Irán defiende su bomba potencial, Arabia Saudita castiga las tibias iniciativas del presidente Obama con una diplomacia de choque y reparte petrodólares a los rebeldes sunitas en Siria y al gobierno militar egipcio; Assad, el presidente sirio, sigue abrazado a su decreciente parcela de poder con la ayuda de Irán y de ese benefactor de los derechos humanos (de Assad) llamado Vladimir Putin; oleadas de refugiados sirios amenazan con romper el inestable equilibrio político en Jordania y en Líbano; la probabilidad de un acuerdo de paz entre palestinos e israelíes es cada día más remota, y en Egipto la llamada primavera árabe ha transitado sin escalas al invierno más riguroso.
En unas cuantas pinceladas gruesas, éste es el panorama del Medio Oriente. No sorprende que gobiernos, organizaciones no gubernamentales y observadores hayan dedicado por años su atención a las negociaciones de alto nivel, al rejuego de los grupos rebeldes, a las etnias o grupos religiosos mayoritarios y a la coloración fundamentalista o moderada que los distingue, y a las posibilidades de que la democracia logre enraizar entre los tercos modos de pensar tradicionales y la politización de la religión. Desafortunadamente, esta óptica tiene una falla de origen: concentra la atención en los protagonistas dominantes y sacrifica a los actores “marginales”.
Marginales entre comillas, porque en una región donde todos aseguran que la divinidad en turno les escrituró, en predios o en su totalidad, una región que se extiende del Mediterráneo a las fronteras de Asia central, unos de esos actores marginales son los cristianos que fueron amos y señores de una buena parte de esa tierra en disputa por siglos y tienen credenciales de “propiedad” más antiguas que las de los fundamentalistas islámicos de reciente acuñación. Entre comillas por partida doble porque otro de los costos de la turbulencia en el Medio Oriente que parecen ser políticamente aceptables, que merecen apenas unas líneas en las resoluciones de la ONU y no están en la agenda de los negociadores occidentales, son los derechos de la mitad de los habitantes del mundo árabe: las mujeres.
La situación de las minorías religiosas y de las mujeres se ha deteriorado al mismo ritmo del fortalecimiento del fundamentalismo islámico en las últimas décadas y, paradójicamente, el proceso se ha acelerado en los últimos años con la llamada primavera árabe y la guerra civil siria.
La persecución de los cristianos en Siria no es nada nuevo: en los años sesenta 250,000 fueron obligados a emigrar. Entre ellos, 125 000 armenios que habían escapado a las masacres que los turcos llevaron a cabo a principios del siglo XX y encontrado refugio en ciudades sirias como Aleppo. La dictadura de Hafez al-Assad, él mismo miembro de una minoría religiosa, en este caso chiita, les dio un respiro. Al-Assad se alió con las minorías étnico religiosas –los cristianos entre ellas– para equilibrar el peso demográfico y político de los sunitas sirios. Esas minorías son ahora uno de los blancos preferidos de los rebeldes que, para desgracia de los cristianos ocupan todo el territorio que colinda al norte con Turquía, cuyo centro es precisamente la ciudad de Aleppo.
Las mujeres, cristianas o no, han sido las principales víctimas de la guerra civil en Siria. El gobierno de Assad las ha convertido en un instrumento bélico más para quebrantar a sus oponentes y las ha sometido a una política sistemática de tortura y violaciones. Los rebeldes, por su parte, las han privado de todos sus derechos en los territorios que ocupan.
Lo mismo ha sucedido en Egipto. Los cristianos coptos, que eran el 10 % de la población a mediados del siglo XX, empezaron a ser perseguidos de manera cotidiana durante el gobierno de Nasser. El panarabismo resultó alérgico a la diversidad religiosa y cultural. La primavera árabe ha multiplicado el acoso y la violencia contra los coptos: se les acusó primero de apoyar al régimen de Mubarak, y luego, del golpe militar de 2013. Muchos han muerto, incontables iglesias han sido destruidas y miles han abandonado el país.
Las mujeres árabes no tienen ni siquiera esa salida: no pueden viajar sin el permiso del padre, marido o hermano que regula y domina su vida. La última encuesta anual de la Fundación Thomson Reuters* sobre los derechos femeninos en 22 países árabes ilustra con cifras la terrible situación de las mujeres en esas naciones, y hace énfasis en Egipto: el peor país del Medio Oriente para una mujer. Peor aún que Saudi Arabia donde las mujeres son fantasmas silenciosos que no tienen ni siquiera la libertad de manejar un coche (lastima sus ovarios, argumentan las autoridades religiosas saudiárabes, siempre tan preocupadas por el bienestar femenino).
En relación a Egipto, los resultados de la encuesta son espeluznantes: 99.3% de las mujeres egipcias de cualquier edad, religión, estado civil y modos de vivir y vestir, padecen acoso sexual (entre las que se atrevieron a manifestarse contra Morsi en la plaza Tahrir en junio, 91 fueron violadas por sus propios compañeros manifestantes); el tráfico de mujeres y los matrimonios forzados se han multiplicado en los últimos años y la mutilación genital femenina –un crimen que merecería una campaña visible y permanente de la comunidad internacional que castigara a los países que la practican y permiten– es endémica en Egipto: 91% –un total de 27.7 millones de mujeres egipcias– han sufrido esa incalificable agresión.
Los derechos de las minorías y de las mujeres en el mundo árabe no son, ni pueden ser, un costo marginal aceptable de los conflictos en el Medio Oriente. Su defensa debería ser prioritaria en cualquier agenda de la comunidad internacional.