La Posesión

Esta multiplicidad de fuerzas que abre el juego plástico de la posesión, sin embargo, se presenta primeramente como una escisión, como una fractura entre el cuerpo y sí mismo. El cuerpo poseído, en tal sentido, aparece como un cuerpo escindido, desdoblado, un cuerpo que, en cierta manera, no logra reconocerse a sí mismo. El poseído no tiene, no puede tener, una experiencia directa de sí mismo. Justamente, lo que desvela el teatro macabro de la posesión, lo que hace aflorar en las intimidades de esa carne convulsionada, es la imposibilidad de acceder a algo así como a un sí mismo. El acceso directo y transparente del cuerpo a ese sí mismo se ve, en el caso de la posesión demoníaca, interrumpido, abolido. Entre el cuerpo y sí mismo se abre una brecha en donde Satán, usurpando el lugar que originariamente le perteneciera a Dios, vendrá a establecerse con toda su cohorte blasfematoria. El combate que se lleva a cabo, en todos los casos de posesión, entre Dios y Satán expresa la fatal polaridad que no deja de desgarrar al cuerpo del poseído. El sujeto poseso, oscilando entre el plano de trascendencia divino y el plano de inmanencia demoníaco, surge como un resultado secundario respecto a esa oscilación. "Combate perpetuo y violento -dice Deleuze- entre el plano de consistencia, que libera el CsO, atraviesa y deshace todos los estratos, y las superficies de estratificación que lo bloquean o lo repliegan."21 Suspendido entre estas dos grandes tendencias opuestas, el cuerpo poseído descubre su ausencia de naturaleza, su profunda inesencialidad, su ilusoria identidad. El cuerpo poseso, entonces, es el cuerpo que se ha perdido a sí mismo, o, para decirlo más exactamente, que ha perdido su sí mismo. Es esta pérdida, esta herida original (aunque situada en un no-origen) lo que, en todo caso, lo define como tal.

La batalla entre Dios y el demonio se juega, entonces, en este plano. Lo que provoca este último es la clara conciencia de la imposibilidad de hablar por sí mismo. La pérdida de sí mismo, del sí mismo se produce tanto a nivel corporal como lingüístico. El poseído siente romperse, en lo más profundo de su ser, la relación de propiedad y posesión que lo ligaba a su cuerpo, así como también la relación de propiedad y posesión que lo ligaba a su palabra. Aparece así la naturaleza sádica de Dios. Si el sujeto se creía dueño de su cuerpo y de su lenguaje, era porque Dios oficiaba de nexo entre el sentido y el signo, entre el espíritu y el cuerpo. Ocultando la fractura original que desposeía al sujeto de sí mismo, Dios (o la máquina eclesiástica) garantizaba una sociedad de identidades trasparentes, de cuerpos propios y sentidos apropiables. En este sentido, Dios se encuentra en una situación paradójica (o, al menos, contradictoria): por un lado, imposibilita la identificación entre signo y sentido y entre cuerpo y espíritu, y, por otro lado, garantiza la identidad del sujeto tanto respecto a su cuerpo como a su lenguaje. La astucia de Dios, a diferencia de la sinceridad diabólica, estriba en el hecho de hacer creer a los sujetos que efectivamente se poseen a sí mismos, que son dueños de sí mismos, de sus cuerpos y de sus palabras. El demonio, en cambio, en lugar de pasar desapercibido, somete al cuerpo a toda una serie de movimientos convulsos, titilaciones, sacudidas, y a la voz a toda una serie de maldiciones, blasfemias, rugidos, mediante los cuales -y en esto radica su estrategia de resistencia- deja al descubierto la original expropiación divina. El diablo quita el velo que Dios, sigilosamente, había colocado ante los ojos del sujeto y lo arroja a la pérdida definitiva de sí mismo. El demonio, entonces, no se apropia de un cuerpo virgen, sino de un cuerpo previamente habitado por Dios. Acaso sea esta conciencia de impropiedad, de no pertenencia, el punto más traumático y desesperante de la posesión demoníaca, el punto en el que, por ese mismo motivo, el "teatro somático de la posesión" da lugar al "teatro de la crueldad".

El cuerpo no quiere deshacerse sin antes haberse consumado. Y ¿cómo se consuma el cuerpo? La inteligencia no sabe decírselo, aunque sea ella quien más claramente conciba esa ambición del cuerpo, que éste sólo vislumbra. El cuerpo no sabe sino que está aislado, terriblemente aislado, mientras que frente a él, unida, entera, la creación está llamándole.

Sus formas, percibidas por el cuerpo a través de los sentidos, con la atracción honda que suscitan (colores, sonidos, olores), despiertan en el cuerpo un instinto de que también él es parte de ese admirable mundo sensual, pero que está desunido y fuera de él, no en él. ¡Entrar en ese mundo, del cual es parte aislada, fundirse con él!

Mas para fundirse con el mundo no tiene el cuerpo los medios del espíritu, que puede poseerlo todo sin poseerlo o como si no lo poseyera. El cuerpo únicamente puede poseer las cosas, y eso sólo un momento, por el contacto de ellas. Así, al dejar éstas su huella sobre él, conoce el cuerpo las cosas.

No se lo reprochemos: el cuerpo, siendo lo que es, tiene que hacer lo que hace, tiene que querer lo que quiere. ¿Vencerlo? ¿Dominarlo? Cuán pronto se dice eso. El cuerpo advierte que sólo somos él por un tiempo, y que también él tiene que realizarse a su manera, para lo cual necesita nuestra ayuda. Pobre cuerpo, inocente animal tan calumniado; tratar de bestiales sus impulsos, cuando la bestialidad es cosa del espíritu.


Aquella tierra estaba frente a ti, y tú inerme frente a ella. Su atracción era precisamente del orden necesario a tu naturaleza: todo en ella se conformaba a tu deseo. Un instinto de fusión con ella, de absorción en ella, urgían tu ser, tanto más cuanto que la precaria vislumbre sólo te era concedida por un momento. Y ¿cómo subsistir y hacer subsistir al cuerpo con memorias inmateriales?

En un abrazo sentiste tu ser fundirse con aquella tierra; a través de un terso cuerpo oscuro, oscuro como penumbra, terso como fruto, alcanzaste la unión con aquella tierra que lo había creado. Y podrás olvidarlo todo, todo menos ese contacto de la mano sobre un cuerpo, memoria donde parece latir, secreto y profundo, el pulso mismo de la vida.

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