donde el tiempo duerme lento,
brotan ojos, dos luceros,
negros, hondos, verdaderos.
No son tuyos, ni son míos,
sino del mundo de los fríos,
donde lloran los que amaron
y en la muerte se olvidaron.
Una noche —¡ay, qué locura!—
me miraron con ternura,
mas sentí como un abismo
me llamaba al paroxismo.
Esos ojos, tan callados,
me arrastraban, encadenados,
a un recuerdo ya marchito,
a un suspiro mal bendito.
Cada parpadeo suyo
era un látigo, era un murmullo,
una historia ya enterrada
que mi alma no olvidaba.
Los seguí sin rumbo fijo,
como sigue el loco al hechizo,
como el cuervo sobre el muro
grita eterno su conjuro.
Y entendí, en aquel instante,
que esos ojos —tan distantes—
eran míos… en el ayer,
cuando supe lo que es perder