen sus compatriotas contra él? ¡Rosas!...la naturaleza se estremece al pronunciar si nombre, la voz humana no alcanza a definir este monstruo…Buenos Aires…se arrastra hoy abrumado de cadenas, bajo las torpes plantas de esta furia mientras ella se alza sobre una torre de osamentas como la figura de Satanás…para el tigre de Rosas –reponemos que a otro caudillo famoso también se lo denominada Tigre, Facundo Quiroga, y que Sarmiento llevó esta animalización a un brillo literario en el Facundo- es una seria ocupación y un gran placer todo lo que sea cortar, apalear, matar, chorrear sangre”, cierra el militante antirosista. Debajo de este texto chorreante una lámina reproducía a Rosas parado sobre cráneos, cerca del río –horrenda premonición aunque certera porque Rosas puede ser visto como un triste precursor del Terrorismo de Estado-, y vestido de gaucho “Me puse a pensar en una historia que hablaba con los misteriosos temores de nuestra naturaleza y despertase terror apasionante; una para que el lector tema al mirar a su alrededor, para cuajar la sangre y acelerar los latidos del corazón" podría suscribir a nuestro comentarista las palabras de Mary Shelley, y que explicaban su “Frankenstein o el moderno Prometeo” (1818)
Y llegó el vampiro a Buenos Aires.
Otra de las influencias fuertes, y que se hallaba en las bibliotecas rioplatenses, es “El Vampiro” (1819) de Polidori, aunque desde la época colonial el discurso religioso y enciclopédico entendían un fenómeno de un vampirismo que corrompía el cuerpo social. Según Ferro, Echeverría entre sus lecturas en Europa alaba “El murciélago” donde se prefigura un monstruo bárbaro que goza “en el vapor de la sangre” Todo ello se volcaría en una verba enrojecida de los contrarios al “Restaurador de las Leyes”, entre los cuales el mismo Echeverría influía con artículos en su exilio montevideano. Incluso argumentaban que Rosas no había sido visto desde 1836, encerrado “en la oscuridad bárbara” de San Benito de Palermo, y que salía por las noches a recorrer la ciudad con sus mazorqueros. Abundan las metáforas de un ciudad como un cementerio, “Buenos Aires…se alza sobre una torre de osamentas –los huesos humanos también son recurrentes- tienda la vista sobre el hermoso país donde Rosas impera hace trece años…en cadáveres, en sepulcros, en sangre” fogoneaba José Rivera Indarte en “Muera Rosas!” Los dibujos que acompañan los artículos son grandes vasos de una supuesta sangre, a la manera de los bacanales de los vampiros, y que tuvo una traslación a la literatura en “Amalia” (1851), la descripción de la época rosista del opositor José Mármol, “La puerta de la vidriera del rancho daba al Oriente, y los vidrios estaban cubiertos de cortinas de cocó punzó…venía a reflejar con él en el agua del vaso un color de sangre y fuego…este fenómeno de óptica llevó el terror a los secretarios de Rosas…pálidos como la muerte…bajo el prisma de una ilusión, la verdad terrible de ese momento. Sí, porque en ese momento se bebía sangre, se sudaba sangre y respiraba sangre: concertaba en su mente, y disponía los primeros pasos de las degollaciones que debían bien pronto bañar en sangre a la infeliz Buenos Aires” Claro que los porteños no vivían con libertad, censurados, perseguidos y delatados a la temible Mazorca –delaciones de muchos pobres, negros y gauchos-, el régimen rosista fue una dictadura, aunque hay un trecho largo a un sobrenatural Rosas. El meollo era otro, estamos hechos de narraciones, era un cuerpo argentino que se había enfermado con una nueva sangre, la sangre de la plebe “El tenebroso recinto/donde la chusma hormiguea…/Y a borbollones arroja/la calienta sangre fuera…/como sedientos vampiros/sorben, chupan, saborean/la sangre, haciendo murmullo/Y de sangre se rellenan” recitaba Echeverría en “La cautiva”. Rosas inauguró un espacio para la política subalterna, que elevaba a morenos, morenas, mujeres pobres, peones, pequeños chacareros, negros, negras, indios, indias y todo los humildes que dieron su sangre por la Independencia, en una política de alianzas contingentes que terminó jugando a la larga en su contra, y que ponía en entredicho la nación –restrictiva- de los Alberdi, Mitre y Sarmiento. Si bien fue una jugada arriesgada, que terminó poniendo en armas a sectores relegados con sed de justicia, aunque tuviera al principio la anuencia de los grandes terratenientes de la talla de Urquiza, en los hechos instauró voces de argentinos y argentinas que solamente volverían a escucharse a partir de 1945.