El sudor recorre sobre mi piel.
La brisa tenue respira sobre mí.
Escucho el susurro de insectos.
Mis manos tiemblan al saber...
Que estoy sola esta noche.
O al menos... eso creo.
El reloj marca las 3:13 a.m.
La hora en que las cosas ya no son del mundo de los vivos, ni del de los muertos... sino del otro.
Del que respira en las grietas,
del que observa desde las rendijas,
del que se esconde detrás del silencio.
Estoy en mi cama. No puedo moverme. Siento el aire denso, como si algo me observara desde la oscuridad.
El ventilador gira lento... pero no hace viento.
Mi gato, Mora, se esconde debajo de la mesa.
Y entonces escucho el primer ruido:
Toc... toc... toc.
No en la puerta.
No en la ventana.
Sino... adentro de la pared.
Me tapo con la frazada hasta la nariz. Cierro los ojos. Me repito que todo es producto del insomnio.
Pero la voz llega.
Una voz infantil.
Una voz que no es humana.
—¿Puedo dormir con vos...?
Tengo frío... y tengo hambre...
La frazada se levanta sola.
Siento que algo se desliza en la cama. Algo con dedos largos. Algo que respira muy cerca.
Y entonces, el susurro final:
—Gracias... por dejarme entrar. Ahora... estamos juntas. Para siempre.