La competencia laboral ha llegado a niveles insospechados. Las empresas privadas y el Estado exigen una productividad extrema de sus empleados, y el estrés y la presión se han convertido en la norma.
Es en este contexto en el que la toma de cocaína se ha convertido en una práctica habitual entre los trabajadores más ambiciosos y desesperados. La droga, que antes era asociada con la delincuencia y el vicio, ahora es vista como una herramienta para sobrevivir en el mundo laboral.
Los empleados que toman cocaína son vistos con cierta envidia por sus colegas, ya que parecen tener una energía inagotable y una capacidad de trabajo sobrehumana. Sin embargo, lo que estos trabajadores no saben es que la cocaína tiene un alto precio.
A medida que se hace cada vez más común tomar cocaína para trabajar, las empresas y el Estado se han aprovechado de la situación para aumentar aún más la presión y las expectativas sobre sus empleados. Los que no toman cocaína son considerados débiles y poco competitivos, y son rápidamente reemplazados por otros más dispuestos a sacrificar su salud y su bienestar por un trabajo.
Los empleadores, por su parte, hacen la vista gorda ante la adicción de sus trabajadores, sabiendo que son mucho más productivos cuando están drogados. La cocaína se ha convertido en una especie de incentivo laboral, una forma de premiar a los trabajadores más dedicados y ambiciosos.
Pero a medida que pasa el tiempo, los trabajadores adictos a la cocaína empiezan a sufrir las consecuencias de su consumo. La salud física y mental se deteriora, las relaciones personales se resienten, y el trabajo deja de ser una fuente de satisfacción para convertirse en una carga insoportable.
En este mundo laboral en el que la cocaína se ha convertido en una herramienta para sobrevivir, el éxito se ha vuelto un concepto vacío y sin sentido. Los trabajadores no trabajan para crecer o para mejorar, sino simplemente para mantenerse a flote en un mar de competitividad y presión constante. La adicción se ha convertido en la norma, y la humanidad ha perdido su esencia en el proceso.
En este mundo laboral cada vez más deshumanizado, la cocaína se ha convertido en el pan de cada día. Los trabajadores la toman no sólo para ser más productivos, sino también para sobrellevar el aburrimiento y la monotonía de sus trabajos. La droga les permite sentirse vivos y alerta, aunque sea por un momento.
Las empresas y el Estado fomentan esta cultura de la adicción al trabajar, alabando y recompensando a los empleados que trabajan más duro y por más tiempo, incluso si eso significa poner en riesgo su salud y bienestar. Los empleados que no toman cocaína son marginados y discriminados, considerados como una carga para el equipo.
Mientras tanto, la industria de la cocaína florece, alimentada por la demanda insaciable de los trabajadores. Las empresas y el Estado no tienen ningún problema en comprar cocaína en grandes cantidades, alimentando así la cadena de suministro y financiando a los carteles de drogas.
A medida que la adicción se generaliza, las políticas de las empresas y del Estado se vuelven más insensibles y despiadadas. Los trabajadores son vistos como máquinas, cuyo único propósito es producir más y más. La empatía y la compasión se han convertido en signos de debilidad, y los empleados son tratados como meros números en una hoja de cálculo.
En este mundo distópico, la cocaína se ha convertido en una droga socialmente aceptada, una herramienta indispensable para tener éxito en el trabajo. La idea de una vida sin cocaína parece absurda e inimaginable para la mayoría de las personas.
Pero a medida que la adicción se profundiza, la sociedad se ha vuelto más fracturada y dividida. La brecha entre los ricos y los pobres se ha ampliado, y la salud mental y física de los trabajadores ha disminuido. La sociedad se ha convertido en una especie de distopía, en la que la adicción a la cocaína es el precio a pagar por el éxito laboral.
De Satanael